Estudios de Lingüística del Español (ELiEs)
Cortesía y descortesía: teoría y praxis de un sistema de significación / Alexandra Álvarez Muro


2.1.5 La conversación

A la conversación se le dedica, en el Manual, una atención detallada: Carreño la describe y define como verdadero etnógrafo, tomando en cuenta tanto los diferentes niveles de la lengua, como el aspecto discursivo, ocupándose de la cohesión y la coherencia. La conversación, según Carreño, “es el alma y el alimento de toda sociedad” pero también es riesgosa, por cuanto que “ella puede conducirnos a cada paso a situaciones difíciles y deslucidas” (p.95) porque como dice el autor, no es suficiente la intención de comunicarse sino que hay una manera especial de hacerlo para cuidar nuestra imagen. Carreño concede una importancia enorme a la conversación en este sentido:

Nada hay que revele más claramente la educación de una persona, que su conversación: el tono y las inflexiones de la voz, la manera de pronunciar, la elección de los términos, el juego de la fisonomía, los movimientos del cuerpo, y todas las demás circunstancias físicas y morales que acompañan la enunciación de las ideas, dan a conocer, desde luego, el grado de cultura y delicadeza de cada cual, desde la persona más vulgar hasta aquella que posee las más finas y elegantes maneras (p.95).

Sabemos que la confrontación en sociedad pone a los individuos en peligro de perder la imagen y esto es algo que debe cuidarse. Las discusiones son peligrosas y “si queremos en tales casos salir con lucimiento y dar una buena idea de nuestra educación, refrenemos todo arranque del amor propio y aparezcamos siempre afables y corteses en toda contradicción que experimentemos en nuestras opiniones” (p.97). Ganamos por lo que perdemos, podemos perder la discusión, pero ganamos en prestigio, el que nos da nuestra fuerza para conservar nuestra cara afable.

Las características deseables en la conversación son también aquellas que Carreño pide en general para la conducta en sociedad, benevolencia, afabilidad y dulzura (p.96). Como medio de información debe también evadirse todo lo conflictivo, de modo que no debe perderse la tranquilidad del ánimo, ni debe entrarse en discusiones de ningún tipo (p.97).

Conversación no es diálogo, por ello debe procurarse que si los grupos son pequeños, cada uno sea oído por todos. Por ello también los temas deben ser comunes, al alcance de todos y del interés de todos. No debe hablarse ni de la vida privada de cada cual, ni de sus conflictos; historia, literatura, arte y los asuntos del momento son los más apropiados (p.100). De esto se desprende que la comunicación es del grupo reunido socialmente como un cuerpo común. Se asemeja, de alguna manera a un coro, dirigido siempre por una cabeza, y donde las intervenciones de los cantantes contribuyen a la melodía general. En la conversación, quienes tienen el derecho de cambiar los temas son las personas de mayor respetabilidad, siempre cuidando del interés común tanto en relación con la diversión que estos generan, como en cuanto a lo formativos que sean, velando siempre por la armonía del grupo. Por ejemplo, hemos anotado los siguientes motivos para cambiar el tema, según Carreño (p.99):

i) cuando se sabe que la materia que ocupa a la sociedad es desagradable para algunos de los presentes;
ii) cuando la conversación toma un giro que pueda conducirla a turbar la armonía o buen humor de la sociedad;
iii) cuando el movimiento de la conversación es lento y pesado, necesitando por lo tanto la sociedad de otro tema cualquiera que despierte su interés;
iv) cuando la sociedad divaga indiferentemente en materias de poca importancia;
v) cuando el tema que se presente sea tan interesante, que no dé lugar a extrañar su falta de relación con el que se abandona.

La interacción de las voces está normada y, cuando dos personas toman la palabra al mismo tiempo, el turno se cede por jerarquía: el inferior al superior y el caballero a la señora (p.98); no son ni las cualidades intrínsecas del discurso como la prosodia, por ejemplo, quienes lo determinan. Pero la prosodia es indicadora del interés de los oyentes y de la buena marcha de la conversación: “Mientras el movimiento de la conversación sea rápido y animado” dice el autor, “debe suponerse que la sociedad no debe pasar a otro asunto”.

