Fernando Wulff Alonso
Universidad de Málaga (España)
El caso del asesinato de la Vicerrectora
Copyright: 2000 Fernando Wulff Alonso

MARTES

Cuando al día siguiente Quintana llegó a su despacho, lo primero que hizo fue pedir que le trajeran todo el material del caso. Entretanto, se dispuso a leer la información que sobre él aportaba la Prensa. Sólo aparecía algo en los periódicos locales y en la edición regional de uno de mayor difusión; todos se limitaban a unas pocas líneas en páginas interiores y en una posición nada destacada; bastaba leerlas de forma somera para comprender que se limitaban casi exclusivamente a transcribir una nota del gabinete de prensa de la universidad, nota en la que se contaba que la Vicerrectora Marta Argüelles había aparecido muerta en lo que parecía ser un desgraciado accidente producido por su exceso de celo mientras procedía a una evaluación de las condiciones ambientales que albergaban el legado Johannsen. También aparecía una esquela del Rectorado. Curiosamente no había habido ninguna otra información oficial, ni siquiera del propio Gabinete de la Policía o de fuentes judiciales.

Quintana, al que no era fácil sorprender después de casi veinte años de profesión, se quedó extrañado de tanta parquedad. Era muy extraño que hubiesen publicado tan pocos datos y tan deformados. No pudo menos que asociarlo con la llamada del Comisario Jefe, tan perentoria, tan restrictiva y en un momento tan temprano del proceso de investigación. Era claro que desde alguna instancia, muy probablemente el Rectorado, se había intervenido en todo ello y con rapidez. En el caso de la comunicación del Comisario Jefe, parecía evidente que tuvo que haberle llamado con las órdenes correspondientes una autoridad superior que, a su vez, habría recibido una petición u orden concreta; la posibilidad de que esa llamada al Comisario Jefe se hubiese producido sin intermediarios desde la universidad le pareció menos probable, conociéndole a él, y conociendo sus tonos, que en este caso habían apuntado a una decisión irrevocable tomada desde lo Alto o desde lo Altísimo. Así pues, desde que en el Rectorado se habían recibido noticias de la muerte, o, mejor aún, desde que Matías Cenobio hubiera informado por su móvil de que podía no ser accidental, había habido poco tiempo, mucho movimiento y muchas influencias en juego. Estas reacciones apuntaban, efectivamente, a que un tema que ya en principio se presentaba difícil iba a ser aún más difícil. Todo el asunto llamaba a la prudencia, pero mucho más incitaba a la curiosidad.

Quintana sabía que el riesgo principal en el punto en el que se encontraban las investigaciones era el de cerrar posibilidades, el de centrar su mirada en una dirección determinada. Quedaba una buena cantidad de datos que recoger. Para empezar, pidió los efectos personales de la muerta, se puso unos guantes y los extrajo de la bolsa en los que venían. La cartera manifestaba claramente el interés de su dueña por el dinero y el diseño; las dos fotos llamaban la atención por ser lo único que quedaba fuera de lugar allí: ni un papel, ni una anotación, nada aparte del dinero y las tarjetas de crédito. El estado de conservación de las dos contrastaba: la de la niña y el hombre mostraba a todas luces el tipo de desgaste producido por haber sido llevada mucho tiempo de un sitio para otro, la de los hombres con el saludo fascista era otra cosa, era más bien como si alguien la hubiera aplastado hasta hacer con ella una pelota. Su estado de conservación era, entonces, frágil, y no era fácil imaginar que alguien como la Vicerrectora la hubiera guardado normalmente allí; parecía posible pensar que había sido extraída de algún lugar y provisionalmente. Las seis caras aparecían desdibujadas y la única que resaltaba un poco era la situada más a la izquierda: era como si en medio de la exaltación con la que todos miraban al fotógrafo, saludaban con el brazo en alto y gritaban, alguien -quizás sus propios temores- le hubiera llamado, haciéndole girar la cabeza y mostrar así a la cámara una oreja de tamaño más que regular. Pensó que quizás a quien la había doblado hasta casi destruirla le había parecido lo bastante delicado el tema como para intentar quitarla de en medio, y que se imponía la pregunta sobre por qué la Vicerrectora la tenía guardada y en su cartera personal.

La fecha detrás de la de la niña -noviembre de 1961- cuadraba bien con la edad de la Vicerrectora muerta, y no era difícil imaginarse que la determinación de su mirada también cuadraba con lo poco que iba conociendo de ella. El hombre llevaba un traje de entretiempo, perfecto, seguramente hecho a medida, y lo llevaba como si fuera su segunda piel. No desentonaba nada con el empedrado, el jardín y la casa. El estilo modernista de esta última cuadraba bien con el barrio donde ella había elegido vivir.

La agenda era de una exquisita pulcritud. Estaba escrita con una letra clara, pequeña y redonda. En ella aparecían los nombres, direcciones y teléfonos de unas noventa personas; excepto cinco todos parecían ser más o menos profesionales, lo que era visible al incluir los teléfonos y direcciones oficiales y privados: profesores de universidad, oficinas de gestión de proyectos universitarios europeos, políticos y cargos de varios partidos, sobre todo del gobernante en la comunidad autónoma, algunos de ellos de mucha importancia, decanos de colegios profesionales y periodistas. Y los otros cinco tampoco iban mucho más allá: una masajista, una peluquera, el teléfono del supermercado de unos grandes almacenes, su ginecólogo y una tal María A., seguido de un teléfono y de un escueta anotación que la definía probablemente como la mujer de la limpieza: "Lunes, Miércoles de 8 a 10 h.". O bien Marta Argüelles no tenía vida personal (lo que parecía, entre otras cosas, difícil de creer dado su aspecto, el comentario del vigilante al subinspector, la observación del forense sobre sus hábitos y los rumores a los que había aludido J. Mata), o ésta no aparecía en su agenda, o sus novios, amigas y amigos se contaban entre sus conexiones profesionales y políticas. También resultaba sorprendente la programación de su actividad diaria: sólo aparecían las citas desde el viernes anterior, el día de su muerte; si no era cosa de su asesino, y no parecía serlo, la Vicerrectora arrancaba diariamente las hojas del día que había pasado. Esto, y hasta la falta de direcciones personales en la agenda, si ése era el caso, cuadraba bien con lo dicho por la limpiadora (María A.?) sobre su reticencia a que estuviese en su casa alguien, incluso la misma limpiadora, sin estar ella presente. Claro que habría que preguntarse qué es lo que la hacía tan desconfiada, si es que había algún elemento objetivo en ello y no era fruto de una variante más o menos suave de paranoia o más o menos aguda de desconfianza.

El viernes por la tarde sólo estaba apuntada la reunión con J. Mata. El fin de semana no había nada anotado, ni ningún otro fin de semana, lo que incidía en lo mismo. Los restantes días estaban llenos de citas con miembros del equipo rectoral, políticos y profesores. Tres mañanas a la semana aparecían ocupadas de 10’30 a 14 horas bajo la rúbrica de "Clases y tutorías"; en esos mismos días, lunes, martes y jueves, aparecía también de 20 a 21 horas apuntada otra: "Doctorandos: seguimiento".

