Fernando Wulff Alonso
Universidad de Málaga (España)
El caso del asesinato de la Vicerrectora
Copyright: 2000 Fernando Wulff Alonso

MIÉRCOLES

Cuando el inspector llegó a primera hora de la mañana a su despacho, se encontró sobre la mesa dos de los informes definitivos que esperaba. El primero era decepcionante: en efecto ni en el Dies Irae ni alrededor se había encontrado ninguna huella ni rastro significativos.

El segundo era algo más prometedor: en la casa de Marta Argüelles se había podido averiguar el camino de entrada del intruso; todo apuntaba a que había aprovechado un pequeño patio entre las dos casas al que había accedido saltando, sin demasiado peligro, una reja desde la parte de atrás, luego había roto una pequeña ventana lateral a ras del suelo y se había deslizado dentro. La salida había sido por la terraza inferior que aparecía abierta desde el interior. Era tiempo de recordar lo ya sabido para darle más cuerpo a esta información. La casa estaba cerrada por dentro, lo que suponía que el intruso había tomado la precaución de cerrarla, quizás porque conocía los horarios de la mujer de la limpieza; además, el único lugar de la casa desordenado había sido la habitación de los expedientes, lo que apuntaba a lo mismo. Todo esto se reforzaba ahora, al ver la precisión de su entrada. Otros dos elementos resultaban claves: si la muerte había sido el viernes por la tarde o el sábado por la mañana, era poco razonable pensar que éste fuera el asesino. Era evidente que tenía cosas importantes que buscar (o que rescatar), comprometedoras, y lo lógico, de tratarse del asesino, habría sido que no hubiera tardado hasta el lunes por la mañana en ir a buscarlas, con el riesgo consiguiente; además, de ser la misma persona, era razonable pensar que se hubiera llevado las llaves de ella al matarla, con lo que se podía haber evitado los problemas con los que luego tuvo que contar para entrar, aunque sin duda los nervios podían haberle traicionado. Tampoco cabía dudar de otro hecho: se trataba de un hombre, y, presumiblemente, bastante joven: había dado muestras suficientes de agilidad e iba vestido con ropa deportiva de moda, incluyendo, según el niño, una mochila -o cartera-mochila-, lo que parecía bastante decisivo en este sentido. La cuestión del asesinato de Marta Argüelles, entonces, podía no haber tenido que ver directamente con el allanamiento de su casa. Con todo, algo contribuía a unir ambas cosas, algo que le recordaba la rapidez con la que se habían ido produciendo otros hechos acelerados, -la información de la muerte de la Vicerrectora, la llamada desde el Rectorado a quien a su vez dispara la perentoria llamada del Inspector Jefe-. Daba la impresión de que la entrada del intruso sucedía al descubrimiento del cuerpo de la Vicerrectora o, incluso, a las esforzadas tareas telefónicas de Matías Cenobio; de ser así, y aun contando con la velocidad astronómica de los cotilleos en cualquier institución (que, por lo que iba viendo, se multiplicarían por mucho en el caso de la universidad), éste, o quien le mandara, podían muy bien tener que ver directamente con los niveles más cercanos al rectorado. Concluyó que sería bueno preguntarle a Cenobio por los destinatarios de esas llamadas, aunque sólo fuera para ver cómo reaccionaba el polícromo hombrecillo.

Un segundo apartado consistía en el análisis de las huellas encontradas en la casa; se habían identificado cuatro distintas, además de las de Argüelles: del propietario de un taller de albañilería, encontradas en la cocina, de María Alonso, mujer de la limpieza, dispersas por toda la casa, otras desconocidas encontradas en el dormitorio y el salón y, finalmente, las de Jaime Amtich, becario de investigación de la universidad, halladas en diferentes lugares, en especial en el estudio de la parte inferior, aunque no en puertas ni ventanas. Dos llamadas telefónicas dejaron claro que el albañil había trabajado en la casa haciendo una chapuza en la cocina y que María Alonso era a la vez María A. y la mujer mayor que el inspector había conocido a la entrada de la casa. Tras varias llamadas fallidas a la universidad -no estaba claro quién podía tener la información de los becarios, si el Vicerrectorado de Investigación, el de Formación o el de P.D.I. (acrónimo que, al parecer, significaba Personal Docente e Investigador) y, sobre todo, empezaba a ser la hora del desayuno- tuvo la intuición de llamar directamente al Departamento de la Vicerrectora donde se le informó de que efectivamente trabajaba allí y de que era "uno de los chicos" de la tristemente fallecida Doctora Argüelles. La voz que le contestó se presentó a sí misma como la "Secretaria administrativa" del Departamento y le llamó la atención por algo que no supo definir.

Cuando estaba dándole vueltas a todo esto entró Urruela que dio cuenta de sus investigaciones.

- Desde que nos despedimos ayer hasta las tres de la mañana me he estado dedicando al Mandragor y no he sacado nada en claro para la investigación, jefe, aunque sí para otras cosas, por ejemplo para ciertos avances en el desarrollo de mi teoría: le aseguro que hace tiempo que no he visto ejemplares más interesantes de rodillas, hablando siempre desde una perspectiva puramente científica, claro. El dueño se llama Juan Abellán, sin antecedentes penales, un tío listo por lo que se ve: ha conseguido mezclar un bar de copas con otro de tapas de calidad y tenerlo, además, lleno. Recomendable el bacalao al pil-pil y el cóctel de cava, respectivamente. El público es variado, desde niñatos y niñatas con posibles a ejecutivos y ejecutivas lindando los cuarenta que no se resignan. No vi nada raro, los servicios limpios y, la vez que yo entré, por lo menos, sin nadie aplicándose rapé. Hasta la una del mediodía no abren. ¿Le ponemos vigilancia?

- Por el momento, sí. ¿Cuantos micrófonos ha instalado?

- Uno, cerca de la Caja.

- ¿Ha hablado con Estupefacientes?

- Sí; por cierto, me han pedido la lista de direcciones de la Vicerrectora.

- Désela y aproveche para ver si saben algo de alguno de nuestros nuevos amigos: Cenobio, por ejemplo, o de Jaime Amtich, un becario-investigador de la universidad. Necesito también una revisión de Prensa con todas las apariciones de la Vicerrectora en el último año.

Urruela, en vista de lo que se le venía encima, se marchó a toda prisa. Para Quintana se abría otra jornada de orientación universitaria; cogió las llaves de la Vicerrectora y se dirigió otra vez a la universidad.

El Departamento de la Vicerrectora se encontraba en una Facultad diferente a lo que conocía hasta el momento. Se trataba de un conjunto de pequeños edificios de cuatro plantas separados entre sí; unas estructuras de hormigón en forma de T y abiertas los unían por el exterior, intercalándose en medio algunos espacios de jardín. Soplaba un viento inmisericorde y llovía, con lo que alumnos y profesores circulaban entre ellos corriendo a toda velocidad, enfrentándose al riesgo de caídas con un despliegue de técnicas que, en el caso de los alumnos, mostraba para satisfacción de optimistas la extensión entre la juventud de deportes saludables como el skate-board o el patinaje, e incluso de alguno tradicionalmente reservado a las minorías como el esquí. Desde una perspectiva puramente deportiva no había nada que objetar a la escena, y más considerando que los músculos que era necesario desplegar para esta tarea se veían complementados por otros cuando se hacía necesario dar saltos en un doble sentido vertical y horizontal en determinados lugares donde habían estallado las salidas de agua.

