Estudios de Lingüística del Español (ELiEs) |
Cortesía y descortesía: teoría y praxis de un sistema de significación / Alexandra Álvarez Muro |
2.1.3 La imagen
La imagen tal y como se concibe en el Manual de Carreño es la persona, el rostro goffmaniano que se construye en sociedad y se presenta ante ésta. De esta manera encontramos aquí una concepción de la imagen personal tal y como fue esbozada por Goffman (1967) y que consiste en una imagen positiva o rostro, que viene a ser la construcción misma de la identidad –la máscara, la persona– nuestro deseo de ser amados, de ser apreciados por los demás, en el absoluto cumplimiento de las normas de la sociedad y la imagen negativa, que aquí podríamos llamar respeto, porque es la delimitación la territorialidad propia y del grupo, el deseo de que nadie impida mis actos y respete mi espacio simbólico personal, que no se nos lastime o prive de nuestra libertad en el dominio que nos pertenece. Carreño parece tener muy claros estos dos lados de la imagen del individuo y de la familia, y su importancia simbólica para el bienestar del grupo, para mantener el orden y para controlar la agresividad intra e intergrupal.
El rostro se construye socialmente en la interacción con los demás y está en nosotros ayudarlos a ellos a mantener la suya, a la vez que esperamos su colaboración en la construcción de la nuestra. Así lo sostiene Goffman (1967) en su tratado sobre los rituales de interacción de la vida cotidiana. Estamos obligados, por ejemplo, a impedirle a nuestros semejantes hacer algo que vaya en contra de su salud lo cual, se diría, es una conducta natural, pero también y en ese mismo sentido, se nos está prohibido siquiera mencionar su mala apariencia, ni su edad, ni el hecho de que ésta pueda ser la causante de alguna dolencia. En otras palabras, contribuimos no solamente a su salud, sino también a su autoestima.
Esta defensa del rostro ajeno, nos compele a ocultar sus errores, por ejemplo, si una persona toma para sí misma el saludo o la expresión obsequiosa dirigida a otra: “…guardémonos de sacarla de su error y mostremos, por el contrario, con toda naturalidad, que era a ella a quien nos habíamos dirigido” (p.226). Ocultamos asimismo las entregas de dinero, aún cuando se trate de una remuneración por el trabajo, prefiriendo hacerlas a través de terceros para que las manos que la acerquen al desvalido sean las de los domésticos o los niños (p.206).
La expresión de los sentimientos está vedada, y nuestros rostros tienen, en el mundo cortés, la imagen –casi congelada– de la afabilidad. Como dijimos anteriormente, el hábito de dominar nuestras pasiones es esencial para la buena educación. El Manual nos incita a “ejercer sobre nosotros todo el dominio que sea necesario para reprimirnos en medio de las más fuertes impresiones. Las personas cultas y bien educadas no se entregan jamás con exceso a ninguno de los afectos del ánimo; y sean cuales fueren los sentimientos que las conmuevan, ellas aparecen más o menos serenas, con más o menos fuerza de espíritu, pero siempre moderadas y discretas, siempre llenas de dignidad y decoro. Todo lo demás es característico de las personas vulgares (p.234).
También en estas expresiones reina la mesura, y los extremos de alegría o de dolor, de complacencia o de ira, son propios del desorden. También lo es la risa en exceso. Como ese rostro se considera natural, son también inapropiadas las expresiones que elogian la buena imagen. Por ello “necesitamos poseer un fino tacto para manejarnos dignamente cuando se nos tributan elogios personales” (p.219). Para el autor, “la vanidad y la ostentación son vicios enteramente contrarios a la buena educación” (p.235) y Carreño mezcla aquí nuevamente, como lo hace en los Principios, lo que es social con lo que es moral. Aceptar estos elogios con mesura y evitar elogiarnos a nosotros mismos, a la vez que rechazar las ofensas a la imagen de los demás es lo apropiado en estos casos (p.221); ello redunda en esa imagen donde el buril que talla la identidad moldea, al mismo tiempo, la alteridad.
Los sirvientes juegan en la familia un papel importante porque permiten cuidar la imagen que queremos presentar ante la sociedad, como por ejemplo en la mesa, si tuviéramos que devolver al plato algo que hubiéramos tenido en la boca (p.204) o, como dijimos anteriormente, para servir de intermediarios al acercar a otro una suma de dinero. Por ello es importante cuidar también de la imagen del doméstico que nos atiende, y cuya posición social de niño –“son personas a quienes la ignorancia conduce a cada paso al error"– nos obliga a un proceder “recto y delicado” (p.58). El mismo cuidado lo merece tanto el extranjero que venga a habitar cerca de nuestro entorno como nuestros vecinos, que serán, claro está, de nuestra misma posición social (p.59).
La ironía puede resultar insultante, porque es una manifestación de menosprecio, pecado contra ese contrato que se ha establecido socialmente (p.110). Nuestra arma contra la ofensa es esa misma mesura que se trasluce a través de toda nuestra conducta “opongámosle una serenidad inalterable y dominémonos hasta el punto de que ni en nuestro semblante se note que nos hemos enojado” (p.220). Los chismes están vedados, porque de participar en ellos faltaríamos al contrato social; por el contrario, seremos guardianes de los secretos que se nos han confiado (p.222). En el espíritu de la cortesía esto se debe a dos razones, a que el conocimiento del secreto puede poner en peligro el rostro ajeno, y a que se nos ha dejado entrar en el territorio privado de nuestro semejante, como veremos en la próxima sección. Contra las ofensas tenemos escudos sociales, como son las fórmulas de cortesía. Como no debemos ofender a quienes nos hayan ofendido, podemos apelar “a las frías fórmulas de la etiqueta, de que usaremos sin dejar nunca de ser afables…” (p.224).
Estudios de Lingüística del Español (ELiEs), vol. 25 (2007) | ISSN: 1139-8736 |