Quintana cerró la agenda y, pensando en algunos de estos extremos, dejó deslizar mecánicamente sus dedos sobre la piel que la cubría. Sonó una alerta en su interior: un repliegue interno en una de sus caras no cuadraba bien con el resto de esa cara ni con el espesor y tersura de la otra. Tras unos segundos de inspeccionarla bien descubrió que debajo del reborde superior había un doble pliegue y que, tirando, se despegaba una especie de finísimo velcro, que, al abrirse, permitía acceder a su interior; metiendo el dedo con cuidado extrajo una bolsita repleta con varios gramos de un producto blanco que tenía todo el aspecto de la cocaína; sobre el plástico se leían unas letras: La Macanita. El inspector se retrepó en el asiento y llamó a Urruela; esperó a que se sentase y le enseñó ambas cosas, una en cada mano, sin decir nada. Urruela respondió con su habitual expresividad:

- ¡Manda huevos, jefe! ¡Y tenía que ser de La Macanita!

La mera presencia de esa bolsita en la agenda de la Vicerrectora la presentaba como una auténtica gourmet de la cocaína. Hacía cerca de seis meses esta marca había atraído la atención de las policías europea, americana y hasta japonesa. Un capo de la droga sudamericano, J. Barceló, alias El Manchao, impulsado, al parecer, por una nada infrecuente conjunción de intereses crematísticos y patrióticos había lanzado lo que podría llamarse una campaña de promoción de su producto estrella, una cocaína de excelente calidad y pureza, que se presentaba como la alternativa a la colombiana. La Macanita fue puesta de largo en los círculos altos donde se consumía la coca y en sesiones cuidadosamente programadas: en centenares de ciudades y casi simultáneamente se ofreció gratis una cantidad más que regular del producto a ese tipo de consumidores, con preferencia en fiestas y otros encuentros sociales similares. El hecho de que apenas hubiera habido resultados policiales, la generosidad y novedad de la campaña de promoción y la buena elección de lo que los publicistas hubieran llamado "líderes de opinión" había convertido a La Macanita en un auténtico mito de la drogadicción de altura. Después de aquello se había extendido con discreción, sin perder la calidad. A Cristina, la muchacha golpeada de la Estufita Loca, le habían encontrado apretada en el puño un pedazo de una bolsita de plástico como la de la Vicerrectora que conservaba aún alguna de las letras.

Quintana aprovechó el factor sorpresa para dar órdenes:

- Según mi mano derecha -dijo, volviendo a levantar la bolsa y la agenda- Marta Argüelles no tenía amistades personales ni nada que hacer los fines de semana, según mi mano izquierda -y su nariz- estaba conectada con lo mejorcito de la cocaína, o sea, casi podríamos decir que con lo mejorcito de la ciudad y de parte del extranjero. Hable con Estupefacientes y siga por ahí.

Cuando se fue Urruela el inspector echó una mirada a los informes preliminares que habían ido llegando. El del lugar del asesinato no tenía nada en especial a lo que agarrarse, ni siquiera el libro tenía huellas reconocibles; era posible que se hubieran borrado. En el domicilio de ella habían aparecido diversas huellas dactilares, pertenecientes por lo menos a cuatro personas, que estaban en investigación. Tampoco había nada significativo en los datos de Comisaría sobre su vida.

La Directora de la Biblioteca había mandado un informe preliminar conciso en el que aseguraba que no se apreciaban pérdidas en los fondos del Legado pero que tampoco podía asegurarlo hasta no acabar el inventario, lo que supondría más o menos dos días. De todas maneras, era evidente que el asesinato no había tenido como objetivo el robo, así que el inspector descartó encontrar pistas por ese lado.

Era el momento de hablar con su único sospechoso, el Dr. Juan Camprubí, el autor de la tensa carta que se había encontrado en la carpeta número diecisiete de la fallecida Vicerrectora de Acción Cultural y Participativa, Ayuda al Tercer Mundo y Conexión Universidad-Sociedad. Aunque al Inspector le hubiera decepcionado encontrar la solución del caso tan pronto, y privarse así de seguir aprendiendo cosas de un mundo tan sugestivo, se resignó a cumplir con su deber.

La Facultad de Filología respondía al mismo patrón gris del conjunto de los edificios de la universidad que hasta ahora había conocido el inspector. A una entrada espectacular -un gran espacio que recibía al visitante con una impresión casi teatral- sucedía una miríada de pasillos en cuya distribución se advertía con claridad que las intenciones originales del arquitecto de conseguir un diseño confuso y laberíntico habían sido llevadas incluso más allá por toda una serie de construcciones dispuestas de manera aleatoria y, al parecer, destinadas a albergar despachos de profesores. La duda sobre si esto había sido fruto de la imprevisión de éste (y de las autoridades universitarias) o de un impactante boom demográfico de filólogos se iba resolviendo conforme Quintana experimentaba la extraña sucesión de esquinas y recovecos, de zonas muy iluminadas por ventanas seguidas de otras casi absolutamente oscuras, que se correspondían con unas variaciones de temperatura de la misma intensidad, y en las que se pasaba con rapidez de un frío polar a un calor sahariano. Pensó Quintana haber encontrado ahí por fin una clave oculta e inteligible de los arcanos del susodicho creador, dispuesto, al parecer, a destruir por una combinación sutil de resfriados e insolaciones a cualquiera que osara perturbar su obra con su presencia, en especial si se trataba, como al parecer había resultado finalmente, de una presencia masiva y nada bienvenida. Los techos aparecían formados por una sucesión de cubetas de hormigón que durante un tiempo habían sido muy utilizadas en los garajes de los grandes centros comerciales y que Quintana nunca había podido ver sin sospechar que estaban destinados a dejarse caer como un inmenso chupón y a absorber con rapidez a quienes tuvieran la desdicha de pasear por debajo en horas escasas de testigos.

Tras apenas cinco o seis preguntas y un cuarto de hora de deambular por el edificio, se encontró por fin con el Departamento que buscaba; estaba éste en lo que parecía ser un semisótano, que tenía la ventaja de no someter a sus usuarios a bruscos cambios de temperatura; bastaba pasar unos segundos allí para sentir que allí sólo (y siempre) hacía frío, un frío que la humedad contribuía a hacer aún más desalentador.

El inspector llamó a la puerta del despacho de Camprubí. Desde dentro se le invitó a entrar. Un hombre delgado y alto, pegado a un ordenador, le miraba interrogante por encima de sus gafas con unos sorprendentes ojos azules. El inspector Quintana se presentó sin que notase ningún efecto en su interlocutor. Tras invitarle a sentarse, empezó a hablar; su voz sonaba reposada, casi inexpresiva, y levemente aguda.

- Dígame, por favor, en qué puedo ayudarle.

- Usted sin duda sabe que la Vicerrectora Argüelles ha sido asesinada. Necesitamos saber qué ha hecho usted desde el viernes y cuáles eran sus relaciones con ella.

Camprubí contestó sin dar muestras de verse afectado.

- Respecto a su primera pregunta: he pasado el fin de semana acabando un artículo en mi casa. Apenas he salido de allí, vivo solo y no he visto a nadie. Ni siquiera puedo decirle que haya hablado con alguien por teléfono: cuando me encierro a acabar algo no lo cojo. Me enteré de su muerte el lunes a las 11,30 de la mañana, cuando llegué a dar una clase. Había un cierto revuelo pero muy poca información fiable. Sin ir más lejos, hasta ahora mismo no tenía la certeza de que hubiera sido un asesinato. Por lo demás es notorio que mis relaciones con la Vicerrectora eran muy malas.