La tendencia de los esforzados transeúntes a dirigirse a un extremo concreto del conjunto de edificaciones excitó la curiosidad del inspector, curiosidad que se vio saciada al ver una cafetería repleta de gente que, compactada alrededor de la barra, trataba de atraer con todo tipo de gestos y llamadas la atención de un reducido grupo de camareros que, a su vez, dispensaban sus servicios con rapidez y magnanimidad. Entre el bar y el pequeño edificio donde estaban el Departamento y el Despacho de la Vicerrectora había una biblioteca semivacía donde grupos de alumnos charlaban animadamente.

El despacho de la Vicerrectora se encontraba en el último piso, a pocos metros de una Sala de Interacciones Personales de Índole Grupal (SIPIG) (tal como rezaba en un cartel en la puerta) y de la Secretaría Administrativa del Departamento/Entidad Técnico-Administrativa de Apoyo a la Unidad Globalizadora Específica de Docencia e Investigación (SAD/ET-AAUGEDI), y de otro despacho ocupado por la Dirección de Departamento/Coordinación-Articulación de Sinergias Colectivas (DD/C-ASC). Sin necesidad de abandonar el pasillo se podía escuchar cómo en la SIPIG, en medio de un debate acalorado, diferentes oradores se interpelaban con variados argumentos que tocaban a la problemática de lo fundacional del proyecto educativo universitario, las concepciones pragmático-perceptivas subyacentes, las decisiones a tomar y el proceso evaluativo previo, la perspectiva del género, así como a la idea-fuerza del mercado educativo versus la globalización del mercado mundial en las nuevas perspectivas neo-liberales. Dos muchachas, ignorando completamente su presencia, salieron a toda prisa con expresión embobada y lamentándose por irse:

- ¡Qué punto, tía, qué fuerte, a mí es que las reuniones de la SIPIG me ayudan a estructurar cantidad!

- !De puta madre¡ Y pillas un vocabulario que te cagas.

Quintana decidió entrar por la puerta del SAD/ET-AAUGEDI y se encontró allí, vestido con una bata de laboratorio y sentado en una silla, a un varón con barba, de unos treinta y cinco años que apenas le prestó atención.

- Soy inspector de la Policía -dijo enseñando la placa- y quisiera hacerle algunas preguntas.

El hombre se quedó mirándole sin decir nada y a la tercera repetición se limitó a señalar con el dedo en dirección hacia otra puerta. Quintana, asombrado, se dirigió hacia allí. Siguiendo la indicación de un pequeño cartel entró sin llamar. Dos mujeres jóvenes, sentadas en dos mesas paralelas ante dos ordenadores similares le hablaron a la vez turnándose de frase en frase; este extraño efecto le explicó por qué había encontrado también extraña la voz que le había contestado por teléfono.

- Buenos días...-dijo una

- Díganos en qué podemos ayudarle -dijo la otra.

- Buenos días. Soy inspector de Policía -dijo enseñando la placa otra vez- y quisiera hacerles algunas preguntas. Por cierto ¿le ocurre algo al hombre de la puerta?

Las dos mujeres se miraron la una a la otra y contestaron, de nuevo turnándose:

- Nosotras somos las titulares de la SAD/ET-AAUGEDI

- y por tanto nos corresponde contestar a las preguntas relacionadas con el Departamento...

- si le ha hecho la misma pregunta que a nosotras, se habrá negado a contestar para no saltarse las normas al respecto del convenio colectivo del PALAD...

- o sea del Personal Auxiliar de Laboratorio Adscrito a los Departamentos -aclaró la otra.

-Y no sólo eso sino que contestar preguntas exigiría un aumento del I.P. -volvió a aclarar con idéntica sonrisa la una- del Índice de Peligrosidad -en este caso por posibles problemáticas foniátricas.

La sonrisa entre amable y condescendiente de las dos mujeres invitaba a seguir con las preguntas.

- Hay dos cosas en las que me podrían ayudar, si son tan amables. Necesito echar una mirada al despacho de Marta Argüelles y hablar con el señor Jaime Amtich.

- Ha tenido usted suerte porque Jaime Amtich está en la reunión que en este momento se desarrolla en la SIPIG bajo la dirección de la Catedrática Doctora Margarita Aguirre, que es actualmente la DD/C-ASC...

- También ha tenido suerte porque uno de los objetivos de la reunión es asignar de nuevo su despacho a uno o varios de los profesores del Departamento/Unidad Globalizadora Específica de Docencia e Investigación.

- Saldrán dentro de un momento para el café. Aquí tiene las llaves; está a la derecha.

- Gracias. Si ven a Jaime Amtich no dejen de decirle, por favor, que se espere... -Quintana dijo esto tentativamente, sin saber si se trataba o no de algo admitido por el convenio colectivo. La sonrisa de ambas le tranquilizó- Vendré enseguida.

Cuando salió, el parco miembro del PALAD había desaparecido. Al pasar al lado del SIPIG pudo escuchar cómo continuaba la sesión; esta vez una sola oradora disertaba, ante un silencio general que podía significar tanto interés como aburrimiento, sobre la vigencia de modelos educativos, la esencia de la LRU, determinadas concepciones de cierta universidad y escuela (risas) sobre un modelo ecológico-competitivo que tachó sin más de darwinista y obsoleto para, después, contar con todo lujo de detalles una experiencia personal de oposición cuya conexión con el tema principal no pudo llegar a entender.

El despacho de la Vicerrectora carecía de toque personal alguno. Había diez libros, todos manuales, y en los cajones de la mesa lo único que pudo encontrar eran formularios de exámenes tipo test. En un archivador se veía diferente documentación sobre proyectos de investigación y más en concreto sobre el proyecto de Investigación+Desarrollo del que Argüelles había sido Co-Directora. No había libreta de direcciones ni nada similar.

Un rumor procedente del pasillo le indicó que la reunión en el SIPIG había hecho un alto; era el momento de conocer a Jaime Amtich. En medio de la desbandada general la misma voz femenina con un tono maternal que apuntaba ligeramente a la conmiseración recordaba que, una vez resuelto el problema del despacho, el siguiente punto del orden del día se debatiría tras el café y atañía al destino de los tres becarios de la "pobre Marta".

