Estudios de Lingüística del Español (ELiEs)
Cortesía y descortesía: teoría y praxis de un sistema de significación / Alexandra Álvarez Muro


2.1.4 El espacio

La persona ideal es, en el Manual, la que se amolda al grupo social, sobresaliendo lo menos posible; la que muestra dignidad, decoro y elegancia. Al respeto de las convenciones sociales se le llama tacto social, y consiste en “aquella delicada mesura que empleamos en todas nuestras acciones y palabras…” (p.14). Las reglas básicas del tacto son, según el autor, el respeto a todas las condiciones sociales, el respeto del carácter, el amor propio, las opiniones o inclinaciones de los demás; el adaptarse a las circunstancias de cada ocasión y la feliz elección de la oportunidad para cada acción (p.218). Estas reglas son precisamente el respeto de la libertad y el espacio simbólico que tiene cada uno, y su derecho a tener una opinión propia y a actuar según este derecho. No se trata ahora de salvaguardar la imagen del otro, y de irla construyendo sin que sufra deterioros, sino más bien de mantenerse lo suficientemente lejos de cada uno para que éste pueda pensar y vivir según apetezca, siempre y cuando, claro está, aquél respete nuestro propio espacio personal. El respeto del espacio personal –que forma parte de la cortesía negativa– lo vimos anteriormente como una regla de higiene: recordemos que se considera antihigiénico el acercarse tanto al otro como para que éste se vea obligado a recibir nuestros efluvios y nuestro calor corporal. Ilustrativo de esta idea resultan las prescripciones sobre la ventana de la casa como ventana hacia el mundo exterior, como presentación ante éste. Dice su autor:

La ventana es uno de los lugares en que debemos manejarnos con mayor circunspección. En ella no podemos hablar sino en voz baja, ni reírnos sino con suma moderación, ni llamar de ninguna manera la atención de los que pasan, ni aparecer, en fin, en ninguna situación que bajo algún respecto pueda rebajar nuestra dignidad y dar una idea desventajosa de nuestro carácter y nuestros principios. (p.68)

En el texto anterior, el rostro se muestra con las características de la mesura y el recato y la ventana que nos une con el mundo exterior –y nos separa de él– se construye como el marco de un cuadro alrededor nuestro espacio personal y del grupo familiar en el que vivimos. La mujer, a quien hay que cuidar especialmente, se abstiene por ejemplo de aparecer en la ventana a solas con un hombre que no sea su esposo; no se ríe, ni mucho menos conversa con quienes pasan ante ella; ni siquiera saluda. Apenas puede mirar de frente al caballero de su amistad que pasa ante sus ojos para permitirle a él dirigirle el saludo, porque es él quien debe hacerlo primero, como si no mirara fuera del espacio sagrado del hogar. Ella está congelada como una pintura o una escultura y no existe hacia afuera.

Los espacios sociales están muy claramente delimitados y pueden verse como círculos concéntricos alrededor de la persona. En estos círculos aparecen inmediatamente alrededor de nosotros “la familia o el círculo doméstico, las personas extrañas de confianza, las personas con quienes tenemos poca confianza y aquellas con quienes no tenemos ninguna” (p.10). Los espacios en la casa se corresponden también con esos círculos concéntricos. En cambio, a medida que las personas entran en nuestra casa, entran también en los diversos espacios físicos. La sala, por ejemplo, “es el punto general de recibo, y como teatro de toda especie de sociedad debe estar montada con todo el rigor de la etiqueta” (p.48). Las personas con quienes no tenemos confianza no entran en nuestro círculo familiar, sino a través de actos específicos que son las presentaciones y a las cuales Carreño concede mucha importancia, como veremos más adelante.