- ¿Podría hablarme un poco más de esto último?

- Tuvimos varios choques respecto al legado Johannsen. Supongo que conocerá algo del Legado al haberse convertido el depósito donde está en el escenario de su muerte...

Quintana se limitó a mirarle, asentir y a esperar una explicación más pormenorizada.

- Supongo que también saben que el Legado era la biblioteca particular de un extranjero afincado en la costa, un hombre muy peculiar al que yo tuve el gusto de conocer. No siempre es fácil mirar atrás y justificar el que uno trabaje como profesor en una universidad. Yo tengo la inmensa suerte, gracias a él, de haberme justificado, al menos ante mí mismo, hasta mi jubilación... Verá: yo conocí a Johannsen hace unos nueve años. Por entonces yo cobré mi primer sueldo como profesor en esta universidad, después de varios años de becario en el extranjero. Pude, por fin, irme a vivir a una zona de la costa que siempre me ha gustado, porque es, a la vez, una zona cuidada, con el mar al lado y, sobre todo, anónima. Pensaba alquilarme una casita en los meses de invierno, cuando los alquileres son mucho más baratos, y dejarla en el verano para irme al extranjero a hacer cursos y acabar trabajos de investigación. Esa era mi idea inicial. Me encontré con una pequeña urbanización donde, al preguntar, Johannsen me ofreció una casa, pequeña pero perfecta para mí, a un buen precio y para todo el año. Él vivía en dos casas, mucho mayores, en un extremo, en una posición más alta sobre las colinas. Yo por entonces no sabía que la urbanización era suya, que se encargaba personalmente de alquilarlas (pero no de su gestión), y que, sobre todo, una de las dos era ni más ni menos que una biblioteca que contenía libros prácticamente únicos, libros para cuya consulta yo había tenido que recorrer miles de kilómetros, en algún caso incluso hasta la Biblioteca Nacional de Washington...

Camprubí dejó de hablar para mirar al inspector. Éste supo que había parado para tratar de saber si había entendido lo que para él significaban los libros, para saber si sentía la misma emoción contenida que él, como un niño que deja de contar algo suyo, asaltado por el pudor o por la inseguridad, hasta saberse entendido. Continuó después.

- Comprenderá mi sorpresa al saber que a unos pocos kilómetros de la ciudad donde he nacido había joyas así. Claro que yo esto lo supe después, como también que, en cierta forma, Johannsen me había seleccionado a mí cuando me presenté allí, ofreciéndome una casa en tan buenas condiciones, de la misma forma que también había seleccionado a los restantes habitantes de la urbanización. A mí no me molestó el minucioso interrogatorio a que me había sometido antes de alquilármela, quizás porque estaba fascinado por su conocimiento de algunos campos de trabajo cercanos al mío y, además, estaba encantado por el sitio, la calma, los árboles, el mar. Me gustaba mucho, además, después de tantos años en el extranjero estar en un lugar cercano a mi ciudad donde la totalidad de sus habitantes eran extranjeros; no hacía sino reproducir un sentimiento mío más hondo de extrañeza y lejanía. Pero, volviendo al tema del Legado, de su biblioteca, ya le he dicho que era una auténtica maravilla, el fruto de muchos años de rebuscar en librerías y catálogos de viejo de todo el mundo. Johannsen fue ingeniero de una empresa minera en Centroáfrica, los dos meses de vacaciones que pasaba en Europa los dedicaba a eso y, como comprenderá, buena parte de su dinero...

- Tengo entendido -interrumpió el inspector- que el Dies Irae es el libro más valioso.

- Sí, es cierto, pero sólo en su valor económico, lo que hace de verdad única a la biblioteca es que es una colección o, más exactamente, una serie de colecciones muy completas alrededor de unos cuatro o cinco temas: ciencias ocultas, religión, literaturas medievales, grandes colecciones de viajeros, temas africanos. Una selección exquisita en todos los casos. Comprenderá mi sorpresa cuando al cabo de varios meses de vivir allí y tras encuentros casi casuales me invitó a echarle una mirada (como él dijo); desde la propia casa en la que estaba albergada, admirablemente bien pensada y que él había hecho construir cuando se había trasladado aquí al jubilarse, hasta su conocimiento uno por uno de los miles de libros, todo me dejó sorprendido.

- Ha dicho usted casi casuales...

- Sí, lo he dicho, sonrió Camprubí. Nunca se sabe muy bien qué era casual y qué no lo era tratándose de Johannsen. Verá: sólo con el tiempo supe, por ejemplo, que todas las casas de la urbanización eran suyas y que las alquilaba exactamente a quién quería: se podía permitir el lujo de escoger a sus vecinos. Alguna vez, cuando nuestros encuentros se hicieron más frecuentes, en la otra casa, donde vivía, me llevó a una especie de torre que formaba el tercer piso, donde tenía, entre otras cosas, instalados varios telescopios. Estoy seguro de que si quería encontrarse conmigo podía controlar mis pasos con cierta precisión. No me interprete mal: no era un cotilla: nadie, ni yo mismo, le interesaba demasiado o al menos de esa manera, era, si me permite la expresión, una persona leve y discretamente manipulativa. No tengo claro, por ejemplo, que la idea de la donación no la tuviera él antes de que yo se la planteara y que no estuviese dentro de sus planes al conocerme. Yo le sugerí, por ejemplo, que donase las otras dos colecciones que tenía y se negó a hacerlo con amabilidad pero también rotundamente.

- Disculpe mi curiosidad pero ¿de qué eran esas colecciones?

- Los dos pisos de abajo de su casa estaban ocupados por objetos africanos de todo tipo, desde máscaras ceremoniales a vestidos, tronos, estatuas, cepos de esclavos, látigos... la otra estaba en el tercero, del que le he hablado, soy una de las pocas personas que lo visitó, y eso sólo en unas dos o tres ocasiones. Para que se haga una idea él nunca dejó que limpiaran esa parte las tres limpiadoras de una empresa que una vez por semana trabajaban de la mañana a la noche en las dos casas. Era una sola y gran habitación llena de armarios donde había centenares de películas originales; tenía instalado un sistema de cierre automático de las ventanas, dos o tres proyectores de cine y dos vídeos con enormes pantallas, además de los telescopios. Me pareció una cinemateca impresionante, pero de eso conozco menos... lo más importante creo que eran las centenares de filmaciones que él había hecho en África o hecho traer de allí.

- Dice usted que tuvo problemas con la Vicerrectora por el Legado...

- Sí. Me resultaba imposible entender la falta de interés de Marta Argüelles por aceptar un regalo así; yo me encargué de conectar a Johannsen con la universidad y de presentar sus peticiones aquí. Todavía no entiendo cómo pudo haber habido dificultades para aceptar gratis una biblioteca por la que cualquier universidad norteamericana hubiera pagado varios millones de dólares; sus condiciones se referían sólo a los libros donados, es decir, todo lo que se invertía beneficiaba a la institución misma.

- Pero cuando se muere Johannsen su legado acaba finalmente en la universidad...