Entre las gentes que salían no pudo advertir ninguna señal externa de tristeza; prácticamente todos se apresuraron a sus despachos a por ropa de abrigo para salir en grupos al mundo exterior; un cuarentón bajito, orondo, calvo y con gafas se dedicó con visible satisfacción a desplazar varias cajas de cartón en dirección al despacho que había sido de Argüelles; utilizaba con notable habilidad la panza para sujetarlas en la base. En medio de la confusión una de las dos Secretarias se dejó ver fuera del SAD/ET-AAUGEDI con la mano derecha casi pegada al hombro y el dedo índice levantado, se paró en el quicio de la puerta, le buscó con la mirada sonriendo, y antes de desaparecer con un gesto coqueto proyectó sin mover el brazo el dedo en dirección a un joven alto y atlético que se alejaba escuchando con aparente devoción a una mujer de unos cincuenta y pocos años, con gafas de starlette americana de los cincuenta, en la que destacaban su aire contenido de autoridad, -una voz que Quintana identificó con la de la última oradora que había escuchado en la SIPIG- y unas mallas de colores vivos con las que conseguía destacar todavía más unos muslos y caderas ya de por sí prominentes y en los que competían ecuánimemente por sobresalir diversas masas de celulitis. Mientras ella se internaba en un despacho -que la identificó como la DD/C-ASC Doctora Margarita Aguirre- y el joven la esperaba con un ademán entre la subordinación y la entrega absoluta a una madre putativa, Quintana aprovechó para dirigirse a él.

- Buenos días. Soy inspector de policía -dijo, enseñando, de nuevo, la placa- creo que es usted Jaime Amtich. Necesito que me conteste a algunas preguntas sobre la muerte de Marta Argüelles.

Amtich tardó décimas de segundo en reordenar sus gestos y fisonomía para responder a la nueva situación. El Amtich que se vio a continuación era un joven atento y fiel cumplidor de la ley que se inclinaba ligeramente para que no destacase la diferencia de alturas de una manera hiriente para su interlocutor. Quintana se sorprendió de cómo su vestuario -un pantalón oscuro de tipo chino, unas zapatillas Adidas, una camisa sin cuello de algodón blanco y una chaqueta a juego con el pantalón, todo lo cual recordaba a ciertos detectives de series americanas y olía sin duda a marcas conocidas- que antes parecía significar "prometedor proyecto de profesor universitario vestido pero razonablemente informal, clásico pero abierto a las nuevas perspectivas de un mundo en cambio permanente", significaba ahora, gracias a las sutilezas de las habilidades en el campo de la comunicación no verbal de su interlocutor "ciudadano joven y formal que se adapta como puede a un mundo que le exige ciertas modificaciones pero que por nada del mundo dejaría de defender a muerte el bolso de una abuelita frente a una miriada de tironeros".

- No creo que pueda ayudarle mucho -dijo con una sonrisa modesta y cautivadora, más cercana a los cánones ultramarinos, que implican un despliegue amplio de dientes, que a un modelo hispano, más sobrio ontológica y dentológicamente- pero usted dirá... Si quiere, venga al Seminario, donde podremos hablar con más tranquilidad.

El Seminario era una habitación relativamente amplia con gran mesa central pública y varias mesas más de uso particular; en una de ellas se sentó Amtich, no sin antes ofrecerle asiento a Quintana. Detrás del becario, pegadas a la pared, se podían ver postales de parajes naturales, otras dos postales multicolores de felicitación, un chiste de Forges recortado de un periódico y un banderín de boy-scout.

- Como usted sabe, la Vicerrectora Argüelles fue asesinada el pasado fin de semana...

Amtich le interrumpió a la vez que enarcaba levemente las cejas mandando un mensaje entre el asombro y la incomprensión:

- No sabía que hubiera sido asesinato. La prensa hablaba de accidente. No me imagino...

- Desde el viernes por la tarde no tenemos noticias de qué pudo haber hecho la Vicerrectora ¿Nos puede usted ayudar en algo?

- Bueno, mis relaciones con la Dra. Argüelles eran de índole totalmente profesional, había quedado con ella por última vez el jueves aquí por la tarde para hablar de mi tesis doctoral, que se enmarca, por cierto, en su proyecto I+D, pero ella no pudo venir y me telefoneó. Después no he sabido más.

Mientras decía esto Amtich pasó con admirable gradualidad y discreción de manifestar con sus gestos y el tono de voz un asombro condolido a dejar ver su manifiesto pero impotente afán por servir a la ley, el orden, a los diez mandamientos, o a más si hubiere. El inspector decidió jugar un poco con lo que creía poder vislumbrar y el becario ocultaba -y esto se encerraba en dos o tres palabras claves: casa, secretos y, quizás, sexo- y sin dejar de sonreír a Amtich, dijo:

- ¡Qué lástima! Verá, resulta que nadie con quien he podido contactar me ha orientado de forma concreta en la vida privada de la Vicerrectora. Así que usted tampoco me podrá indicar qué amigos tenía, quién frecuentaba su casa, qué hacía cuando no trabajaba, y no digamos ya qué hizo a partir del viernes por la noche. Es la única persona que he conocido en mi vida profesional que no tenía vida personal, lo que no deja de extrañarme teniendo en cuenta que distaba mucho de ser una mujer sin atractivos y desde luego no era alguien que se moviera con valores, digamos, rancios... ¿no?, más bien parecía una mujer activa capaz de imponer sus criterios en todos los terrenos. No me la imagino encerrada todo el tiempo dedicada a cultivar sus macetas y sus, digamos, secretos y mirando al mar desde su casa en la montaña...

Amtich, que se había ido poniendo perceptiblemente más serio conforme hablaba su interlocutor, se recobró pronto para limitarse a hacer un gesto de simpatía entre la resignación y el consuelo y a disculparse otra vez, sonriendo:

- Lo siento, qué quiere que le diga... Lo que sé de ella es prácticamente lo que aparece en los periódicos... era una mujer tan entregada a su cargo y a sus tareas de representación que no creo que tuviera mucha vida privada.

- Supongo que tampoco puede suponer quién podía estar interesada en matarla...

- Me parece imposible que alguien se lo llegara siquiera a proponer -respondió Amtich proyectando una convicción y candidez que le rejuvenecieron aún más.

- Bien, qué le vamos a hacer. Gracias de todos modos -dijo el inspector, a la vez que se ponía de pie y le tendía la mano.

Amtich no hizo ademán de acompañarle hasta la puerta, lo que en un joven tan pulido era un índice claro de que estaba afectado. Quintana pensó reblandecerlo un poco antes de otra conversación y, sin duda, tenerla fuera de su ambiente. Recordó aquella frase según la cual los pedagogos eran gentes por principio manipuladores, aunque su manipulación pudiera ser eventualmente maravillosa. No era conveniente seguir mucho más allá en un ambiente como el que había estado percibiendo en ese Departamento (aunque quizás esto era a referir a la universidad en general), donde el reparto del despacho de una difunta reciente se debatía a partir de otros muchos argumentos que no tenían nada que ver con ello, donde, quizás, se hacía como que se debatía porque la decisión ya había sido tomada antes y con argumentos impronunciables que acababan escondiéndose a base de tomar cualquier tipo de tema en vano, aunque fuera algo tan serio como el neoliberalismo. En un ambiente así cabía presumir que se podían encontrar justificaciones para un asesinato y para esconderlo hasta en una lectura adaptada para niños de Alicia en el País de las Maravillas o de El Principito. Quintana cerró la puerta tras de sí, dio exactamente cinco pasos marcados en dirección al ascensor y volvió sobre ellos, esta vez haciendo bastante menos ruido, para abrir la puerta -Amtich, como era de prever, se sobresaltó y le miró con sorpresa quitándose la mano de la frente.

