ISSN: 1139-8736 |
1. La Gramática académica del XIX y la tradición
Si se tienen en cuenta los siglos transcurridos desde nuestra primeras gramáticas, es evidente que el desarrollo de la sintaxis —el análisis de las oraciones, de su estructura, de las unidades de diversa complejidad que las componen, de las relaciones entre las unidades y los valores resultantes de ellas, de las pautas que rigen las combinaciones— es relativamente reciente, y a ello contribuyó en buena medida el peso que tuvo en el desarrollo de los estudios gramaticales el enfoque heredado de las gramáticas grecolatinas.
Es sabido que la gramática en la tradición grecolatina responde, en lo esencial, al modelo “palabra y paradigma” (Hockett, 1954), en el que, como señala Matthews, “la palabra es la unidad central y los términos gramaticales [...] son los elementos mínimos en el estudio de la sintaxis” (1980: 77); es asimismo sabido que la gramática clásica y, por tanto, ese modelo, poco adecuado “a las lenguas modernas, sobre todo en lo que se refiere a la sintaxis” (Stati, 1979: 35), proporcionaría el molde teórico y metodológico en el que se forjaron las gramáticas particulares del Renacimiento, articuladas, fundamentalmente, en torno a la descripción de las “partes de la oración” o clases de palabras. De ahí que, en general, según afirma Stati (1979: 35), las páginas dedicadas a la sintaxis en las primeras gramáticas de las lenguas europeas modernas fueran sumamente escasas, y que hasta el siglo XIX apenas experimentara progresos esta “parte” de las gramáticas. Michael (1970) afirmaba a este respecto que para los gramáticos ingleses ni siquiera resultaba evidente que el inglés tuviera una “sintaxis” sobre la que hablar en los tratados de gramática, a lo que añadía que, al menos hasta 1800, el objeto prioritario, y a veces único, de las gramáticas era el análisis de la palabra2. Por lo que atañe a las gramáticas españolas (Gómez Asencio, 1981; Ramajo Caño, 1987), el panorama, hasta el siglo XIX, no parece muy diferente del trazado por Michael para las gramáticas inglesas. Ya en los textos de la primera mitad del XIX se observa, según Gómez Asencio (1981: 42), un aumento gradual, “aunque no siempre coincidente con el desarrollo cronológico”, de los contenidos incluidos en la “sintaxis”, así como un “progresivo perfeccionamiento de las definiciones, propuestas y tratamientos” que recibe este apartado de los tratados gramaticales; no obstante, pese a las aportaciones de los gramáticos que se sitúan en la línea de influencia de las gramáticas filosóficas francesas3, la “parte” de la gramática denominada “sintaxis” poco tiene que ver, en las gramáticas anteriores a Bello, con la oración misma como unidad analizable, incluso en el caso de los gramáticos, los menos, que “se deciden a estudiar la oración” y sus clases. También, lógicamente, el espacio dedicado a la sintaxis y los contenidos que se le asignan habría de ir incrementándose conforme se acerca hacia su fin el siglo XIX, aunque de la imagen general que ofrece Calero (1986) de la segunda mitad del XIX4 cabría deducir que los avances fueron excesivamente lentos en cuestiones tales como el reconocimiento de la centralidad de la oración, la incorporación de las funciones sintácticas, la consideración de la “oración compuesta” como unidad estructurada y no en términos de conjunciones o verbos —en definitiva, de “palabras”—, o el abandono del enfoque sintáctico basado en las nociones “antiguas” de “régimen”, “construcción” y “concordancia”. Así, aun sin entrar en aspectos de contenido, puede ser indicativo de la escasa relevancia que tiene la oración para las gramáticas académicas de este periodo el hecho de que en la gramática editada en 1866 —anterior, por tanto, a la reforma de 18705—, el capítulo “De las oraciones” no alcanzara a cinco páginas, pese a que en él se resuelve todo lo relativo a las clases de oraciones “que sirven para declarar nuestros pensamientos” (GRAE, 1866: 186). En la edición de 1888 (GRAE, 1888: 245-257) serían trece páginas, de un total de setenta y cuatro para la sintaxis natural y la sintaxis figurada, ciertamente poco espacio en relación con el resto de los capítulos de la gramática.