- Sí, claro -dijo apuntando una sonrisa- unos meses antes de que muriera, hace unos dos años, no había señales positivas por parte del equipo rectoral, así que tuvimos que recurrir a la prensa para que hicieran algo: efectivamente, se asustaron y el mismo Rector intervino después de no haberse definido durante meses, casi años. Para cuando murió Jonannsen ya se había firmado el acuerdo y hubo que empezar a ponerlo en práctica; como usted sabrá, se habilitó provisionalmente la nave del polígono de San Vito para ello. Teóricamente debe construirse un espacio definitivo y de acuerdo con lo estipulado para ella antes de dos años, si no la universidad lo perderá definitivamente; en caso de que no sea así, el escándalo será mayúsculo.

- ¿Y no había otros problemas en su relación con la Vicerrectora?

Camprubí se quedó en suspenso mientras se llevaba las manos al regazo e, involuntariamente, se encogía; su voz mostró ahora un tono más tenso:

- Todos mis problemas con ella tienen que ver con el Legado, pero no son sólo éstos. Desde que forzamos a su aceptación he visto cómo desde el Vicerrectorado de Investigación...

- Perdone que le interrumpa, se refiere usted al que dirige J. Mata...

- Exactamente; como le decía, desde el Vicerrectorado de Investigación se me han negado ayudas para una estancia en el extranjero, me han echado atrás dos candidaturas de becarios por razones, dicen, de forma y se me ha negado también el apoyo para una petición de ayuda para un proyecto de Investigación; desde el Vicerrectorado de Programación e Inversiones se me han dado largas para arreglos fundamentales en el despacho mío y en otros dos cercanos -Camprubí apuntó a tres o cuatro manchas de humedad en la pared, en una de las cuales se condensaba periódicamente una gota de agua que caía hacia el suelo deslizándose por el cemento- y hemos visto cómo desde el de Profesorado se congelaba una petición de Cátedra y otra de una Ayudantía... A sugerencia de mis compañeros he dimitido de mi cargo de Director de Departamento y parece que ahora las cosas van algo mejor, para el Departamento no para mí... comprenderá que no es para tener grandes simpatías... Pero nada de eso me hubiera importado si no es por la última y más cruel de las maniobras: hace dos meses la Vicerrectora, en la que el Rector había delegado todo el asunto, me envió un oficio prohibiéndome el acceso al Legado hasta que tuviera su sede definitiva. Llevo cinco años escribiendo un libro para el que me son del todo necesarios unos treinta libros del Legado; no más de tres de ellos están en la Biblioteca Nacional de Madrid, no más de tres de los restantes en la Nacional de París, para poder acceder a los demás hay que recurrir a coleccionistas privados, ir a la Biblioteca del Congreso de Washington, hacer miles de kilómetros, y sin becas... Lo excepcional del Legado es eso: reúne, juntos, libros que no son necesariamente caros pero sí raros y muy raros, además, de encontrar así, juntos. No sé si comprenderá usted lo que supone esto -Camprubí fue acelerando su voz y dejando traslucir toda la tensión acumulada, mientras se cogía las manos con angustia- años de trabajo, de viajes, de estar al día de las publicaciones más recientes, de adivinar en lo publicado si alguien sigue la pista que uno sigue, de mirar las fuentes una por una, de alimentar hipótesis y dejarlas olvidadas, para finalmente saber que, cuando todo está al alcance de tu mano, se te priva del acceso a las claves de lo que haces, se te condena al final, y más en un momento creativo que no sabes si se repetirá; se te niegan unos libros que tú has hecho más que nadie por conseguir para la universidad y lo hace quien más ha hecho para impedirlo...

Mientras Quintana dudaba entre la conveniencia de aprovechar la situación anímica de Camprubí para hacer una pregunta más comprometida o dejarlo hablar un rato más, se oyó un golpeteo rápido, de compromiso, en la puerta y entró como una tromba María Lezcano. Su sorpresa al encontrarlo allí parecía legítima. No solamente era rápida entrando en los despachos o levantándose de los escalones: con una mirada se hizo cargo de la situación de Camprubí y con otra abarcó al inspector, mientras que sin solución de continuidad le tendía la mano y, quizás sin ser consciente de ello parecía proteger al Profesor medio interponiéndose entre ambos.

- ¿Qué tal, Inspector Quintana? Adivino que si le encontramos aún por aquí es porque no ha encontrado todavía solución al único enigma de la Vicerrectora asesinada...

- ¿Y por qué dice usted "único"?

- La pobre Argüelles podía ser muchas cosas -permítame que no entre en detalles: me eduqué en un colegio de monjas y me viene bien de vez en cuando recordarlo- pero no enigmática precisamente; ha tenido que morirse para poder suscitar por fin alguna duda...

- Parece que sabe usted mucho sobre ella, a lo mejor me lo quiere contar después, cuando acabe de hablar con el Profesor Camprubí.

- Ah, disculpe, no sabía que estaba molestando -dijo con deje irónico, a la vez que se encaminaba a la puerta sin dejar de mirar al inspector, extraía una tarjeta de algún lugar invisible, se la daba con una ligera sonrisa y se volvía para sonreír, mucho más abiertamente, a Camprubí- estoy en mi despacho hasta las tres; de todos modos debo decirle que no debe hacer mucho caso de mis informaciones sobre la difunta: ninguna de ellas se refiere a mi especialidad, la pobre era prácticamente ágrafa... Hasta luego, inspector.

Quintana aprovechó el momentáneo vacío para seguir preguntando a su interlocutor, ahora mucho más tranquilo que antes de la aparición de la Bibliotecaria.

- De lo que me dice deduzco que no tiene usted nada que permita probar que no salió en todo el fin de semana de su casa.

- Tiene razón.

- ¿Cuando vio a la Vicerrectora por última vez?

- Hace tres semanas, más o menos; fui a la Biblioteca de su Centro y me la crucé por el camino; lo recuerdo muy bien porque iba acompañada de dos o tres miembros de su Departamento y cuando ella desvió la mirada para no saludarme, todos ellos, incluso los que conozco, miraron también para otro lado.

- Le voy a leer un párrafo de un texto -el Inspector sacó ostensiblemente su fotocopia de la carta que había encontrado en la casa de Argüelles- "La gente como usted entra en la universidad sin saber, y quizás sin importarles, ni siquiera el nombre de esa otra gente que van dejando rota a su alrededor, de los universitarios a los que ustedes nunca llegarán a entender porque sólo juegan a enseñar y aprender, un juego que a ustedes debe parecerles ridículo..." y sigo un poco más adelante "un día alguien jugará a los juegos que gente como usted impone pero hasta sus últimas consecuencias y entonces...".

Según escuchaba esto, Camprubí se iba quedando cada vez más pálido; al acabar su lectura el inspector se limitó a quedarse mirando a su interlocutor, esperando una respuesta.

