Fernando Wulff Alonso
Universidad de Málaga (España)
El caso del asesinato de la Vicerrectora
Copyright: 2000 Fernando Wulff Alonso


LUNES

El inspector Quintana no pudo reprimir un gesto de fastidio ante el innecesario ruido de las sirenas que se combinaba desagradablemente con el frío de la mañana y con el hecho igual de lamentable de que era lunes. Conforme se acercaba al polígono de San Vito el fastidio iba dejando lugar a la curiosidad, algo que no era frecuente después de veinte años de servicio. Era fácil saber a qué nave tenía que dirigirse: delante del portón de entrada de la que buscaba, una ambulancia y dos Zetas lo mostraban con claridad. Se trataba de un almacén de tamaño medio, adosado por los lados a otros dos prácticamente idénticos y en los que resultaba visible exteriormente un cierto abandono, mayor, en todo caso, que aquél en el que entró. La nave estaba llena de estanterías de madera con libros, separadas entre sí unos cuatro metros, y en el interior la posible sensación de descuido se desvanecía ante la limpieza de las paredes y los suelos, las dobles ventanas con un sistema centralizado de pantallas y la temperatura perfectamente graduada.

Al fondo y a la izquierda dos personas estaban inclinadas sobre la última de las estanterías de su fila, caída en el suelo; al acercarse vio cómo asomaban por debajo una cabeza de mujer, visible hasta la línea de la frente, con un pelo rojo intenso, manchado ahora por la sangre, una mano que mostraba varios anillos de buena calidad, y una rodilla.

- Unos 44 años, me parece -dijo el Subinspector Urruela, levantándose- no es por presumir, pero me considero una autoridad en rodillas femeninas.

No sin admitirse mentalmente por primera vez en su carrera la ventaja de trabajar con gente rijosa, se dirigió al forense después de los saludos de rigor. Éste le informó:

- Lo que puede decirse por el momento es que lleva muerta desde el viernes por la noche o el sábado por la mañana. Todo apunta a que se cayó o le tiraron encima la librería y que después la golpearon una sola vez con el libro ése -apuntó a un libro voluminoso y con cantos metálicos- tras lo cual murió. Esto es lo que le puedo decir ahora mismo, pero habría que levantar el cadáver y para eso -sonrió pidiendo disculpas por anticipado por el chiste malo- habría que levantar la estantería y el trasero del juez de su asiento.

Respondiendo a su mirada, Urruela habló a continuación y de carrerilla:

- El vigilante jurado la encontró esta mañana, hace una hora, al hacer su ronda habitual. Dice que el viernes a las veinte horas hizo la última ronda por el interior para asegurarse de que los sistemas de alarma estaban en funcionamiento y que ella no estaba. Durante el fin de semana los vigilantes sólo entran si advierten algo raro, lo que no fue el caso. Puso en conocimiento de su Central la situación y desde ahí se nos avisó inmediatamente. Ha identificado sin dudar a la víctima como Marta Argüelles Asensi, Vicerrectora de la universidad. Preguntado sobre cómo podía identificarla con tanta seguridad, ha respondido que era difícil olvidarse de ella una vez que uno la había visto una sola vez, cosa que he entendido perfectamente a partir de la cuidadosa observación de su rodilla que le he explicado antes. El bolso de la víctima está encima de esa mesa, he preferido no abrirlo hasta que usted lo viera, dado, además, que la víctima estaba identificada y a fin de alterar lo menos posible el escenario del crimen.

Entretanto los especialistas de la Policía Científica habían hecho su aparición, fotografiaban el escenario y tomaban huellas, escudriñándolo todo; pronto el Juez se unió al grupo. Cuando se había hecho el trabajo esencial, el Inspector se puso un par de guantes de látex y se dirigió al bolso, no sin cierta incomodidad; los bolsos de las mujeres, pensó, están llenos de cosas impredecibles y abrirlos puede ser el acto más indiscreto que se pueda cometer contra ellas. Pero antes de llegar a él, el Juez le pidió que se llegase a la puerta; los policías apostados allí le acababan de indicar que alguien de la Universidad solicitaba infomación. Al salir se encontró a un hombrecillo nervioso y rechoncho que pugnaba por entrar.