Realmente sería simplificador —tanto como atribuir una “doctrina” homogénea a todas las gramáticas de este periodo que, más por la cronología que por otros criterios, suelen englobarse en nuestra “tradición”— afirmar que a los gramáticos españoles de la segunda mitad del siglo XIX apenas les interesa la oración (o la cláusula)6 como unidad significativa organizada en la que se descubren categorías de índole sintáctica. En esta etapa se cuenta, por ejemplo, con las atinadas observaciones de Bello sobre distintas clases de “oraciones”, de “proposiciones”, de “cláusulas”; con su desarrollo de la noción de “complemento”7 o su incorporación de la “frase”8 a las unidades sintácticas; asimismo, a fines del XIX empiezan a aparecer las obras de Eduardo Benot9, entre cuyas aportaciones figura una clasificación de las “oraciones” subordinadas que “ha llegado hasta nuestros días como la más útil, satisfactoria y válida” (Lope Blanch, 1994)10, y de cuyos planteamientos se desprende —prosiguiendo la sintactización implicada en la gramática filosófica— una identificación del dominio de la sintaxis oracional —las oraciones, las cláusulas, las unidades que las componen, las funciones que asumen como constituyentes de unidades más amplias— con el dominio de la gramática11.
He traído a colación, no obstante, las gramáticas de la Academia para ilustrar la escasa relevancia de la sintaxis oracional a fines del XIX porque el enfoque dominante en las gramáticas españolas de este periodo parece aproximarse más a las pautas de los textos académicos, que no se inspiran, en términos generales, en el sistema gramatical de Bello12 —cuyos planteamientos no tendrían, según Sarmiento (1979: 86) plena acogida en la Gramática académica hasta la reforma tripartita de 1917-1920-1924— ni responden a un enfoque innovador como el de Benot —que ingresaría en la Academia en 1987—; por el contrario, aún se ajustan “a los esquemas y concepciones del Renacimiento” que adoptó la Academia para la Gramática de 177113 (Sarmiento, 1970: 70) y que continuaron moldeando, al menos hasta la denominada reforma tripartita14, las sucesivas ediciones del texto. Así, según Sarmiento (1979) en las dos etapas de la “trayectoria gramatical de la Real Academia” que corresponden a la segunda mitad del XIX, la Corporación recurriría al “reformismo perpetuo”, introduciendo “muchas y extensas” modificaciones en aspectos concretos pero sin modificar, en lo sustancial, el enfoque general, los fundamentos; se mantuvo fiel a ellos por motivos tales como la coherencia con la propia tradición15, la primacía de las razones didácticas sobre las “doctrinales”6, o la “responsabilidad moral” que, frente a los “autores particulares”, cabía esperar de la Academia como “Corporación oficial”17.
Las gramáticas académicas pueden, pues, considerarse representativas del quehacer gramatical de este tiempo, en cuanto que, según Calero (1986: 268), en el periodo que abarca desde 1847 —fecha de la publicación de la Gramática de Bello— hasta 1920, constituyen un “elevado porcentaje” los autores que siguen “más o menos fielmente” la metodología que entronca “indirectamente con la tradición grecolatina” y “directamente con la tradición renacentista” (Gómez Asencio, 1981) y que moldeó los textos académicos. Puede estimarse, además, que ese “elevado porcentaje” de autores que “se inscriben en la línea de la tradición grecolatina” (Calero, 1986: 268) se debe en parte al ejemplo académico, ya que el prestigio de la Academia y el “monopolio” de que gozaban en la enseñanza sus textos los convertían en referente obligado para los gramáticos de la época y en “privilegiados valedores” de los “dictados de la tradición” en este tiempo (Calero, 1986: 269).
El peso que tiene en las gramáticas académicas—y en las muchas que siguen su esquema— el modelo heredado de la tradición renacentista queda patente, como es lógico, en los planteamientos en torno a las “partes de la oración”, el componente de las gramáticas que, por su condición de eje vertebrador, había concitado la mayor parte de las inquietudes doctrinales de los gramáticos del XIX. En las gramáticas anteriores a 1870, la Academia asumiría el sistema de nueve clases—artículo, nombre, pronombre, verbo, participio, adverbio, preposición, conjunción, interjección— que no es otro que el de la tradición latina más el “artículo”, incluido en la clasificación de Dionisio de Tracia, y que constituye la clasificación de “mayor tradición en la historia de nuestras gramáticas” (Calero, 1986: 56)18. Solo a partir de la edición de 187019, que, “si juzgamos por las modificaciones proyectadas”20, “podría haber sido”, pero no fue, “la primera gramática moderna” (Sarmiento, 1979: 86), se aceptaría la separación del sustantivo y del adjetivo21 como “partes de la oración” independientes, pese a que tal separación había sido adoptada por Bello y ya había sido introducida tiempo atrás por gramáticos seguidores de la gramática filosófica francesa22. Pero el “artículo”, por ejemplo, agrupado por Bello y por otros gramáticos anteriores con los “determinativos”23, se sigue manteniendo, conforme a la tradición heredada, como una “parte de la oración”, como una “clase primaria” separada de los “adjetivos determinativos”. Tampoco, en un rasgo más de “conservadurismo”, se modificaría en la edición de 1870 el estatus del “participio” como “parte de la oración” independiente tanto del verbo como del adjetivo, aunque ya en la segunda mitad del XIX “la relación de gramáticos que prescinden del participio como categoría autónoma es tan extensa” (Calero, 1986: 136) como la de los que, a la manera tradicional, lo presentan como una categoría independiente. Llega así la Academia a un sistema de diez clases de palabras que sería adoptado por “un apreciable número de gramáticos” como “la clasificación más conveniente” (Calero, 1986: 55) y cuya única innovación, con respecto al anterior, consiste en la subdivisión del “nombre” en dos categorías independientes.