- Como usted ya sabe, yo escribí esa carta -dijo con un hilo de voz- fue inmediatamente después de que me prohibiera el acceso al Legado, justo cuando, además, se habían acumulado los ataques del equipo rectoral que le he contado. Fue una estupidez. Por entonces todavía pensaba que era posible hablar con esta gente, decirles: jueguen a lo que quieran, es claro que nadie puede competir con ustedes en su campo, pero déjennos, por lo menos, en paz. Más tarde me acordé de una filmación que me había enseñado Johannsen en una de las poquísimas ocasiones en que me hizo subir al tercer piso de su casa; yo le había contado, con toda ingenuidad, mi sorpresa ante las dificultades iniciales de aceptación de su legado (y no eran mas que los primeros tanteos...), él me pidió que le acompañara; sin decir nada, extrajo una película de uno de los armarios laterales y proyectó unas imágenes en blanco y negro en las que se veía a un grupo de leones devorando una cría de cebra. Unos metros más allá, a mí me parecía que demasiado cerca, otras cebras observaban la escena o comían con toda tranquilidad, y un poco más allá aún otro rebaño de ñus o de antílopes hacía lo mismo, mirando de vez en cuando hacia donde estaban los leones. La calma del atardecer de la sabana hacía ver qué ajenos eran los unos para los otros. Fueron cinco o diez minutos; tras verlo, encendió la luz y me miró sonriendo. Luego me acompañó a la puerta -ninguno de los dos dijimos nada- y me dio la mano al salir. Cuando recordé esto entendí lo que me había querido decir Johannsen, y me arrepentí de haber enviado la carta, no por las posibles represalias de la Vicerrectora sino por lo inútil del empeño. Yo no maté a la Vicerrectora. Yo nunca podría ser un león ni jugar a serlo; si acaso mi esperanza es que nos dejen en paz a las cebras y a los ñus para que hagamos aquello para lo que se nos paga.

El Inspector lamentó ver a Camprubí tan desolado y agradeció que su oficio no fuera juzgar. Se levantó, le dijo que permaneciera en la ciudad mientras duraran las investigaciones, tomó sus teléfonos, le dio los suyos y se despidió. El frío parecía aún más húmedo que antes y el olor a moho le acompañó hasta que ascendió a la inmensa entrada y salió fuera.

En pocos minutos llegó a la Biblioteca Central de la Universidad, situada en una esquina del campus. El edificio respondía a la tónica general, aunque toda una serie de ventanales con textura de espejos colocados estratégicamente en la fachada daban, sin embargo, una mayor sensación de luminosidad; observó también que producían destellos que caían sobre la carretera en forma de luces deslumbrantes, lo que quizás tenía que ver con el estado lamentable de las diversas señales de tráfico cercanas.

Cuando preguntó por la Directora, le enviaron al sótano; según bajaba, le llegaba más claro el sonido atenuado de martillos mecánicos. Después de pasar por dos puertas insonorizadas el sonido era ya estruendoso y se vio de repente inmerso en un ambiente fantasmal, producido por el polvo levantado por los martillos. Un hombre vestido con mono le preguntó a gritos qué buscaba y, tras saberlo, le puso un casco y por señas le indicó dónde estaba María Lezcano. La encontró al fondo, junto a una pared que estaba siendo derribada, donde la nube de polvo apenas permitía la visión, vestida con mono y casco, armada de un plano y dando instrucciones a un hombre con todo el aspecto de capataz, para lo cual se apartaba cada vez que hablaba una pequeña máscara de protección del polvo; cuando ella sintió que él le tocaba el hombro para llamar su atención, se volvió, le dijo algo que resultó imposible de entender y, al advertirlo, se dirigió con él hacia fuera, no sin antes hacer un gesto definitivo sobre el plano dirigido a su anterior interlocutor.

Según iban saliendo por las puertas insonorizadas ella iba quitándose la máscara, el casco y el mono, sin decir nada. Finalmente, con el volumen de ruidos más atenuado, le saludó y le invitó a subir a su despacho, sin que ninguno de los dos dijera nada. El despacho era grande e impersonal; sólo llamaba la atención un cuadro rojo que destacaba sobre la pared de hormigón. Ella se sentó en un sillón de despacho con ruedas y le ofreció asiento con un gesto.

- Creo que tenía usted curiosidad por saber cosas de la occisa -pronunció la última palabra con un acento que no costaba identificar: provenía, como la misma palabra, de los telefilmes americanos de serie doblados en Puerto Rico. En sus labios añadía una distancia todavía más irónica a la muerte de la Vicerrectora.

- ¿Su hostilidad hacia ella deriva sólo de su papel en el asunto del Legado?

- Principal, pero no exclusivamente. En todo caso, nada personal: yo me cuido mucho de con quién me relaciono fuera de horas de trabajo. ¿Usted sabe qué hacía yo ahí abajo? Verá: cuando se hizo esta Biblioteca a nadie se le ocurrió que tuvieran que hacerse depósitos para libros que no se agotaran a los tres años, como ha ocurrido aquí. La única manera de conseguir más espacio es minar el campus, o si quiere, extender los depósitos horizontalmente como subterráneos, fantástico ¿no?; es la solución obvia pero es también irritante y más costosa que haberlo hecho antes, además de haberme costado a mí decenas de peticiones y de reuniones, un tiempo que podía haber dedicado a mis libros y a mis usuarios. Estamos estudiando ofrecerlos a Protección Civil para caso de catástrofes o al Ministerio de Defensa como refugio, a lo mejor así se aceleran los trámites.

Lezcano hizo una pausa en el traqueteo a que tenía sometido a su silla mientras se colocaba con ambas manos la media melena detrás de las orejas y continuó.

- Me temo que la Vicerrectora vino a representar para mí todo lo que odio en la universidad. Pero, vamos, no creo haber sido ni antes ni ahora injusta con ella. Le voy a describir en breves líneas su currículum: una muchacha típicamente progre en los setenta, en el límite exacto del compromiso peligroso, una gran ambición con la que intenta superar sus modestos orígenes, como dirían las revistas del corazón, pero que no elige precisamente el esfuerzo intelectual para hacerlo: muchas más visitas a los profesores y mucha más asistencia a los Consejos de Departamento que a la Biblioteca; cuando coincide el final del franquismo y el de su carrera se apunta rápidamente a las juventudes de uno de los partidos destinados al triunfo: siguen dos o tres años de liberada en ese partido, años en los que no deja de tener un contacto estrecho con el Departamento en el que luego sería catedrática. Consigue un contrato de encargada de curso curiosamente unos días antes de que se le ofrezca un importante cargo en los medios de comunicación controlados por su partido, ahora triunfante, y así unos años, hasta que las mareas de la política le son en cierta forma adversas. Hace unos siete años vuelve a la plaza que, por supuesto, se le reserva; pronto tiene un cargo en su facultad, organiza un par de Congresos con las financiaciones del rectorado y de las instituciones controladas por su partido -no es ajeno a esto su decidido y oportuno enfoque feminista. Tras una tesis doctoral que nunca se atrevió a publicar, viene una plaza de profesor titular; se dice que algunos de los miembros del tribunal de la plaza recibieron después un excelente tratamiento en diversas ayudas institucionales; esta plaza se ve acompañada casi simultáneamente de un Vicerrectorado y, a los muy pocos años, tras tres Congresos más, toda una serie de colaboraciones en financiaciones de proyectos ajenos, y un Proyecto en colaboración de un interés que no puedo ni comentar, hay una convocatoria específica de Cátedra con un perfil más que curioso. Hela aquí. Dejaré, por solidaridad feminina, a un lado referencias a las virtualidades de sus encantos en estos procesos...