- Perdone, se me había olvidado citarle para mañana, digamos a las nueve en punto, en la Comisaría principal; pregunte por el inspector Quintana. Una cosa meramente rutinaria, como usted comprenderá. Espero que no tenga problemas para asistir -dijo con un tono amable pero firme que no dejaba lugar a opción. La sonrisa que Quintana lanzó mientras decía esto desmentía de forma consciente y clara la inocuidad de la entrevista.

Estaba claro que Amtich había mentido: sin duda había estado en la casa en una o varias ocasiones, como probaban las huellas digitales dispersas; no dejaba de resultar sorprendente, además, el horario de tutoría de los doctorandos de Argüelles de ocho a nueve de la noche y quizás tenía que ver con sus visitas. Su negación dejaba al descubierto lo que ocultaba. No era nada difícil que hubiera sido el desconocido asaltante de la mañana del lunes; a ello apuntaba la coincidencia de la marca de sus zapatillas, lo estudiado de su vestuario y su afición por las marcas, además de su carácter atlético. El inspector no previó insuperables dificultades para conseguir extraerle la verdad; una mentira, aunque fuera pequeña, era siempre la mejor palanca para conseguir confesiones, una vez introducido el suficiente desconcierto tras hacérsela evidente al entrevistado. Aun así, se previno, Amtich pertenecía probablemente al peor tipo de boy-scouts: aquellos que han aprendido a base de mucho comunicarse alrededor de muchos fuegos de campamento cómo usar el diálogo para hacer su santa voluntad, no importa cómo, en vez de para llegar a algún tipo de acuerdo entre posiciones distintas. Hacerle esperar hasta el día siguiente era la forma mejor para empezar a reblandecer a alguien tan correoso.

Cuando cerró la puerta definitivamente se dirigió al ascensor. Al salir al exterior en la esquina opuesta le pareció entrever a Matías Cenobio. El tiempo había mejorado mucho. Vio venir desde lejos a los miembros del Departamento de la Vicerrectora que llegaban en apretado grupo seguramente para seguir sus discusiones en la SIPIG; presidía el avance la DD/C-ASC Doctora Margarita Aguirre y era cosa de ver cómo podían a la vez avanzar juntos y mantener un círculo perfecto a su alrededor mientras ella hablaba con autoridad.

Quintana se subió a su coche y usó el móvil para citarse media hora después con María Lezcano; quedaron en la cafetería de la Biblioteca General. Aprovechó para ordenar algunos datos a partir de lo que había visto. En primer lugar, dada la escasez de libros en el despacho de la Vicerrectora y en su propia casa resultaba cada vez más difícil explicarse qué hacía un viernes por la noche o un sábado por la mañana visitando el legado Johannsen; no era probable que se viera asaltada por la urgencia de conseguirse un libro para el fin de semana o de disfrutar de ellos sin más, ni siquiera con ayuda de la coca. Parecía un sitio demasiado estúpido y expuesto como para ir allí a echar un polvo. Tampoco había ningún índice de que lo hubiera hecho obligada. Ni era posible pensar que el cadáver hubiera sido trasladado precisamente ahí; aparte de las dificultades para ajustar esta hipótesis a la evidencia prácticamente definitiva de la autopsia, dadas sus dudosas relaciones con el mundo de los libros en general y con el legado en particular el destino hubiera sido demasiado alevoso con ella; más seriamente: nadie se arriesgaría, además, a encontrarse con los vigilantes llevando un cadáver encima. En síntesis había ido al legado a recoger o dejar algo, tras haber quedado con alguien allí o acompañada por ese alguien. El que no hubiera telefoneado a Seguridad para advertir de su llegada apuntaba en esa dirección y quizás no precisamente a un intercambio demasiado publicable. Otro problema era el de la inverosimilitud de una hipótesis de asalto casual: ni le habían robado nada ni parecía lógico esperarlo en un lugar aislado como ése. Y luego estaba el problema de la llave y de la alarma, que también se podía utilizar en este sentido; se podía reconstruir la entrada de Argüelles: abre la puerta principal con su llave, desconecta la alarma, entra. Pero si la puerta se cerraba automáticamente, era improbable también que alguien hubiera entrado después a no ser que tuviera su propia llave o que ella le abriera. Si quería pasar desapercibida, tampoco era probable que hubiera impedido que se cerrase la puerta poniendo algo en el suelo -un ladrillo, por ejemplo- lo que hubiera podido ser aprovechado por su asesino o asesina... Así que, o éste estaba dentro sin que ella lo supiera -lo que tampoco parecía razonable pero no se podía desechar del todo: la casualidad es la única divinidad que de verdad está en todas partes- o habían entrado ambos juntos o sucesivamente tras haberse citado allí. Otro aspecto a tener en cuenta es que el coche de la Vicerrectora no se había encontrado en las inmediaciones. Salvo que hubiera llegado en un taxi y lo hubiera despedido, debió servirse del vehículo de alguien, o ese alguien se había llevado su coche al marcharse. Por otro lado, a menos que existiese un sistema de reconexión automático, el asesino debió haber vuelto a conectar la alarma puesto que, en caso contrario, lo hubieran notado el guardia jurado de la empresa de seguridad al entrar el lunes por la mañana. Quintana, maldiciéndose por su descuido, llamó a Urruela para que pusiese a alguien a seguir la pista del posible taxi, y del coche de la Vicerrectora.

Cuando llegó a su cita, Lezcano ya estaba sentada en una mesa pegada a un gran ventanal que daba a un descampado en el que aparecían de cuando en cuando matorrales de colores apagados. Ella le saludó, le preguntó por lo que quería tomar, fue a la barra a por su café con leche y se quedó mirándole, esperando. Por su actitud a él le pareció que ella estaba cansada y algo decaída, y que era de esas mujeres que no dejaban traslucir sus debilidades no porque se avergonzaran de ellas sino por pura buena educación.

- He estado en el despacho de la Vicerrectora, en su Facultad, y me he quedado sorprendido: no se puede decir que sobren los libros ni los índices de una actividad intelectual muy intensa... ya, ya sé que usted me lo había indicado pero esto contribuye a hacer más difícil el saber qué había ido hacer la Vicerrectora al Legado un fin de semana... ¿Tiene usted alguna idea?

- Mire, inspector, ¿se acuerda de la frase humanista "nada humano me es ajeno?". Pues, en mi caso, sería falso. Argüelles y quienes son como ella me son ajenos. Me es imposible pensar desde sus cabezas. No se crea que lo digo con satisfacción, más bien es como una carencia... Supongo que usted está acostumbrado a tratar con gentes muy distintas a usted, a ponerse en la mente del criminal y todo eso, yo no. Puestos a no saber no sé ni qué hacía en la universidad ni qué hacen gentes como ella aquí. Siento no poder ayudarle.

- ¿Iba con frecuencia la Vicerrectora al Legado?

- La verdad es que no lo sé; ahora que lo dice, recuerdo haberla visto una mañana hace un par de meses; apenas hicimos otra cosa que saludarnos y se fue. No sé si acostumbraba a ir.

- ¿Cuántas llaves hay de la puerta?

- Que yo sepa, la mía, la de la empresa de seguridad -que es también la de la limpieza- y quizás alguna más en el Rectorado. Además de la llave hay que pensar en la combinación para desactivar el sistema de seguridad; que yo sepa sólo la conocíamos las mismas personas.