- Soy el Relaciones Públicas de la universidad -decía entrecortadamente- y exijo hablar con quien esté al mando de esto.

El inspector Quintana observó al hombrecillo con cuidado y en breves segundos decidió entre las tres opciones que se le presentaron -mandarlo callar y quitarlo a él y a sus tonos prepotentes de en medio, echarle al subinspector Urruela encima para que le contara íntegra la legislación vigente sobre los momentos procesuales que siguen a la investigación de un asesinato, lo que sería mucho más cruel, o, más sencillamente, darle una explicación somera y olvidarlo a continuación. Se decidió por la tercera, quizás porque le conmovía en algo su aire de niño chivato, ese que siempre hacía la pelota a los profesores y a al que todos acababan, finalmente, abofeteando.

- Por supuesto -dijo Quintana- pero antes deberá enseñarme su documentación y sus credenciales de funcionario.

El DNI lo presentaba como Matías Cenobio Lorenzo, 47 años, soltero, de profesión Representante de Comercio. Un pequeño carnet de la universidad lo reconocía como miembro del personal laboral de la misma; en ese momento entendió Quintana el porqué del leve repullo de Cenobio ante la palabra "funcionario". Se propuso averiguar más cosas sobre el individuo y sobre su extraño título de "Relaciones Públicas de la Universidad". Por el momento, le explicó brevemente la situación:

- Parece ser que nos encontramos con la muerte, quizás asesinato, de la Vicerrectora Marta Argüelles, la han encontrado esta mañana hace una aproximadamente una hora.

Cenobio dio en breves segundos una demostración precisa de las posibilidades de cromatismo de las pieles de la raza blanca, en su caso blanquísima. Cuando llegó al extremo de la exploración de las posibilidades del rojo, cargado de rabia dijo:

- ¡Desgraciada! ¿Pero cómo se ha atrevido a morirse sin permiso del Sr. Rector?

Antes de que Quintana tuviera tiempo de salir del estupor que le había creado la frase, aparcó chirriando a su lado un pequeño pero potente utilitario que al frenar y girar a la vez provocó una lluvia de chinos. De él salió a no menor velocidad una mujer rubia, como de un metro sesenta de estatura, bien parecida, de unos treinta y pocos años, delgada, que le clavó su mirada, formada sobre todo por dos ojos verdes y fríos, antes de espetarle:

- Soy María Lezcano, Directora de la Biblioteca Universitaria. Si es usted la persona que está al frente de esto, me gustaría saber que está pasando aquí.

Algo en la recién llegada hacía que no fuera posible hacer otra cosa que contárselo con brevedad y precisión. Repitió casi al pie de la letra lo que había dicho antes sobre la muerte de Marta Argüelles. Su respuesta fue inmediata:

- Disculpe que no me deje llevar por los aspectos emocionales del caso -dijo con un tono muy levemente cínico- pero lo que a mí me interesa es el estado de los libros ¿ha habido algún daño?

- Mi impresión es que no. Como mucho, un pequeño abollamiento en un libro de bordes metálicos, de unos sesenta centímetros, negro con letras rojas grabadas en el canto.

Pudo percibir un levísimo gesto de sorpresa en la mirada de ella. A su lado Cenobio, escuchando con todo cuidado, se retorcía las manos. Quintana tuvo la sensación de que el hombrecillo tendría que hacer un enorme esfuerzo para salir de la nada en que le había sumido la manera tan aplastante de ignorarle con que le había obsequiado María Lezcano.

En ese momento salió el subinspector Urruela, echó una mirada completa y sorprendida al grupo y le llamó aparte.

- No he salido para decirle esto, Inspector, pero no se olvide de lo que le digo: las rodillas de esa mujer con la que habla no se corresponden con el resto del cuerpo, yo diría que ni siquiera son suyas, créame, sé de lo que hablo. Tenga mucho cuidado con ella.

- Le agradezco mucho la información; ya sabe, además, que si necesita suscriptores para su futuro libro sobre las rodillas femeninas y las técnicas y análisis forenses no deje de contar conmigo. Entretanto, sería bueno que me diera la información que ha venido a traerme.