- El proyecto último al que se refiere es quizás el que llevaba adelante con J. Mata...

- Me encanta, Inspector, créame, que le denomine ya así: JotapuntoMata; se ve que aprovecha usted su tiempo; ¿a qué no sabe qué significa JotapuntoMata? Venga conmigo.

María Lezcano pulsó con rapidez un ordenador, desplazó la pantalla hacia Quintana y se quedó esperando su reacción.

- Parece impresionante el número de publicaciones de Mata ¿no? -dijo tentativamente Quintana.

- Ahí está la gracia precisamente: de todas estas sólo tres corresponden a la cosecha de nuestro Mata. Hace cuatro generaciones un JotapuntoMata consiguió una Cátedra de Medicina; hoy en día hay seis catedráticos y unos pocos titulares con este apellido, todos dedicados a diversas especialidades médicas y todos firmando JotaloqueseaMata. Esto supone una ventaja y un pequeño problema ¿adivina, querido Watson, cuál es una y cuál es otra? ¿se rinde? Me gustan los hombres que se rinden fácilmente, como no diría John Wayne. Verá: todo Jotapuntomata tiene derecho a disfrutar de un nombre muy conocido y, eventualmente, a apuntarse publicaciones que no ha hecho él pero firmadas con su nombre, algo perfectamente tolerado entre ellos, e incluso estimulado, siempre que no entren en competencia, claro. Al fin y al cabo, para eso se llaman todos Jotapuntomata. La desventaja es que tampoco hay tantos nombres que empiecen por "Jota" y que la repetición no está bien vista más que entre un padre y uno de sus hijos. Eso explica el ocultamiento tácito detrás del bonito JotapuntoMata de nuestro JotapuntoMata... Seguro que usted también recurriría a ese truco si se llamara Jerineldo.

El inspector no pudo evitar sonreír ante lo dicho y la sonrisa sarcástica de Lezcano. Ésta le miraba con calma y él tampoco pudo evitar la sensación de que estaba siendo valorado, o quizás mejor, examinado por más que ella fuera quien estaba siendo interrogada.

- Pero respondiendo a su pregunta: sí, me refería a ese misterioso proyecto -siguió ella.

- ¿Me puede contar algo más de la Vicerrectora, de su vida privada o pública, de cualquier cosa que usted considere que puede tener que ver con su asesinato?

- Ignoro si tenía vida privada; una de las pocas cosas que hacen a esta universidad soportable es lo fácilmente que se puede una perder al salir de ella. Pero si se limita a echar una mirada a los periódicos locales sabrá de muchas de las actividades de Marta Argüelles; estamos hablando ni más ni menos que de la Vicerrectora a cargo de "Acción Cultural y Participativa, Ayuda al Tercer Mundo, y Conexión Universidad-Sociedad". No había acto público de cierta envergadura (y de cierto nivel: no piense usted en ONGs precisamente) en que no apareciese, incluyendo presentaciones de libros o de candidaturas políticas, inauguración de exposiciones, estrenos de obras de teatro e incluso actos culturales de los colegios de médicos, abogados, arquitectos... recepciones del Ayuntamiento para anunciar las fiestas locales, de la Diputación para anunciar cualquiera de sus definitivos proyectos sobre cualquier cosa, del Gobierno Autonómico..., ya sabe, esos momentos y lugares donde se encuentra el "todo-lo-que-sea" de cualquier sitio, sea este sitio Nueva York, Londres o Villanova de Arriba.

- Supongo que no tiene usted idea de quién ha podido asesinarla.

- Ni idea. Y yo nunca la hubiera matado fuera de horas de trabajo y de una forma tan chapucera, como comprenderá.

El inspector miró a los ojos a María Lezcano y le pareció ver en la espera a su reacción una sombra de interés. Optó por no hacerlo y por no desengañar a la bibliotecaria sobre los asesinatos: según su experiencia la mayor parte de los casos eran chapuceros y a destiempo.

- De todos modos, si se le ocurre algo, llámeme. Gracias por atenderme.

Cuando se estaban despidiendo en la puerta del despacho sonó su teléfono móvil. Era Urruela.

- Jefe -le dijo- sería bueno que viniese pronto a Comisaría. Hay una cosa que le interesará mucho.

- ¿Es tan urgente o me da tiempo a comer algo antes?

- Yo diría que es urgente, jefe. Usted verá.

Quintana recordó la norma de no hablar por teléfono móvil de los casos en curso y la presencia de la Bibliotecaria y prefirió no seguir preguntando. Al acabar de despedirse de ella, no pudo evitar mirarle a las rodillas: efectivamente, eran extrañas.

Cuando llegó al Grupo de Homicidios el Inspector se encontró a varios inspectores y policías apiñados y mirando en silencio a un hombre que accionaba febrilmente un ordenador. La cosa debía ser grave porque al acercarse pudo ver que era el Jefe de la Sección de Informática de la Comisaría. Le dejaron paso hasta que se encontró delante de la pantalla misma. La escena que se veía consistía en tres globos de color azul claro que iban hinchándose sucesivamente hasta estallar todos juntos; antes de hacerlo se encendía una luz simultáneamente en todos ellos; en ese momento en los dos primeros, tras un espacio en blanco intermitente, aparecían dos nombres, en el tercero una interrogación. Los nombres eran Johannsen y Asensi.

- ¿Me explicáis qué es esto?

El Jefe de Informática contestó sin dejar de manejar el teclado:

- Hace más o menos media hora apareció este mensaje en pantalla, sin que haya habido manera de eliminarlo. Ha dejado bloqueado este ordenador y aparece con una intermitencia de cinco minutos en los restantes del Grupo. Es muy extraño. Es rarísimo que haya podido acceder hasta aquí a pesar de los filtros de seguridad y más extraño que no haya manera de quitarlo, ni siquiera reseteándolo.

- ¿El mensaje es el mismo todo el rato?

- Sí, sin la más mínima variación, que yo haya visto.

Lo que parecía obvio, a juicio de Quintana, es que el mensaje tenía que ver con el caso Argüelles: aparecían los nombres del donante del legado y el segundo apellido de la vicerrectora asesinada. Se le ocurrió que quien lo mandaba podía querer decir que había habido dos muertes (¿asesinatos?) y que quizás se sucedería una tercera; resultaba, con todo, extraño que no diera más claves.

- Da la impresión -dijo el informático- que se espera que en las líneas intermitentes que aparecen antes de los nombres se escriba algo. Pero no he encontrado la clave.

- Pruebe con una K mayúscula en el primero y una M en el segundo.

El operador le miró incrédulo pero lo hizo, sin que hubiese ningún cambio en la sucesión de los globos. Todos se juntaron más alrededor del aparato.

- Pruebe, entonces, con una K mayúscula antes de Johannsen y M A en el segundo.

Inmediatamente el tercer globo estalló y, a la vez que un rugido estentóreo atronaba la sala y se ponía en funcionamiento la impresora, aparecían las fauces abiertas de un león de las que salía un lobo, del cual a su vez salían unas letras que acababan componiendo una palabra: Mandragor. Tras esto desapareció todo vestigio del mensaje y la pantalla volvió a sus funciones habituales. En medio del estupor general, que se acompañó de varias exclamaciones de sorpresa, Urruela se lanzó a la impresora y se acercó con el mensaje, que se limitaba a reproducir la última escena en su momento cumbre.