- ¿Hay alguna zona, armario, espacio o lo que sea que se reservase allí y al que usted no tuviera acceso?

- Hay un armario metálico cerrado con llave en el que están, creo, los documentos de la donación. No sé si se puede abrir sin más, pero como no se me ha dicho nada nunca se me ha ocurrido buscar.

Quintana supo que decía la verdad y pensó que ella acababa de completar sin saberlo el pensamiento anterior: una persona deshonesta puede muy bien predecir los comportamientos de la gente honrada, pero no al revés. Y esa era una importante desventaja táctica. Aunque eso no era demasiado importante ahora: también una persona honesta puede optar por el asesinato.

- ¿Podría venirse conmigo y mostrármelo?

- Tengo una hora, ¿será suficiente?

- Claro. La espero junto a la puerta.

Cuando ella bajó con su abrigo en el brazo y se introdujo en el coche, él la miró con atención: irradiaba seguridad y eficacia en cada movimiento ¿serían sus extrañas rodillas? Pronto el inspector empezó a hablar:

- A lo mejor me puede usted explicar algo que me ha sorprendido hoy; imagino que le resultará ingenuo. He ido al Departamento de la Vicerrectora muerta. Me he encontrado a dos secretarias que hablaban conmigo por turnos y, antes, a un ayudante de laboratorio que no hablaba en absoluto; tampoco he visto ningún laboratorio, por cierto.

Lezcano le miró con una sonrisa entre la burla y la conmiseración y empezó a hablar a su vez:

- ¿Prefiere usted una respuesta verdadera o una convencional?

- Preferiría las dos, si no le importa.

- Adivine usted cuál es una y cuál es otra. Una: la Ley de Reforma Universitaria da gran importancia a los Departamentos, y lo que ha visto usted es el resultado lógico de dotarlos del personal que requieren para sus altas funciones. Dos, estimado inspector, esta Santa Casa funciona con lógicas específicas o, tal como diría Shakespeare "Sin duda esto es locura, pero hay un sistema en su interior". Verá: en la universidad los rectores son elegidos por profesores, alumnos y personal de administración y servicios; eso significa que quien quiera serlo y mantenerse ha de negociar, negociación que, comprenderá, al hacerse con dinero público da para todo tipo de alegrías. Como, además, en lo referente a estos últimos hay competencia entre los sindicatos para conseguir lo que denominan "nuevos avances sociales" (por llamar a las cosas por su verdadero eufemismo), a veces los resultados son peculiares; ya sabe que uno de sus papeles esenciales en la función pública es engordarla sin límites, probablemente por el bonito y rimado principio: "a más representados, más representantes liberados". Todo el mundo sabe que basta (y frecuentemente sobra) con un secretario o secretaria por Departamento, pues bien, esas negociaciones han dado lugar a la contratación de dos; hablar por turno es una manera equitativa de distribuir los riesgos de lo que podríamos llamar "el trabajo" y sus peligrosidades (y plus respectivos) a la que se llegó después de varios análisis encomendados a una Consultaría externa de cuyas conexiones no le voy a hablar: no me perdonaría apartarle de este caso tan cargado de vivencias para abrir otro sin duda más banal. No sabemos tampoco por qué razón se decidió dotar de ayudantes de laboratorio a todos los departamentos: en la inmensa mayor parte no hay, efectivamente, laboratorio donde ayudar, pero así son las cosas ¿y qué hacen entonces sin laboratorio? desde luego no hablar con inspectores de policía, porque, creo, invade competencias y no está expresamente incluido en el apartado correspondiente del convenio colectivo, como tampoco, por ejemplo, llevar paquetes o correspondencia porque eso no es material de laboratorio y quizás corresponda a otro cuerpo laboral incluido en el mismo convenio. Así son las cosas, inspector Quintana, o como vio escrito Dante a la entrada de su infierno y dedicado a los que entraban: "Abandonad toda esperanza". ¿Adivina cuál es una y cuál es otra? ¿Mi respuesta ha sido quizás demasiado alambicada?

- Por lo menos, dijo el inspector, parece que pueden expresarse con libertad, a juzgar por lo que usted cuenta y cómo lo cuenta.

- Créame que me alegro de que me haga esa pregunta -dijo ella con más sorna aún. ¿Cómo definir mi valor verbal que, por otra parte, es del todo excepcional aquí? (ya sabe usted que los caminos de las represalias son infinitos). ¿Valentía, coraje, fuerza del sentido del deber, falta de resignación ante los piélagos de la degradación universitaria, ardor guerrero de bibliotecaria inasequible al desaliento? No, me temo que no, espero no decepcionarle, por lo menos no hasta el punto de que deje de mirarme las piernas como lo ha hecho hace un momento. La palabra es "Comisión de Servicio". Dirijo la Biblioteca por una decisión del anterior equipo rectoral y no me pueden mover hasta que se cumpla el plazo del contrato: dentro de seis meses, catorce días y diez horas -perdone que no le diga con exactitud los minutos pero es que es un tema al que no concedo demasiada importancia, como ve... Y luego me vuelvo a mi puesto de trabajo en la Biblioteca Nacional. Nada de la Agustina de Aragón de la Biblioteconomía, Documentación y Archivística cósmica. Prosaico como la vida misma. Si dependiera mi situación de las querencias del poder, estaría seguramente tan callada como todo el mundo.

- En otro orden de cosas ¿se le ocurre alguna idea de quién hubiera querido asesinarla?

- Muchísimas, y yo misma he disfrutado imaginando formas de hacerlo. Por cierto, supongo que el ser yo una de las poquísimas personas poseedores de llave del legado (y conocedoras de la clave de la alarma) me convierte en sospechosa, qué emocionante... lo único que me da cierto resquemor es que siempre espero que los fondos públicos se usen fuera de la universidad con más cuidado que aquí y si sigue usted rastros equivocados (como yo misma) perdemos todos los contribuyentes su tiempo y, por tanto, nuestro dinero. Lástima que en la vida no haya placeres puros, ¿verdad? En fin. Tampoco puedo darle ningún nombre de posibles candidatos, exagerando un poco yo diría que se le podía aplicar el viejo principio (¿o me lo acabo de inventar?): "conocerla era odiarla".

- ¿Ni siquiera el de Camprubí? -preguntó el inspector mientras observaba con cuidado su reacción. Ella tardó un poco más en contestar que en sus anteriores respuestas, y, sin darse cuenta, bajó algo su tono de voz para hacerlo.

- El Dr. Camprubí es un sabio, una categoría a la que yo tampoco pertenezco; aun así, creo poder entenderle lo suficiente como para asegurar que mientras las cárceles tengan bibliotecas tan deficientes él nunca se arriesgaría a matar a nadie y pasarse allí unos años privado del acceso a los fondos que necesita utilizar.

Quintana sonrió pero más que por la respuesta porque pensó que, con todo lo extraña que parecía, probablemente era cierta. Le tranquilizó también en otro aspecto: no era la respuesta de una amante, quizás sí de alguien con una resignación algo despechada, aunque no estaba claro si era por no ser sabia como Camprubí o, quizás, por la dificultad de que nada, ni una buena amistad, compitiera con los libros en el ánimo de éste.