Urruela no pareció captar la ironía y después de darle las gracias por confiar en la futura materialización de su importante aporte a lo que denominó "el descubrimiento del misterioso continente de la psiquis femenina", descendió hacia ámbitos más prosaicos para indicarle que se iba a proceder al levantamiento de la librería y del cadáver.

- Disculpen -dijo volviéndose a sus interlocutores- pero por el momento no tengo más información que darles y tengo que seguir con el procedimiento de investigación rutinario.

Cenobio hizo ademán de seguirles, un ademán cortado en seco por un gesto de la mano del inspector. María Lezcano y Matías Cenobio se quedaron allí, uno al lado del otro, como si pertenecieran a dos universos paralelos que se encontraran, sin verse, a la hora del té y en unos grandes almacenes llenos de gente.

El inspector Quintana entró en la nave otra vez sin apresurarse y atrancando la puerta metálica, que ya se había cerrado automáticamente tras pasar al interior, con un cerrojo para evitar ser molestado. Al fondo, el juez y el forense le esperaban fumando un cigarro. Al llegar al lado del cadáver, sin necesidad de cruzar palabra, se acercaron todos y levantaron la librería caída.

El cuerpo de la Vicerrectora Marta Argüelles, aun muerto, se impuso ante todos los presentes. Se trataba, tal como había predicho el subinspector Urruela, de una mujer de unos cuarenta años, que destilaba aún una extraña carga de sensualidad y poder, factores ambos que más tarde el inspector sabría que eran casi una definición de su vida. Vestía un traje de chaqueta oscuro, con una falda lo suficientemente corta como para que pudiera asegurarse que la difunta no era una mujer que se hubiera resignado fácilmente al paso de la edad; las medias de seda y los carísimos zapatos de medio tacón, el evidente escote de la blusa y el tinte rojo del cabello reforzaban más aún esa impresión. La rigidez del cadáver cuadraba a la perfección con lo atildado del vestuario. El forense rompió el silencio:

- Por fin una muerta de buen ver, coño, mira que estoy harto de yonquis cadavéricas.

Quintana no siempre envidiaba el sentido del humor del forense, pero en este caso agradeció que le permitiera volver a la realidad por el camino más directo.

Mientras los agentes de la policía científica fotografiaban el cuerpo y marcaban con tiza su perfil en el suelo, pudo por fin acercarse al bolso. Con cuidado, y casi disculpándose interiormente con la víctima por su involuntaria indiscreción, empezó a extraer objetos de su interior y a desplegarlos sobre la mesa. Un llavero con tres llaves de coche, una bolsa de terciopelo con una caja sin abrir de seis preservativos en su interior, otro llavero con seis llaves de puerta, una de ellas de seguridad, un estuche de maquillaje de oro, un lápiz de labios, un encendedor también de oro, una cajetilla de cigarrillos americanos, una agenda y una cartera de piel. En ésta había unas treinta mil pesetas en billetes, dos tarjetas de crédito, una de ellas una Visa Oro, y dos fotografías, las dos en blanco y negro. En la primera se veía a una niña de unos diez años al lado de un hombre delgado de alrededor de cuarenta; el escenario era un jardín y un empedrado, al final del cual se veía una casa modernista de tres pisos. El hombre, con traje, ponía su mano derecha con delicadeza sobre el hombro izquierdo de la niña, sonriendo muy levemente mientras ella, con un vestido floreado y coletas, observaba con contenida seriedad. En el reverso, en la parte inferior, podía leerse la fecha: noviembre de mil novecientos sesenta y uno. Tanto la fecha como algo en la expresión de la niña cuadraban bien con la posibilidad de que se tratase de Marta Argüelles. La otra, mala en su calidad y en su conservación, representaba a un grupo de unos seis hombres apelotonados y con camisa oscura que, con el brazo en alto, gritaban a la cámara a muy corta distancia; de ninguno de ellos podía verse con claridad la cara.

Quintana dejó para más adelante el análisis de la agenda y se dirigió de nuevo al forense:

- ¿Hay algo más que pueda contarme?