La huella de la “tradición”—la renacentista y la interna— queda patente, asimismo, en la caracterización de las diferentes categorías. El “nombre sustantivo”, pongamos por caso, aún se define a finales de siglo desde una perspectiva “extraoracional”, apelando a “un criterio semántico de finalidad” (Calero, 1986: 73), como en la primera gramática académica: “es aquella parte de la oración que sirve para designar ó dar á conocer las cosas ó las personas, por su esencia ó sustancia, en cuanto el hombre alcanza á concebirla, como piedra, virtud, Alfonso, Beatriz , etc.” (1888: 18). Del verbo se ofrece igualmente una caracterización nocional “acumulativa”24 —propia, según Gómez Asencio (1981: 189) de las gramáticas más ligadas a la tradición— a la que, a partir de 1870 se añadiría una referencia morfológica no muy precisa25: “designa esencia, existencia, acción, pasión ó estado, casi siempre con expresión de tiempo y de persona” (1888: 61). El artículo —categoría en la que a partir de 1854 incluiría la Academia a el y a un26 — no solo se mantiene, según se ha dicho, como una clase distinta de los “determinativos”, sino que se le sigue atribuyendo como valor principal27, a pesar de las críticas de Bello y de la opinión contraria de algunos académicos28, el papel “señalagéneros”, “el de más pura raigambre tradicional” (Gómez Asencio, 1981: 159), conforme al cual el “artículo” es “una parte de la oración que se antepone al nombre para anunciar su género y su número” (GRAE, 1888: 12)29. Tampoco en lo que respecta al “pronombre” —por citar otro ejemplo— la reforma de 1870 acogería el planteamiento “innovador” de los académicos que, en consonancia con las propuestas de Bello (Lázaro Mora, 1981: 50) y las de otros gramáticos influenciados por el modelo “filosófico” que le precedieron, pretendían caracterizar al pronombre por su función discursiva, por su papel indicador de “las personas que intervienen en el coloquio” (Sarmiento, 1979: 85); fiel “a la más pura ortodoxia tradicional” (Lázaro Mora, 1981: 50), la Academia sigue adoptando a fines del XIX la “teoría sustitutiva” que moldeó en su primera gramática30 la definición del “pronombre”: “PRONOMBRE es una parte de la oración que se emplea en vez del nombre, y con frecuencia para evitar la repetición de éste ” (GRAE, 1888: 52).
Pero el conservadurismo de la Academia, la fidelidad al modelo clásico, no repercute solo en la delimitación y en la caracterización de las partes de la oración, sin duda el aspecto más destacado, por su condición de infraestructura gramatical, en las revisiones críticas de nuestras gramáticas tradicionales o, por ser más exactos, “tradicionalistas”31; se traslada, como es lógico, a las “divisiones” que adopta, a la prelación que se establece entre las partes de la gramática, a los contenidos sobre los que versan las “partes” centrales, a las categorías que se utilizan para describirlos; en suma, a los restantes aspectos del modelo del que proceden sus pautas; un modelo que, como se dijo antes, resulta poco adecuado para la sintaxis y proyecta sobre la gramática una perspectiva que Benot, muy crítico con la tradición heredada, calificaba como “atomística”, dando a entender con ello que se centraba en las palabras, en el análisis de los “vocablos” “según se hallan catalogados en el léxico” (1904: 57), en las “partes de la oración” aisladas, sin atender a “los grupos de palabras ó masas elocutivas” ni al “oficio” que desempeñan los vocablos “en cada cláusula” (1904: 57).
Notas
2 También indica Stati que “en la mayor gramática inglesa anterior a 1800, de sus 440 páginas sólo siete estaban dedicadas a la sintaxis” (1979: 35).Volumen 23 (2006) ISSN: 1139-8736 |