Guardaron silencio hasta llegar al polígono industrial donde estaba el Legado. María Lezcano abrió la puerta con su llave y desconectó la alarma marcando inmediatamente la clave en un teclado que estaba situado a la derecha y arriba; ésta era CL2879. También el o la acompañante de la vicerrectora pudo haber visto cómo la marcaba al entrar. La alarma no era del tipo de las que se reconectaban automáticamente. Cerró después de que ambos estuvieron dentro y se dirigió con paso firme al fondo de la sala; abrió la pequeña habitación y señaló el fichero del que habían hablado. Quintana lo observó con cuidado sin advertir nada especial, se puso los guantes e intentó abrirlo; estaba, efectivamente, cerrado. Probó con las llaves de Argüelles una a una mientras Lezcano prestaba atención a cada uno de sus movimientos. Finalmente el armario se abrió con la última llave. Estaba dividido en tres estantes y un cajón; en el primero empezando por arriba había una carpeta-fichero en cuyo lomo se leía "Legado Johannsen: Documentos de la donación"; en el segundo otras dos en la que se leía "Documentos contrato nave legado Johannsen" y "Adaptación de nave polígono San Vito"; en el tercero había varias carpetas parecidas tituladas todas "Legado Johannsen: nuevo edificio", y con subtítulos diferentes referidos al concurso de adjudicación, permisos de construcción, planos, contratos y otros. En el cajón de abajo -que no tenía llave- sólo había una pequeña caja metálica, cerrada pero sin la llave echada. Dentro no había nada. Si había habido algo allí, había sido retirado. Introdujo la caja en una bolsa de plástico y la dejó encima de una mesa para llevarla al laboratorio.

Echó una mirada rápida a la documentación de los estantes. María Lezcano se sentó y continuó mirándole. La nave había sido arrendada por la universidad a una empresa llamada "Gestora de Acciones Culturales y Educativas" que, al parecer, la había a su vez arrendado unos meses antes de que la universidad en un concurso público y abierto (y sorprendentemente rápido) juzgara que estaba plenamente adaptada a las exigencias de Johannsen para su Legado; el precio del alquiler del local era sorprendente. La curiosidad le incitó a mirar las carpetas del nuevo edificio: la misma empresa había sido la encargada de proyectarlo y construirlo, tras haber mostrado en un concurso también público idéntica y también admirable adaptación a las exigencias de Johannsen, tanto a las que aparecían en el pliego de condiciones del concurso como a otras explicitadas sólo en el convenio.

María Lezcano le miraba con curiosidad.

- Veo que ha tenido usted acceso a información reservada. A mí nunca me han dejado verla. Pero no mucho más ¿no?

- Nunca se sabe, pero todo apunta a que tiene usted razón: no parece que haya nada de interés para el caso. En fin... ¿la llevo a la universidad? No quisiera que se le pasase la hora por mi culpa.

Los dos abandonaron la nave y, sin decir nada, llegaron a la Biblioteca Central. Después, ya volviendo solo a la Comisaría, Quintana cayó en la cuenta de que no se había sentido en absoluto incómodo con el silencio que habían mantenido durante el trayecto, sino al contrario, y que tampoco ella había dado muestras de sentirse incómoda; pensó que resultaba extraño, pero que era más extraño aún un mundo en el que compartir el silencio, tan simple, suele resultar más incómodo que compartir la complejidad y oscuridad de las palabras.

Tras dejar la caja en el laboratorio, se fue a su despacho. Sobre la mesa había ahora dos carpetas. La primera tenía unos cincuenta folios sacados de las direcciones de internet de dos periódicos, uno local y la sección autonómica de otro de más alcance. Las claves de búsqueda habían sido el nombre y el cargo de la vicerrectora, y en todas ellas aparecía citada o en fotografía, generalmente acompañada. Se trataba de todo tipo de actos sociales: inauguraciones en salas de arte de colegios profesionales, algunas exposiciones de proyectos conjuntos con instituciones como la Cámara de Comercio, alguna colaboración en conciertos para el tercer mundo con motivo de una catástrofe natural, varias presentaciones de libros de gran interés local, en los que se veía flanqueada generalmente por los autores y por miembros de alguna academia no menos local pero de nombre pomposo.

También había algunos actos políticos -presentación de candidaturas para la alcaldía de diversos partidos, por ejemplo- y otras actividades específicas de su vicerrectorado, entre las que le llamaron la atención cuatro.

En la primera una muchacha de unos veinte años llamada Vanessa Freijeiro contaba entusiasmada su proyecto de ayuda a una actuación humanitaria en un lugar del Alto-Amazonas, que había sido cofinanciado por la universidad; se precisaba en una lectura más atenta que el Vicerrectorado de Acción Cultural y Participativa, Ayuda al Tercer Mundo y Conexión Universidad-Sociedad financiaría el viaje suyo y de varias compañeras de promoción para hacer entrega a la Misión allí situada de lo recaudado y colaborar durante quince días en sus tareas; el redactor aseveraba la satisfacción que debía sentir cualquier habitante de la ciudad y provincia porque el nombre de éstas apareciese en lugares tan lejanos y asociado a iniciativas tan solidarias.

En la segunda Marta Argüelles celebraba el éxito de la constitución de una oficina de empleo de la universidad; por ahora, precisaba, ya se habían apuntado varios miles de alumnos y ex-alumnos y sólo faltaba que se apuntasen las empresas.

En la tercera, aparecía al frente de una serie de iniciativas para evitar un lenguaje incorrecto y discriminatorio a las que se había concedido apoyo económico; uno de los resultados del análisis realizado se aplicaba a la ropa; así, por ejemplo, el uso de términos como "pantalones cortos/largos" se consideraba insultante al ser los cortos de unos equiparables a los largos de otros, e implicarse así que las personas que usaban los primeros eran "cortas" ellas mismas y, además, ellas mismas cortas-cortadas y por tanto incompletas; la publicitación en internet de esta iniciativa había dado lugar a importantes apoyos vía E-mail, como el de una asociación de enanos cojos de Wichita, que a su vez había hecho plantearse a los investigadores el problema de la falta de atención de los fabricantes de ropa a los tamaños diferentes de las piernas de los cojos y la falta de sensibilidad social ante este tipo de cuestiones de una sociedad obsesionada por la falacia de la asociación entre regularidad-simetría-belleza. La vicerrectora recordaba el viejo chiste del astronauta que a su vuelta había comunicado que dios era diosa y negra para apuntar que tambien debía haber dicho que era de locomoción irregular y de talla no standard.

En la cuarta, en una página flanqueada por varios anuncios institucionales de la universidad, se daba cuenta de una mesa redonda en la que habían intervenido el subdirector del periódico local por excelencia, a la vez profesor de la Facultad de Periodismo, la Vicerrectora, miembro por su cargo del Consejo de Administración del mismo periódico, el Decano de la Facultad de Periodismo y el responsable de la empresa que gestionaba el Gabinete de Prensa de la Universidad, un veterano periodista local; todos ellos habían hablado de las relaciones entre la Universidad y los Medios de Comunicación Social y sobre la independencia innegable de unos y otros.