- Por ahora sólo lo que le dije antes. Me inclino más por el viernes que por el sábado para el momento de la muerte. No me parece fácil que muriera por el impacto de la estantería y el golpe con el libro sigue pareciéndome la causa real de la muerte. Mire el golpe aquí -señaló a la cabeza- más arriba del punto superior de choque de la estantería con su cuerpo, y la sangre en el borde del mamotreto ese. Tampoco cuadra el impacto que se puede observar con la posibilidad de que estuviera en lo alto de la librería y le cayese encima. Para mí es un asesinato claro. Supongo que no tengo que decirle que la posibilidad del suicidio resulta algo lejana... aunque puede usted investigar en sus facultades telequinésicas -bromeó otra vez-. Ya hablaremos después de la autopsia para precisar más. Espere...

El forense cogió con extremo cuidado la cabeza y la movió hacia él inclinándose. Después de observar con atención la nariz y los ojos, apartó a un lado a Quintana y le dijo en voz más baja y tono más confidencial:

- Apuesto un café -que dado como era la difunta, sería prudente que fuera con hielo- a que la Sra. Vicerrectora era consumidora habitual de cocaína. No sería malo que leyese esa sección de mi informe con atención.

Quintana le agradeció las informaciones y procedió a inspeccionar el local. Aparte del portón central, en el que se abría la puerta por la que habían entrado, sólo había otra comunicación con el exterior, al fondo de una oficina de material prefabricado. Se dirigió allí acompañado por el vigilante que le abrió para que entrase en ella y que luego, a su indicación, hizo lo mismo con la puerta de la calle. Observó que sólo se podía abrir desde el interior. Su sobresalto no fue nada comparado con el de María Lezcano, que, sentada en el escalón exterior, pareció ponerse de pie con el mismo movimiento que le había provocado el susto.

María Lezcano se sobrepuso rápidamente y con no menor rapidez se dirigió al inspector:

- Espero que, por fin, me deje usted acceder a los fondos bibliotecarios del Legado.

El inspector inició un contraataque:

- No sin que antes me explique qué hace usted esperando aquí atrás.

- Es evidente: comprenderá que no voy a esperar delante con el inefable llevamaletas o Relaciones Públicas; también comprenderá que me preocupe por los libros que están bajo mi custodia. Era cuestión de tiempo que usted apareciera por aquí atrás.

- De acuerdo, pase.

El Inspector empezaba a sentir curiosidad por saber si reaccionaría con la misma frialdad ante la vista del cadáver de Marta Argüelles. María Lezcano atravesó la pequeña habitación a un paso ligero marcado por firmes taconazos y entró en la sala.

- Dios mío -musitó- dirigiéndose casi corriendo a la zona del cadáver.

El amago de sonrisa del inspector ante la emotiva respuesta de María Lezcano se cortó décimas de segundo antes de realizarse, el mismo tiempo que ella necesitó para ponerse dos guantes blancos que extrajo de algún sitio desconocido y unas gafas, dejar a un lado su bolso y acercarse conmovida al libro. Antes de tocarlo, pidió permiso al inspector Quintana con la mirada; éste hizo un gesto al inspector de la Policía Científica, quien supervisó todo el proceso. La bibliotecaria lo abrió apenas con todo cuidado y evaluó con un aire de exquisita profesionalidad su estado.

- No parece que le haya preocupado mucho la muerte de la Vicerrectora -dijo Quintana.

La respuesta de ella fue rápida y despejó todas las dudas sobre la índole de su relación afectiva con la muerta:

- No me ha preocupado en absoluto. Pero, si prefiere, puedo echar unas lagrimitas femeninas para que usted se sienta complacido y, de paso, me libre del dudoso honor de encabezar su lista de sospechosos. Argüelles era una reconocida incompetente en cualquiera de los campos profesionales por los que la universidad le pagaba su nómina. Comprenderá que no valore otras de sus habilidades del tipo de las que no entran en nómina o por las que se cuenta que consiguió acceder a ella. Lo que sí me preocupa es el libro.

- ¿Está muy dañado?

- Lo suficiente en un libro que nadie vendería por menos de treinta millones de pesetas y del que hay tres ejemplares en el mundo. Es el famoso Dies Irae de Maguncia, de Kirschner, de mediados del XVI.