La casa se constituye como el territorio gobernado de la familia, que presenta una cara amable al exterior y que a la vez hay que defender de la incursión indebida de los otros; por ello hay que reglamentar el trato social: En ella hay maneras de filtrar a los que han de concurrir a la casa, y hay maneras también de regular su aparición en ella. La casa, dice Carreño, es “el recinto donde ejercemos un dominio absoluto” (p.65). Fuera de la propia casa debe evitarse la incursión indebida en otras esferas de dominio, en otras casas de la comunidad: la buena educación nos impide entrar, ni siquiera con la vista, ni en el territorio simbólico de las demás personas, ni en el interior de sus moradas. Ya hemos asomado esta concepción de los espacios con la imagen de la ventana de la casa, un lugar para ver sin mirar, ni para adentro, ni para afuera: Espacio de luz y aire que separa simbólicamente los territorios. “No fijemos detenidamente la vista en las personas que encontraremos, ni en las que se hallen en sus ventanas…” y más adelante: “No nos acerquemos nunca a las ventanas de una casa con el objeto de dirigir nuestras miradas hacia adentro. Este es un acto incivil y grosero y al mismo tiempo un ataque a la libertad inviolable de que cada cual debe gozar en el hogar doméstico (p.73).

El espacio simbólico del hogar también lo tiene cada uno en sus habitaciones, “No entremos jamás en ningún aposento, aún cuando se encuentre abierto, sin llamar a la puerta y obtener el correspondiente permiso” sanciona el autor (p.36). La intimidad está bien defendida, pero el espacio personal es muy pequeño; puede decirse que se limita al que cada cual tiene en sus aposentos personales. Así por ejemplo, el hecho de estar en nuestra casa no nos excusa de usar trajes que nos cubran honestamente y cuidadosamente (p.45). La omnipresencia de la etiqueta la vemos en los dictámenes concernientes al vestido que se usa dentro del hogar, el cual debe tener las mismas partes de que consta cuando nos presentamos ante extraños, de forma que a los hombres, por ejemplo, no les está permitido permanecer en su casa sin corbata o en mangas de camisa (p.45).

También se defiende el tiempo de la persona y del grupo, que forma parte de la territorialidad. Hay, por ejemplo, horas de visita, generalmente por la noche, cuando ya las operaciones íntimas han terminado –las de aseo y alimento– y la familia se encuentra presentable, debidamente vestida y lista para recibirlas.

Se regula también la toma de turnos en la conversación: la interacción de las voces está normada y, cuando dos personas toman la palabra al mismo tiempo, el turno se cede por jerarquía y la distribución del tiempo está a cargo del jefe de la familia. Igualmente se define el tiempo del discurso, puesto que a cada uno se permite un lapso de intervención. Se prescribe la velocidad de habla y el ritmo de la conversación, como se verá más adelante.

La cortesía sirve para mantener la unidad del grupo y ello es posible solamente manteniendo la disciplina de cada uno de sus miembros y el respeto hacia los demás. La cortesía tiene como finalidad última la defensa del grupo social y por ello sus normas contribuyen a evitar los conflictos dentro del mismo círculo, pero también con otras personas ajenas a éste. Su misión se dirige a la formación misma del grupo y la elección de sus miembros. Así, los buenos modales se adquieren “por medio de un atento estudio de las reglas de la urbanidad y por el contacto con las personas cultas y bien educadas” (p.10), del mismo seno de donde surgen las reglas gramaticales que Bello (1972: 15) consagra en su Gramática, publicada por primera vez en 1847, el buen uso, que es el de la gente educada, el uso de los clásicos y no por último lo que él mismo considera de buen gusto (cf. Moré: 1999).

Pero la etiqueta tiene también una medida que no debe sobrepasarse: “Nada hay más repugnante que la exageración de la etiqueta, cuando debemos entregarnos a la más cordial efusión de nuestros sentimientos” (p.11). También va aquí la mesura, pero ahora como modelo de quien conoce bien las reglas: una cosa es la imagen social, otra la empatía.

Una de las formas de conservar al grupo es a través del vestido, así los dictados de la moda se consideran obligatorios “siempre en cuanto no se opongan a los principios de la moral y de la decencia” (p.214); sólo la edad avanzada nos permite preferir la circunspección y la prudencia a las obligaciones de la moda. Los principios de la moda no están fundamentados únicamente en la consecución de una imagen atractiva, sino “en la consideración que debemos a la sociedad en que vivimos, para quien es ofensivo el desaliño y el desprecio de las modas reinantes…” (p.214). La sociedad dicta y nosotros obedecemos, todo lo demás connotaría que no queremos formar parte del grupo social que nos rodea. En la sociedad de Carreño, el hábito sí hace al monje y se pide ajustarlo a las distintas situaciones, armonizando con el espíritu y con los usos generales de esa sociedad.