Resultaba decepcionante en cierta forma: en ninguna aparecía con una actitud especial ante nadie, en ninguna se traslucía otra cosa que lo que las revistas del corazón hubieran llamado "arrolladora simpatía y saber estar". Las sonrisas parecían siempre la misma y la actitud preocupada o seria cuando correspondía también resultaba idéntica. No había hilo del que tirar.

La otra carpeta era el informe forense definitivo. La hora de la muerte de la Vicerrectora se podía fijar con más precisión: el sábado alrededor de las seis o siete de la mañana. También se podía reconstruir un poco mejor la muerte: le habían arrojado encima una de las estanterías y, después, la habían golpeado con un libro de cantos metálicos dos veces, una más suave y ladeada (¿se le había resbalado al o a la asesina?) y otra, la segunda y definitiva, con mucha más fuerza. Existía la posibilidad de que hubiera estado ya caída cuando le habían arrojado la librería, pero no se advertían en ninguna otra parte del cuerpo otros golpes que los señalados. El nivel de cocaína era alto y se acompañaba de la ingestión de diversos licores; había pocas dudas sobre el hecho de que fuera consumidora regular de cocaína a juzgar por el estado de su tabique nasal. Esa misma noche había tenido relaciones sexuales con penetración, tal como se podía constatar en el análisis del estado de sus genitales y en particular de la vagina, si bien no se había podido encontrar en ella ningún resto de semen, lo cual, de tratarse de relaciones heterosexuales, quizás suponía el uso de preservativos; tampoco se había encontrado vello púbico, ni ningún elemento orgánico ajeno. La última comida había sido ligera; se podía asegurar que contenía nata, caviar y una masa frita tipo crêpe, además de lo que parecía ser un pequeño dulce de pasta con un tipo de mermelada negra. Al final del informe, en una nota aparte escrita en el ordenador y sin firmar, el forense escribía: "Aquí va esto. Verá que no hay grandes sorpresas más allá de lo que le dije. En este tiempo me he encontrado casualmente con varias personas (un abogado, un juez, un director de departamento de Medicina...) que me han sondeado discretamente sobre el caso; uno (¿adivina cuál?) ha alabado mi discreción, asegurando lo delicado que era el tema y lo preocupado que estaba todo el mundo en la universidad (sic) por sus posibles repercusiones, así como la lástima de que la universidad se hubiera perdido hasta ahora (sic, sic) a alguien de tanta valía como yo (sic, sic, sic). Asic están en las cosas. El cadáver de la atractiva difunta se lo llevan a su pueblo a enterrarla. Suerte."

Las cosas iban tomando algo más de cuerpo. Entre el final de la entrevista con J. Mata, alrededor de las siete de la tarde y su muerte, digamos a las seis de la mañana, la Vicerrectora había tenido presumiblemente relaciones sexuales con alguien, quizás en su casa pero, de ser así, más difícilmente en su cama: estaba perfectamente hecha y no era lógico pensar que en una noche más o menos loca se parara a hacerla con tal precisión. Con todo, no podía dejarse de lado la posibilidad de que la actividad sexual detectada hubiera sido fruto de una masturbación. Y no era probable que hubiera cenado en su casa tampoco: la cocina estaba limpia y la nevera ni nadaba en la abundancia ni su contenido apuntaba a que su propietaria fuera cocinera. No había cenado en su casa, por tanto; no podía saberse si había tenido relaciones sexuales allí o no. Si éste hubiese sido el caso, era importante precisarlo: su acompañante podía haber sido su asesino y se impondría un análisis más fino de toda ella, por ejemplo de la cama (por si acaso) y de los casi inevitables vellos púbicos de su compañero o compañera, pelos o fragmentos de piel en la ducha, posibles preservativos en el servicio o la basura...

El único punto de referencia para empezar a averiguarlo podía ser el saber si se había cambiado de ropa entre la tarde y la noche. Y la única persona que había admitido haberla visto el viernes por la tarde era J. Mata; Quintana intentó localizarle; no había nadie en el Vicerrectorado ni en el Departamento, y su teléfono móvil estaba desconectado. Le quedaba llamar al Centro de Investigaciones Gerontológicas y de Investigación + Desarrollo (I+D) J. Mata; efectivamente estaba allí pero no podía ponerse. Se le informó de que unas horas antes había sufrido un desgraciado accidente en uno de los patios del Centro, una caída inesperada a resultas de la cual se había roto la pierna derecha y el codo izquierdo; se había quedado internado allí y los médicos recomendaban que no se le moviera durante un tiempo y reposo absoluto dado su delicado estado. Al inspector le pareció intuir que el delicado estado de que hablaba la enfermera que le atendió no se refería sólo a lo meramente físico.

Volvió al informe. Lo que había comido la Vicerrectora asesinada era interesante y le recordaba algo; dejó para más tarde tratar de recordarlo.

Lo que más le interesó, en todo caso, era el entierro. Una llamada a la oficina del forense le dio los datos que necesitaba: sería al día siguiente en un pueblo situado a cincuenta kilómetros de la ciudad. Se prometió ir. Además, la clínica de J. Mata le cogía de paso y podía intentar hablar un momento con él del problema del vestido.

Se citó con Urruela para un par de horas después en un bar no lejos del Mandragor. Como de costumbre llegó diez minutos antes. Bastaba ver llegar a Urruela para saber que traía alguna información importante, aunque no era claro aún si su evidente satisfacción derivaba de sus investigaciones referentes a la conexión de rodillas y personalidad más o menos criminal, a algunas rodillas en concreto y a su envoltorio adicional, a algo que atañía a la investigación o a alguna combinación aleatoria de estos factores. Empezó por preguntarle por las cuestiones pendientes más prosaicas para evitar perderlas de vista en el previsible entusiasmo tras la revelación de la clave que le había provocado tanto bienestar.

De Amtich no había ningún dato significativo; era el tercer hijo de una familia de la pequeña burguesía y no había dado nunca muestras de haber hecho nada ilegal. Cenobio había participado en toda una serie de negocios menores y de éxito dudoso, se había arruinado hacía pocos años pero parecía haberse recuperado tras pagar de alguna manera sus deudas. Cuando el actual Rector accedió al cargo lo había contratado con un buen sueldo como "Relaciones Públicas", un puesto de trabajo que nunca había existido en la universidad; sorprendía también que se le hubiera contratado exactamente a él, alguien que no sólo había parado su formación antes de acabar el bachillerato sino que nunca había tenido ninguna experiencia previa en temas universitarios. Su esposa, ama de casa, tenía, al parecer, inversiones e intereses en diversas empresas, estando en estudio cuáles eran. Y, por último, los de Estupefacientes no habían soltado prenda sobre él, lo que podía significar (o no) que no había prenda que soltar.

Ningún taxista recordaba haber llevado a la Vicerrectora, ni a nadie, al Polígono de San Vito esa noche o el sábado. La Vicerrectora tenía, efectivamente, un coche, un Golf GTI descapotable rojo, que no estaba ni en el aparcamiento de su casa, ni en la universidad ni en ningún depósito municipal. Por su cuenta a Urruela se le había ocurrido ver los movimientos de las tarjetas de crédito de la Vicerrectora; ninguna había sido usada ni el viernes ni el sábado, ni la Visa Oro adjunta a su cargo de Vicerrectora ni la particular, con lo que se esfumaba la posibilidad de rastrear por ahí algún gasto que diera cuenta de sus pasos en sus últimas horas.