María Lezcano pronunció el nombre del libro y los otros datos de una manera que Quintana hubiera jurado que respetaba hasta el formato de negrita que debe llevar el título en una ficha bibliográfica.

- "El día de la ira". Un nombre muy apropiado para ser el instrumento de un asesinato, ¿no le parece?

María Lezcano ni se inmutó ante el reconocimiento por parte del Inspector de que la muerte de la Vicerrectora había sido deliberada. Se limitó a sonreír con cierta sorna y a responder:

- Sería una suerte para usted que no fuera una casualidad. El número de gente que sabe latín es tan ridículo que el de sospechosos se le quedaría casi en nada. Por otra parte, que la Vicerrectora que más dificultades puso para aceptar el legado Johannsen muera por el impacto de uno de sus libros no deja de resultar gracioso.

- Doy por supuesto que esto -señaló con un gesto vago de la mano el inspector- es el legado Johannsen. Si todos los libros son como el Dies Irae debe valer centenares de millones. Es raro que si alguien lega una cosa así, se pueda dudar de aceptarlo.

- Éste es el más valioso de todos. Sin embargo, en conjunto sí que es una biblioteca riquísima en términos monetarios, y no le digo nada en los bibliográficos. Kurt Johannsen vivió en los últimos años de su vida en esta provincia y se hizo traer su biblioteca al jubilarse. Dejó estipulada la donación a esta universidad siempre que se cumplieran ciertas condiciones. Argüelles y otros miembros del equipo rectoral pretextaron que implicaba un gasto excesivo. Afortunadamente el tema llegó a oídos de un corresponsal de un periódico de importancia y ante el escándalo se aceptó. Mientras se construye el espacio que exigió Johannsen para sus libros se ha alquilado este local.

- Le agradezco la información -dijo Quintana-. Ya seguiremos hablando, si le parece. Infórmeme, por favor de si ha desaparecido algún libro.

El subinspector Urruela, que había escuchado la última parte de la conversación, aprovechó que Quintana se alejaba de la Bibliotecaria para comentarle:

- Ya le avisé que tuviera cuidado con esa mujer, jefe. Las rodillas no mienten. Por cierto, ¿no le parece raro que no haya nadie de la Prensa? Por temas mil veces menos importantes los he visto yo presentes y saltando ventanas para hacerse el paparazzi... Apenas había hablado Urruela, sonó potente el móvil del inspector. No le costó nada asociar el pitido, que a él le pareció especialmente imperioso, con la voz del Comisario Jefe. Las conversaciones con él tenían una ventaja: eran breves y correctas, a la vez que carecían de la sofisticación del uso de otras formas expresivas que no estuvieran directamente relacionadas con el puro concepto de "orden". Hacerlo por teléfono tenía la ventaja adicional de que no se sorprendía a sí mismo distrayéndose en la tarea de buscar algún rasgo que perturbara la imagen atildada y perentoria de su superior jerárquico.

Nada más terminar de hablar, Urruela le preguntó con la mirada.

- Hay órdenes de muy arriba de ser total y absolutamente discretos con este asunto, ¿se acuerda del caso de Cristina y La Estufita Loca? Esto está varios grados más caliente.

Urruela le miró incrédulo:

- ¡Joder, jefe. ¿Está seguro?

El caso de La Estufita se había convertido en el paradigma de las exigencias de discreción policial; Cristina había sido una muchacha de puti-club con buen nivel cultural y a la que sus clientes habían buscado más por sus dotes en el campo de escuchar cuitas de maridos insatisfechos que por sus otras habilidades; una noche recibió una paliza que la había dejado al borde de la muerte y con lesiones físicas que habían acabado para siempre con su carrera. La Estufita era una sucursal de un conocido y masivo establecimiento de prostitución que, sin saberse muy bien por qué, era conocido como "El Ecopolvo", un sustancial aporte popular a la moda de poner "Eco" en la parte inicial del nombre de diversas empresas, no siempre fraudulentas, y que producían compuestos tan discutibles como "Eco-labios" o "Eco-mobiliaria". Se rumoreaba que detrás de la jugosa inversión en el Ecopolvo y, por tanto, en su sucursal, se encontraban importantes intereses ligados a determinados políticos, prohombres locales y quizás a partidos. El nivel de presión para llevar el caso con más que prudencia había sido tan alto que se decía que ni se había llevado.