- Mire, jefe, el leoncito, el lobo y Mandragor.

- Ya veo. A ver qué puede sacar del origen del mensaje -dijo, dirigiéndose al informático-

Él y Urruela se marcharon a su despacho con el papel en la mano.

- La cosa es la siguiente -empezó Quintana- hay alguien o algunos que tiene o tienen suficiente conocimiento de informática como para montar este numerito, ese alguien ha dejado un mensaje en el que aparecen dos personajes del caso Argüelles y se ha asegurado de que sea descifrado por una de las personas que estén familiarizados con él; el truco del león puede ser casual, pero el hecho de que Johannsen hubiera tenido que ver con África permite suponer que pudiera no serlo tanto. No deja de ser curioso otro hecho: ha desaparecido el primer apellido de la Vicerrectora ¿por qué?

- Y lo peor de todo -dijo pesaroso Urruela- es el punto que se va a apuntar Romá...

Varios meses antes se había formalizado una oposición abierta entre los sectores calificados por sus adversarios como "modennos", que apostaban por una combinación ágil y científica de los métodos de las ciencias experimentales y de los procesos deductivos e inductivos en la resolución de los casos y sus oponentes, con Romá a la cabeza, que defendían el papel decisivo del clásico chivatazo. La situación había llegado a ser tan crítica que cada caso resuelto por uno u otro procedimiento suponía el derecho a la invitación al café de media mañana.

- Consuélese, Urruela, si esto es un chivatazo es altamente tecnológico; hasta Romá tendrá que reconocer que hay innovaciones en su terreno favorito; a propósito, ¿hay alguna noticia de estupefacientes?

- No me han dicho nada aún, dijo Urruela, ya más tranquilo.

- Pues no parece que el chivatazo le funcione a Romá... Volviendo atrás, me parece que ahora tenemos dos prioridades: localizar qué es ese "Mandragor" y creo que va a ser inevitable que visite la urbanización de Johannsen... aparte de las otras referencias, se me ocurre que una buena razón para que aparezca el segundo apellido de la vicerrectora es que lo haya escrito un extranjero y que haya interpretado el primer apellido como parte del nombre.

En ese momento entró el mismo Romá.

- ¿Qué passa, colegas?..Parece que la apuesta sigue corriendo, je, je,... Pero no he venido a encontrar satisfacción en vuestro dolor, como comprenderéis, me han contado lo de "Mandragor" y en prueba de buena voluntad he venido a daros otro chivatazo, perdón, je, je, otra información, por si no lo sabíais. Mandragor es un bar de copas y de tapas, todo junto. Nunca se ha encontrado nada importante allí, pero hace un par de años hubo un chivatazo, perdón, denuncia, je, je, por lo visto una viejecita que vivía arriba tenía una salida de humos del local muy cerca de donde ella se sentaba en su terraza y pasó un par de días muy eufórica antes de creer identificar el olor a grifa (como ella dijo) y de caer por fin en la cuenta de que había sido víctima de una conspiración más del Infierno. La convencimos de que era improbable que un juez aceptara "daños y prejuicios" por un pecado mortal que había cometido mirando de manera libidinosa a un compañero de tute; como ella decía ¿si no se pagan daños y prejuicios por poner en peligro tu alma inmortal, por qué se paga? Pero bueno, aquí tenéis la dirección, colegas, je, je... La viejecita le contó a todo el mundo la denuncia (pero no su pecado) y desde entonces no se ha vuelto a fumar en el local, que nosotros sepamos. Perdonadme que me vaya ya pero no quiero aparecer cruel, sino sinceramente preocupado por vuestros problemas je, je.. Por cierto, seguimos indagando para ver si alguien nos cuenta algo, je, je, de vuestra Ilustrísima...

Cuando Romá salió, quedó aún más visible la desmoralización del subinspector; Quintana supo que sólo había una manera de cambiarle el ánimo: le dio una orden.

- No se me desmoralice, Urruela, y dirija su energía negativa en forma positiva: haga vigilar el bar ése; yo visitaré antes la urbanización de Johannsen.

No era la opción más lógica, pero a Quintana no le gustaba tener espacios en blanco en sus investigaciones; además, echaba de menos tocar el mar.

La urbanización coincidía con lo que había apuntado Camprubí. La entrada desde la carretera no era demasiado evidente, y tras un camino que no invitaba a continuar mucho más allá, había varias casas dispuestas a medio camino o en la cumbre de pequeñas colinas que seguían un lecho de arroyo lleno de adelfas y cañizos. Tras la segunda vuelta de la carretera aparecía otra, situada en posición opuesta a las demás y más alta en la que se veían dos casas más grandes, sin duda las que había habitado Johannsen. El inspector paró en un pequeño aparcamiento disimulado entre las dos. Aparentemente nadie habitaba allí pero todo aparecía cuidado: las casas mismas, los espacios ajardinados que suavemente daban acceso a un pinar y a espacios de olivos y almendros. Desde allí se podía ver el mar y el conjunto de los pequeños chalets. Eran doce y todos eran diferentes entre sí. De varios de ellos salía humo de la chimenea y en ninguno era evidente la presencia de un coche. El inspector bajó andando al camino y se dirigió al primero que presentaba señales de estar habitado.

En medio de la subida le sobresaltaron los ladridos entusiasmados de dos perros; pasado el primer susto vio que se trataba de dos animales mínimos llevados con correa por un hombre de unos setenta años, muy alto y delgado, entre rubio y canoso, que había salido del arroyo y se había parado al lado de él en el camino. El hombre llevaba a los animales con la actitud de quien dirige una jauría de lobos y le miraba con una expresión casi hostil; con un fuerte acento centroeuropeo preguntó:

- Buenas tardes, ¿usted qué queriendo, sí?

- Buenas tardes, soy inspector de policía, dijo, a la vez que enseñaba la placa, Quintana.

- Gran alegría verle, sí. Yo haciendo la ronda; si usted aquí cubriendo terreno, yo patrulla otra dirección. Adiós, sí.

Antes de que el inspector pudiera preguntar nada, volvió a desaparecer en lo que, a juzgar por su actitud, parecía entender como una espesura impenetrable. Poco después, tras una subida corta pero pronunciada, llegó a la explanada delante de la primera casa; se escuchaba apenas un concierto para violín y orquesta. Debajo de un porche formado por unas maderas simples recubiertas de hiedra y buganvilla se sentaba, de espaldas a él, una mujer en una mecedora. Mientras Quintana se acercaba, ella volvió la cabeza sonriendo; era una mujer mayor, extremadamente delgada, con gafas negras, de esa edad indefinida de las mujeres rubias y de piel muy blanca que no se maquillan y de las que no se sabría decir si tienen setenta o noventa años.

- Bienvenido, ¿le puedo ayudar en algo?, le dijo en un español con claro acento inglés.

- Gracias. Me llamo Quintana, soy inspector de Policía y me gustaría hacerle algunas preguntas.

- Espléndido. Hace tiempo que nadie se atreve a hacerme preguntas, dijo ella con una sonrisa, coja por favor una silla de la casa, siéntese y pregúnteme lo que quiera.