Disgusta la parsimonia al hablar (p.98), y también las intervenciones demasiado largas (p.23) el tono “enfático, acompasado y cadencioso” es molesto (p.103), no debe ser ni demasiado lento, ni demasiado rápido (p.103). Importa el fluir de la conversación en un ritmo del allegro; eso debe conservarse a toda costa y es el dueño de casa quien debe velar por la felicidad de este concierto.

Los señalamientos discursivos no terminan allí: el lenguaje debe mantener cohesión y coherencia, de esta manera se requiere la expresión sencilla, las cláusulas hiladas entre sí, la información concisa y concreta, desterrada de toda redundancia: las máximas griceanas de calidad, cantidad y manera se encuentran un siglo antes, en el Manual:

El razonamiento debe ser claro, inteligible y expresivo; coordinando las ideas de manera que la proposición preceda a la consecuencia y que ésta se deduzca fácil y naturalmente de aquélla; empleando para cada idea las palabras que la representen con mayor propiedad y exactitud; evitando comparaciones inoportunas e inadecuadas; eslabonando los pensamientos de manera que todos sean entre sí análogos y coherentes; huyendo de digresiones largas o que no sean indispensables para la mejor inteligencia de lo que hablamos; y finalmente, limitando el discurso a aquella extensión que sea absolutamente necesaria, según la entidad de cada materia, a fin de no incurrir nunca en la difusión, que lo oscurece y enerva, y lo despoja al mismo tiempo de interés y atractivo (p.101).

Asimismo hay restricciones en cuando al estilo, que deberá ser llano y sencillo y adecuado a la capacidad de los demás interlocutores; aquí también prevalece el interés común. Se requiere de conocimientos en todos los niveles: competencia en el estudio de la gramática y también conocimiento de los giros de su idioma (p.102); competencia en la fonética: se requiere también la buena pronunciación, la articulación clara y sonora,“sin omitir ninguna sílaba ni alterar su sonido, y elevando o deprimiendo la voz, según las reglas prosódicas y ortológicas; el tono de la voz suave y natural, pero con las modulaciones que el discurso requiere (p.102).

Carreño dedica cuidadosa atención al tema de los gestos: a través de ellos se da coherencia al discurso: “La palabra debe ir acompañada de una gesticulación inteligente y propia y de ciertos movimientos del cuerpo que son tan naturales y expresivos, cuando que en ellos se reflejan siempre unas mismas ideas, sea cual fuere el idioma que se hable” (p.103). Hay una relación de coherencia entre el gesto y las ideas, atendiendo a la impresión que éstas puedan producir en los oyentes.

La persona que tomara un semblante festivo al discurrir sobre una materia de suyo imponente y grave, o un semblante serio y adusto al referir una anécdota divertida, o que conservará una fisonomía inalterable en toda especie de razonamientos, no movería jamás el interés de sus oyentes, y daría a su conversación un carácter ridículo y fastidioso (p.103).

También la boca, los movimientos del cuerpo y las manos, sobre todo, deben intervenir en la formulación del discurso. Carreño explica meticulosamente lo que está bien y lo que está mal, lo que es apropiado y lo que no lo es: gestos prestigiosos y gestos que no lo son: una gramática del gesto para la vida en sociedad. La cohesión se extiende también a la atención debida al hablante, de modo que debe prestarse atención a él dirigiéndole la vista. Esta sirve de canal entre los participantes (p.114).

Debe cuidarse el registro, prefiriéndose “las palabras más cultas y de mejor sonido, que son las que se oyen siempre entre la gente fina. Las palabras cogote, pescuezo, cachete, etc. serán siempre sustituidas en los diversos casos que ocurren, por las palabras cuello, garganta, mejilla, etc., dejando a la ciencia anatómica la estricta propiedad de los nombres, que casi nunca se echa de menos en las conversaciones comunes” (p.108).