-¡Joder con la universidad, jefe!

El inspector se limitó a encogerse de hombros y salió de la nave. El sol de invierno hacía aún más desolado el espacio del polígono industrial. Aprovechó el momento de calma para recapitular. A la espera de recibir los informes del forense, de la Directora de la Biblioteca, y de la sección científica de la policía, lo que le quedaba por hacer era buscar en la casa de la Vicerrectora asesinada, su despacho del Rectorado, y su Despacho en su Facultad, ver la información que sobre ella pudiera haber en comisaría, seguir los procedimientos normales de localizar a novios, amigos y amigas, y reconstruir sus últimas horas; pensó también que vendría bien saber más del Legado y se prometió a sí mismo volver a ver a la bibliotecaria.

No tenía lista de sospechosos, pero si la hubiera tenido, pensó, la hubiera borrado nada más incluirla: había una clara animadversión profesional y personal con la Vicerrectora, sin duda, pero si hubiera sido ella, habría reaccionado con toda racionalidad cogiéndole el contenido del bolso y usando después su jugosa tarjeta de crédito para simular un robo, le hubiera machacado la cabeza con cualquier otra cosa, no con un libro, y, desde luego, nunca con ese libro en particular. Por otra parte, daba toda la impresión de ser una de esas personas que nunca podrían rebajarse a matar a alguien que le inspirara un desprecio tan hondo como el que evidentemente sentía por la muerta.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos cuando sonó un teléfono móvil; Matías Cenobio, más empequeñecido ahora visto en el interior de su gran coche, y gesticulando de manera incontrolada mientras hablaba, parecía una ardilla loca dividida entre el deseo de besar y devorar una avellana. Tras volver para dar las órdenes oportunas sobre la investigación, decidió ocuparse personalmente del registro de la casa de la vicerrectora muerta.

Para llegar allí había que subir por un camino empinado que ascendía una de las colinas que dominaban la ciudad, precisamente en el barrio que antaño había preferido su burguesía para vivir o para tener sus casas de veraneo. Ahora, sin haber hecho rendición del todo de sus antiguas glorias, presentaba un paisaje más complejo: viejas edificaciones modernistas, chalets más o menos pretenciosos y algunas casas más modestas, fruto seguramente de las vicisitudes de los repartos de las herencias. Todas ellas, sin embargo, mantenían jardines de mayores o menores dimensiones y desde todas ellas se podía ver el mar. La de Marta Argüelles era una de las cinco casas adosadas que aprovechaban un corte profundo en la colina a media loma; la suya era la que hacía esquina y la primera del lado por donde entraba la carretera, y se podía observar que bajaba al menos dos pisos por la colina, dejando arriba otro, el que tenía acceso desde la calle, coronado por un tejado verde a dos aguas.

Los dos coches aparcaron al borde del camino. El del Secretario Judicial con la autorización para el Registro llegó unos segundos después. En el espacio de entrada a la casa se observaba a un niño con gafas que cogía con las dos manos, y casi con los dos brazos, una pelota, y el trasero de una mujer que, agachada, fregaba el suelo de espaldas. Era de unos cincuenta y tantos años, gruesa, con unos calcetines-medias que le llegaban un poco por debajo de las rodillas y que hacían más visibles aún las venas que hinchaban sus piernas.

Cuando el inspector carraspeó, ella se volvió, se puso de pie y se bajó el mandil dándose golpes en el vestido para quitarse el polvo. Se intercambiaron saludos y Quintana se presentó. La mujer empalideció levemente y le dijo:

- La señorita Marta está en casa, sabe, pero no debe estar bien. Yo vengo a limpiar la casa pero cuando ella no está bien, deja echado el pestillo y ya sé que no tengo que molestarla. Como trabajo también la casa de al lado, aprovecho y limpio algo la entrada.

- No quisiera resultar brusco a la hora de darle una mala noticia, señora, pero Marta Argüelles no puede estar ahí dentro. ¿cree posible que alguna persona que no sea ella esté ahí ?