La preservación de la unidad social pide la paz; sin ella no hay felicidad y su conservación está en nuestro interés, y en el de nuestra familia. A ello contribuye el conocimiento y la práctica de los deberes morales. La vida en sociedad no es el lugar ni el momento para hacer valer las opiniones personales, si estas difieren de las del colectivo, ni de definir nuestra personalidad: “llamar lo menos posible la atención de los demás” recomienda el autor, (p.13). Es por ello que se nos prohíbe defender nuestras opiniones ante los otros, “cuando alguno las ataca sin una intención ofensiva y maligna” (p.226). Ello obliga también a minimizar las discusiones familiares y lleva también al cuidado de los inferiores por parte de los superiores; la virtud que se persigue es la tolerancia (p.53). Responsable de la paz en el hogar es sobre todo la mujer, por sus dotes naturales de prudencia y dulzura (p.54).
Los disgustos de familia y los secretos, como vimos antes, son de la esfera privada y no deben salir de ese espacio. Asimismo es nuestra responsabilidad el servir de mediadores entre aquellos entre los cuales ha surgido la discordia (p.237). Las riñas y altercados entre la familia son señales de falta de buena educación y buenos principios (p.51); para mantener la unión es necesario diluir las individualidades, y las reglas de Carreño buscan este fin:

Ellas nos enseñan a ser metódicos y exactos en el cumplimiento de nuestros deberes sociales; y a dirigir nuestra conducta de manera que a nadie causemos mortificación o disgusto; a tolerar los caprichos y debilidades de los hombres; a ser atentos, afables y complacientes, sacrificando, cada vez que sea necesario y posible, nuestros gustos y comodidades a los ajenos gustos y comodidades; a tener limpieza y compostura en nuestras personas para fomentar nuestra propia estimación y merecer la de los demás; y a adquirir, en suma, aquel tacto fino y delicado que nos hace capaces de apreciar en sociedad todas las circunstancias y proceder con arreglo a lo que cada una exige (p.9).

La familia es territorio privado, y la entrada a ella se produce solamente a través de las presentaciones, las cuales están reglamentadas con detalle. A la casa van solamente aquellas personas que han sido debidamente presentadas a la familia, al hombre si es cabeza de familia o a la mujer, si falta aquél. Más aún “la buena sociedad no reconoce otro medio que el de las presentaciones” (p.119). Éstas se clasifican en especiales u ocasionales y son las primeras las que pueden llevar, con el tiempo, y esto está dicho expresamente32, a la amistad; también aquí todo lo que es producto del azar será considerado como no permanente. Somos responsables de estas presentaciones y “grande debe ser en todos casos nuestra prudencia para presentar una persona a otra”. Con ello avalamos a la persona que presentamos y garantizamos que ella es digna de la relación. De la misma forma como se cuida la imagen familiar ante los extraños, la circunspección en la mesa es de rigor cuando hay extraños sentados a ella, y se nos obliga a cuidar especialmente los temas de la conversación y la conducta hacia los sirvientes (p.206).

Las visitas están estrictamente reguladas como una forma de “fomentar, consolidar y amenizar las relaciones amistosas" (p.130). Se consideran conducta universal indispensable para el cultivo de la amistad, las relaciones intergrupales, y aún las internacionales. Se dedica atención a los diferentes tipos de visitas y entre éstas, a las visitas de ceremonia, es decir, aquellas que fomentan las relaciones entre personas públicas y representantes de los gobiernos33.




Notas

32 Carreño, 2001:12.
33 Villamizar tiene un trabajo sobre este tema, que está en fase de preparación.





Estudios de Lingüística del Español (ELiEs), vol. 25 (2007)   
 ISSN: 1139-8736