También discrimina sobre el léxico permitido y el que no lo es; no se trata solamente de claridad y lógica, sino también de moral. La impiedad está prohibida, el decoro debe mantenerse siempre, se debe respeto a los demás. Pero también aquí hay una discriminación de lo que es el prestigio: “Nuestro lenguaje debe ser siempre culto, decente y respetuoso, por grande que sea la llaneza y confianza con que podamos tratar a las personas que nos oyen” (2001:107). De hecho, algunas partes del cuerpo están totalmente vedadas de la conversación, aquellas que permanecen cubiertas (p.107).

El Manual de Carreño naturaliza la cortesía, considerándola cercana a la moral y a la belleza y procura un mundo ordenado y limpio, de donde se destierra todo lo que no se rija por estos cánones. La norma se establece sobre un sistema de creencias, una ideología que convierte a la pauta social en pauta natural, ocultando el origen de la valoración que lleva a cabo; Fairclough (1992) llama a esto la naturalización de las prácticas ideológicas. Se entiende que el individuo tiene la obligación de seguir estas normas que permiten la construcción de la imagen simbólica en lo individual y en lo social, a la vez que la defensa del espacio personal y del grupo, permitiendo la cohesión y preservación de la sociedad, a la vez que lo separa de otros que no las siguen.

Carreño considera que, sin estas normas, “no podría conservarse ninguna sociedad donde estas reglas fuesen absolutamente desconocidas” (p.9). Esta pretensión de universalidad parece contradecirse, sin embargo, con la variación de las normas de cortesía, pues ellas sufren las variaciones de la moda y el estilo en relación con los usos y ceremonias pertenecientes a la etiqueta (p.13). La etiqueta, parte esencial de la urbanidad, se refiere al estilo pues "restringida al ceremonial de los usos, estilos y costumbres que se observan en las reuniones de carácter elevado y serio, y en aquellos actos cuya solemnidad excluye absolutamente todos los grados de la familiaridad y confianza (p.10).

La cortesía, como enseñanza del gusto y de la distinción, se percibe no solamente como universal sino también como natural. Carreño lo hace explícito: “Estos miramientos, aunque no están precisamente fundados en la benevolencia, sí lo están en la misma naturaleza, la cual nos hace ver con repugnancia lo que no es bello, lo que no es agradable, lo que es ajeno de las circunstancias y, en suma, lo que en alguna manera se aparta de la propiedad y el decoro; y por cuanto los hombres están tácitamente convenidos en guardarlos, nosotros los llamaremos convenciones sociales” (p.13). Desde la definición se legitima el gusto en materia social como un don de la naturaleza y no solamente como un producto de la educación (véase Bourdieu 1979).

Las reglas de urbanidad se consideran por ello dependientes de la virtud. Con ello también se les despoja de su origen social, que podría hacerlas variables y provisorias y se consagra su origen espiritual y divino. El antecesor de Carreño, el Conde D’Orsay, autor de un tratado sobre la etiqueta en la sociedad inglesa, considera que “La nobleza no está en el nacimiento, ni en los modales, ni en la elegancia, sino en el alma” (p.6). Lejos están estos tratados, en consecuencia, de suponer por esto la igualdad de las personas: sigue el texto de la Introducción diciendo “Un elevado sentimiento del honor, un hábito constante de respetar la situación inferior de los demás… he aquí los caracteres esenciales que distinguen al verdadero caballero” (p.7). Se reconoce no obstante que la virtud debe, necesariamente acompañarse de la educación, pues “La virtud agreste y despojada de los atractivos de una fina educación no podría brillar ni aun en medio de la vida austera y contemplativa de los monasterios…” (p.15).





Estudios de Lingüística del Español (ELiEs), vol. 25 (2007)   
 ISSN: 1139-8736