- Me extrañaría, señor. La señorita no deja a nadie en la casa si no está ella; hasta yo misma trabajo sólo cuando ella está aquí.

- ¿Hay otra puerta diferente a ésta ?

- No señor, qué va a haber, las terrazas dan al barranco.

El inspector mandó con la mano a dos agentes dar la vuelta a la casa y vigilar el barranco. Pocos segundos después llamó tres veces. Con las llaves de la vicerrectora y una fina navaja de resorte, abrió la puerta y saltó el cerrojo. Mientras tanto la limpiadora había cogido al niño y se había apartado; éste se limitó a mirarla con los ojos completamente abiertos.

En el piso superior había un baño y una cocina escrupulosamente limpios, con una nevera en la que había pocas cosas, para desayuno sobre todo. Más allá, un amplio salón con chimenea y un gran ventanal que daba a una terraza. En el segundo piso -que bajaba y no subía- había dos dormitorios, los dos con las camas hechas, uno de ellos grande, con una cama y un ventanal y terraza acordes con su tamaño, además de un pequeño cuarto de baño. Y en el piso inferior, más reducido, un estudio espacioso con dos mesas, un sofá alargado y de color chillón, un ordenador y apenas cuatro filas de libros en una librería de diseño con un cajón; la terraza era mayor que en los pisos superiores. El inspector observó que había varias decenas de carpetas rojas de cartón dispersas por el suelo en la zona de la librería y en los alrededores del sofá. Todas las paredes aparecían recubiertas de cuadros de diferentes tamaños, reproducciones sin mayor interés de pintores del siglo XX.

La ventana de esa terraza era la única que estaba abierta: no presentaba nada de particular, excepto una mesa de plástico blanco caída. No era difícil bajar al barranco, apenas cuatro metros por debajo, con una cuerda; un hombre ágil podría incluso haberse descolgado sin ella por el balcón y sin demasiado riesgo. El inspector ordenó que bajaran a buscar alguna posible pista. Después se puso unos guantes de plástico y empezó a examinar las carpetas. Todas ellas estaban vacías. Por su posición se podía ver que las habían sacado de la librería, quizás del cajón, dejándolas caer al suelo, tras lo cual habían cogido uno a uno sus contenidos. Todas ellas tenían un número escrito a lápiz en el borde derecho, y pudo ver que el número superior era el veintiocho. Quintana, por rutina, levantó un costado del sofá. Bajo éste, con toda la apariencia de haberse deslizado inadvertidamente, había quedado una de las carpetas. Tenía el número diecisiete. Y un papel dentro: una carta dirigida a la vicerrectora Argüelles que tenía a la izquierda el anagrama de un Departamento de Filología. Una mirada somera al contenido, le hizo ver que había conseguido localizar a un primer sospechoso.

El inspector Quintana, siempre seguido por el Secretario Judicial tomando nota de todo, buscó con detenimiento entre las carpetas y en los cajones de donde procedían pero no encontró nada más. Dado que las carpetas estaban numeradas, cabía esperar al menos la existencia de un índice, pero si éste había existido alguna vez, había desaparecido también. Llamó a la Policía Científica y les pidió que hiciesen una revisión a fondo, ocupándose muy especialmente de cotejar las huellas con todo tipo de personas que pudieran haber estado en relación con Argüelles, incluyendo al equipo rectoral y su Departamento. Continuó después sus pesquisas, sin ningún resultado apreciable. Cuando ya estaba finalizando, oyó cómo le llamaban desde la entrada. Al subir las escaleras el policía que guardaba la entrada le señaló a la limpiadora. Ésta, pálida, cogía de la mano al niño, y esperaba, nerviosa, unos metros más allá.

- Dígame, señora -dijo el inspector.

- Perdone usted -dijo ella con voz temblorosa- pero el niño ha visto algo esta mañana temprano y pensé que podía servirle.

- Dígame, por favor.