Ahora Urruela tenía el campo libre para hablar de sus propias investigaciones en el Mandragor y lo hizo de prisa y con el entusiasmo que cabía esperar.

- Ya sabe, jefe, que tenemos puesta vigilancia permanente y un micrófono; la furgoneta habitual ya sabe y alguna visita discreta de cuando en cuando. Hay mucha gente, así que si hay algo raro es difícil de saber. Aun así, me he encontrado con unas rodillas claves en mi investigación y en nuestro asunto. Me tropecé, literalmente, con ella entre tapa y tapa en el Mandragor. Resulta que se promocionan con una campaña que llaman "Tapas Étnicas" y hoy tocaba el continente negro; quien aparezca caracterizado recibe el premio de varias tapas gratis, y si hace una representación convincente, la bebida. Pues bien, allí apareció ella, disfrazada, dando enormes saltos en medio de la sorpresa de todos, yo incluido. Es una mujer fascinante -dijo Urruela, quedándose en suspenso con mirada soñadora.

- ¿Y?

- ¡Ah, sí!, perdone... en el primer salto su rodilla me rozó la nariz. Créame, me quedé fascinado, precisamente con la rodilla, mi objeto primordial de investigación, ¿era una llamada de los hados, de la fortuna? En el segundo de los saltos ya no me rozó la nariz: me dio de lleno en ella. Caímos los dos en medio de la alarma general: todo el mundo se apresuró, como, comprenderá a retirarse; no se preocupe que no se me vio la pistola, lo que sí ocurre es que ya no pasaré tan desapercibido en el local, pero, vamos, el resultado compensa... Total, que me vi en el suelo con ella encima, creo que sin darme cuenta le di las gracias, pero eso no lo recuerdo bien, nos levantamos, ella miró alrededor confundida, se sacó las gafas de un gorro hecho a base de cartón recubierto de una tela que olía a betún, con lo que, por fin, pudo ver algo (efectivamente: no ve ni un pimiento sin gafas pero le puede la coquetería y no tiene pelas para lentillas), vio por fin mi estado y se puso a llorar, no sé si por el daño que me había hecho, el final algo triste de su show, o la comprobación, al mirar por primera vez de verdad el local, de que tampoco ese día iba a comer gratis y, además, había hecho un ridículo espantoso: había venido disfrazada de cosaca, como correspondía al día anterior, el de las tapas rusas, y de ahí esos impresionantes y peligrosos saltos de los que fui, afortunadamente, víctima. En fin, que conseguí de alguna forma taparme la sangre de la nariz con una mano y cogerla por el hombro con otra y salimos entre las amenazas del propietario a ella, expulsada inmediatamente del local y para siempre, y sus disculpas a mí. No quiero ni contarle el número... Nos refugiamos en otro bar cercano donde se apiadaron de mi estado, ella colaboró en curarme poniéndome agua en la nuca y se consoló, ayudada por dos raciones de cocido que se jaló sin respirar ni dejar de hablar, todo hay que decirlo. Dejaré para otro momento la descripción minuciosa de su rodilla que produjo, y produce, un impacto tan notorio en mi persona e investigaciones, baste que le apunte que es una rodilla nuclear, clave, un modelo tipificador, de exposición... Vale, sí, perdone, sigo con el tema. Total, que ella estaba indignada con lo ocurrido y la respuesta del tal Abellán, al que maldecía y trataba de desagradecido, cabrón, falto de sensibilidad artística, incapaz de entender un posible y disculpable error en algo que ella llamaba "perfomans" o algo así. Y, en eso, empezó a maldecir el mal rollo del tío, que si tenía que haberse dado cuenta de cómo era, que con el mal rollo de las gafas ya tenía que haber tenido bastante... Yo le pregunté que qué había sido eso y me dijo que hacía unos meses, cuando todavía contaba con el dinero que le mandaban sus padres e iba allí con cierta frecuencia, había cogido por error la funda de las gafas de un tipo que había en la barra pensando que eran las suyas y ya en la puerta el Abellán ése y un camarero, muy nerviosos, la cogieron sin contemplaciones de los brazos y se la quitaron, seguidos por el tipo aquél que la miraba con todo el cabreo del mundo. Cuando se dieron cuenta que había sido casual, medio se disculparon y le dijeron que anduviera con más cuidado la próxima vez. "Tenía que haber aprendido" me dijo "mira que soy tonta del culo, si montan un pollo así por unas putas gafas que, además, el capullo ése había venido a pedir porque se las había dejado olvidadas, que lo oí yo muy bien, de qué van a entender una "perfomans" como la mía ¿eh?". ¿Ve dónde voy a parar, jefe? Digamos que esa gente usa el truco de las cosas olvidadas para distribuir droga, droga lo bastante rentable como para que sirva una funda de gafas, coca o heroína. Y he revisado la grabación del micrófono que puse ayer y aparecía una voz de alguien que decía haberse dejado una caja de zapatos...

- Puede que tenga razón. Además, creo que hay algo que por fin conecta a nuestra Vicerrectora con el Mandragor, con lo que parece tener sentido la información de nuestro anónimo internauta -Quintana evitó cuidadosamente la palabra chivato, Urruela ya estaba bastante excitado-. Verá, la comida encontrada en el estómago de la Vicerrectora incluía caviar de verdad y nata y una especie de crêpe: es un plato típico ruso, un blini; también es típico un pequeño pastel como de hojaldre con una especie de mermelada, perdone que ahora no me acuerde del nombre. ¿Recuerda si el Mandragor incluía esto en sus platos de ayer? -Urruela asintió admirado y el inspector siguió hablando- En ese caso, tenemos a una dama cocainómana que se va a cenar a un lugar que previsiblemente conoce y donde se distribuye droga en unas dimensiones que desconocemos pero que, como mínimo, de ser ciertas nuestras sospechas, llega al nivel de una caja de zapatos, que no es poco. Y todo esto deja abierta la posibilidad de que sepamos con quién cenó el viernes la vicerrectora y si su muerte tuvo que ver con sus aficiones blancas o no. Bien, las cosas no van mal... Claro que seguimos sin saber quién es la persona (o personas) que nos envió el mensaje de internet -volvió a evitar la palabra maldita para Urruela- y por qué, si apunta al asesino, quién es el asesino... En fin. Lo que sí va mal es que ahora tenemos que hablar con Estupefacientes: seguramente a ellos les interesará tirar del hilo vigilándoles con cuidado y tiempo; y eso a nosotros nos atrasará. De todas maneras, eso puede esperar a mañana: por ahora sería bueno que pusiera una cámara también en el Mandragor o, mejor, en la furgoneta, si es que puede filmar el local en la zona de la caja. Supongo que usted seguirá tratando de conseguir información de nuestra valiosa informante ¿no?

- Claro, jefe, es una mina, se lo digo yo... Por el deber lo que sea.

La noche se había echado encima y el inspector Quintana decidió que ya había trabajado bastante. Los dos se despidieron hasta el día siguiente.