Quintana pudo observar la simplicidad y el carácter rústico de la decoración del comedor-cocina que daba entrada a la casa; al lado de una gran chimenea central había varias sillas de enea y madera; cogió una de ellas, salió al exterior y la colocó enfrente de la mujer, que seguía sonriéndole.

- Verá, estoy investigando el asesinato de una vicerrectora de la universidad, que apareció muerta en lo que podríamos llamar la Biblioteca donde se guardan los libros del legado Johannsen. No sabemos si hay alguna relación pero me gustaría que me aclarase algunas dudas. ¿Llegó usted a conocer a Johannsen, Señora..?

- Sra. von Wahren, de soltera Marie Pickford. Sí, llegué a conocerlo. Me instalé aquí, ya siendo viuda, hace quince años, así que fui vecina e inquilina suya durante varios años.

- Conocería usted, entonces, también al señor Camprubí.

- Sí, claro, en la medida en que aquí nos conocemos: no hacemos mucha vida social ¿sabe? Entre eso y mi edad -dijo con una sonrisa- mis interlocutores más frecuentes son mis parientes y amigos muertos. Cuando pase de la comunicación imaginaria a verlos personalmente no me voy a dar ni cuenta... El Dr. Camprubí era un muchacho muy amable y reservado. Le conozco algo más por lo que me contó alguna vez el pobre Johannsen.

- ¿Por qué le llama "pobre"?

- Quizás se sorprenda usted de que una mujer ciega como yo pueda sentir compasión por un hombre como Johannsen, hasta su muerte un hombre rico, triunfador, sano... pero hay heridas más hondas que la ceguera. Pero antes de seguir, permítame una pequeña coquetería, ¿se había dado cuenta de que soy ciega?

- En absoluto.

- Qué divertido. Es entonces el momento de otro juego que espero que usted le perdone a esta anciana aburrida, yo lo llamo "el juego cinematográfico de la ciega segura de sí misma": tiene usted unos cuarenta y tres años, es más bien delgado, más o menos un metro setenta y tres, de piel clara, pelo corto, no lleva traje pero sí un pantalón y una chaqueta que hacen juego, sus zapatos son del tipo mocasines con suela de goma y no fuma ¿he acertado? Espero que, como corresponde, usted, sorprendido, concluya que soy una ciega autosuficiente, cargada de capacidades deductivas y de buen oído... ¿es así?

- Claro.

- Qué amable es usted. Volviendo al tema de su pregunta: tengo la impresión de que conforme se fue haciendo mayor Johannsen comprendió que había dedicado toda su vida a dos cosas: su trabajo en África y su biblioteca, una biblioteca que nunca hubiera podido adquirir, por otra parte, sin ese trabajo. No sé desde qué momento, pero durante mucho tiempo continuó las dos de manera rutinaria; aunque no debería decir eso exactamente porque podría dar una excesiva sensación de paz interior -con la edad descubre una que la mayor paz interior te la dan o te la ayudan a dar las rutinas-: África fue cargando su ánimo cada ve más de un sentimiento de culpa, de mala conciencia. Yo creí al principio que su obsesión con sus colecciones africanas -no sé si sabe que había ido formando una gran colección de objetos, fotos y filmaciones- era pura nostalgia; después comprendí que se encerraba con ellas por mucho más que eso o por esa variante lírica del racismo que los occidentales llamamos exotismo. Tengo también la impresión de que el pobre Johannsen pudo aguantar un trabajo que a sus ojos le hacía despreciable y hacerlo como él era, sin dar ninguna señal externa de desánimo, hasta que se jubiló y ya no pudo, a base de jornadas laborales brutales, ocultar su rechazo por lo que hacía y el vacío de una vida sin afectos sólidos... los seres humanos (o como dice su ingeniosa Conferencia Episcopal: las Personas Humanas) somos curiosos... Le llamo "pobre" porque no creo que haya sido feliz. No tengo la impresión de que la biblioteca le ayudase mucho a compensar todo eso y, sobre todo, esa soledad afectiva, sobre todo si la llegó a ver como el otro lado, la compensación imaginaria y la consecuencia de su dedicación ejemplar a una tarea que él mismo acabó rechazando. Pensé durante un tiempo que al menos había servido para que conociera al Dr. Camprubí pero luego se distanciaron mucho... Tengo la impresión de que a Johannsen le resultaba difícil aceptar en los demás los rasgos que él hubiera definido como debilidades y que se había prohibido siempre encontrar en sí mismo... Tengo la impresión también de que al principio le alivió encontrar a alguien tan fascinado por su Biblioteca y tan entregado a su trabajo con ellos; quizás recordó después, cuando le tomó afecto, que nada de eso le había hecho a él feliz y no supo o no quiso decírselo.

- Sus colecciones siguen, supongo, en la casa.

- No, qué va. Lo que le he dicho en parte lo he deducido uniendo otros datos sueltos con el hecho de que las donase junto con la mayor parte de su fortuna para la fundación de un museo anticolonialista en su ciudad, precisamente al lado de la sede de su vieja empresa... Sentido del humor sí tenía ¿no le parece?

- Sin duda. Me sorprende que dejara aquí, en cambio, su Biblioteca.

- Eso es en gran parte gracias al Doctor Camprubí y a su empeño, diría yo. Y también a la capacidad de previsión del propio Johannsen quien antes de morir hizo que el señor Roentgen, que luego sería su albacea, asegurase bien todos los pasos de la donación; Roentgen tiene muchos recursos para hacerse oír, más, seguro, que el Dr. Camprubí. También es miembro de nuestra discreta y senil comunidad: vive en la casa ocho.

- ¿Cree que podría hablar con él?

- Me temo que no: viaja con frecuencia por el tema del museo y ahora mismo no está aquí. Y es una pena, aparte de darle datos que desconozco, le resultaría mucho más interesante que yo; con el tiempo una acaba admirando a la gente que lucha con esfuerzo contra la evidencia: él lo hace contra su vejez, entre otras muchas cosas.

- Puede que ahora me toque a mí sorprenderla pero ¿le dice a usted algo una imagen de un león rugiendo, un lobo y la palabra Mandragor?

- Nada, la verdad.

- Le agradezco mucho su atención Sra. Von Wahren. Le dejaré mi tarjeta por si vuelve el Sr. Roentgen o por si recuerda algo que pueda resultar de interés.

Quintana se levantó y respondió a la mano tendida hacia el frente de la anciana.

- Adiós, inspector Quintana, ha sido una visita muy agradable. Por cierto, me ha resultado usted simpático y me remuerde la conciencia engañarle, aunque sea de una manera inocente: los datos sobre usted me los transmitió por el teléfono móvil el Sr. Klages, uno de nuestros vecinos más activos, con el que usted tuvo un pequeño encuentro; tuvo suerte de no encontrárselo en sus rondas de noche con una linterna: tengo entendido que es muy impresionante. Soy una ciega bastante eficaz pero no una vidente; por cierto el león, el lobo y la mandrágora deberían quizás ser llevados a una profesional de ese ramo para su interpretación...

Quintana se despidió y siguió el camino hasta su coche. Condujo despacio mientras la carretera corría paralela a la orilla del mar, luego aceleró para llegar antes de que se echase la noche encima.