- Verá, es que el niño es un niño muy difícil, sus padres le ven poco y es muy tímido, casi lo único que hace es ver la televisión y cuando yo llego se me pega como una lapa hasta que me voy. Es más bueno que el pan, la pobre criatura, pero algo raro, y delante de extraños sólo habla conmigo y al oído… no se lo tome a mal a la criatura pero no ha querido decirme nada antes y me ha dicho que sólo lo contará si le llamaba a usted y le pedía una cosa…

Mientras la mujer parecía cada vez más azorada, el niño, allá abajo, no dejaba de observar al inspector, con una mirada fija que a éste le pareció que le convertía en un programa de televisión, una impresión que se reforzó cuando vio cómo el pulgar del niño repetía mecánica e involuntariamente el gesto de cambiar de canal.

- Pues usted me dirá, señora,…

El niño tiró de la mano de la limpiadora y esta se agachó para escucharle; su palidez dio paso al rubor más intenso, y con voz apenas audible continuó:

- El niño dice que quiere darle una patada a uno de los policías que ha entrado, uno gordo y con uniforme. Y el caso es que como se le riña o amenace se cierra en banda y no hay manera de que diga ni una palabra.

Quintana no dejó traslucir su sorpresa y se limitó a mirarlos sin dejar de maravillarse por la extraña situación en la que le colocaban las carencias afectivas provocadas en la infancia acomodada por los avatares de la vida moderna, la influencia masiva de los medios de comunicación, y la intrínseca perfidia de la infancia. No sin antes precaverse de la relativa inocuidad del calzado del muchacho, se acercó a la puerta y llamó a Martí. Cuando éste, con evidente dificultad, llegó arriba, el inspector le pidió, ante su sorpresa, que le acompañase. Nada más llegar a donde estaban la mujer y el niño, y al pararse, éste, que hasta ahora había dado muestras de una inmovilidad casi rígida, se movió hacia delante con una rapidez inusitada y lanzó con toda precisión una patada en la pierna derecha del policía.

Con idéntica e inesperada agilidad éste se llevó las manos a la pierna golpeada y dio dos o tres saltos sobre la izquierda, mientras el niño, como si no hubiera pasado nada, volvía exactamente a su posición inicial, que incluía el cambio compulsivo de canales con una mano y el aferrarse con la otra a una limpiadora que se encontraba en la difícil y desequilibrada situación de quien encuentra en su propia corporeidad la mayor de las dificultades para que se cumpla su deseo de que se lo trague la tierra. Quintana acompañó a Martí al recibidor de la casa mientras le daba las gracias por el servicio prestado. Volvió a donde seguía la extraña pareja y no tuvo necesidad de esperar: el niño tiró hacia abajo del brazo de la mujer y habló a su oído durante un rato. Después ésta se dirigió de nuevo al inspector:

- Me ha dicho que estaba en la terraza de su casa, que vio a un hombre que estaba en la casa de la señorita y que saltó hacia el barranco, llevaba zapatillas Adidas, pantalón Levi, camisa Nike y una mochila también de Adidas…

La mirada de incredulidad de Quintana hizo que la limpiadora aclarase:

- Ya sé que le extrañará -dijo, mientras acercaba su mano a la cabeza del niño y lo acariciaba con ternura- pero conoce todas las marcas de la televisión. Las primeras palabras que aprendió a decir fueron marcas de coches. Todo lo que ha dicho es verdad, créame.

- ¿Le ha dicho algo más?

La mujer cogió ahora al niño, que se dejaba hacer sin apenas inmutarse, y lo abrazó con fuerza mientras se le humedecían los ojos.

- Que así aprenderán los enemigos de los Power Rangers…, ya sabe, la serie esa de dibujos de la tele, uno de sus enemigos es gordo y grande…

El inspector dio las gracias a la señora y se dirigió, pensativo, de nuevo a la casa. Mientras daba las órdenes oportunas para que continuara la investigación decidió dirigirse al Rectorado. Era tiempo de recoger datos sobre las últimas horas de la vicerrectora asesinada.

El edificio del Rectorado era literalmente gris. Pertenecía a un estilo de edificios públicos que por razones nunca aclaradas se habían edificado masivamente en los años sesenta y setenta. Incómodo y sin gracia, resultaba tan anónimo que el inspector Quintana hubiera apostado una comida a que el arquitecto daría dinero por no aparecer nunca como su autor. En la Conserjería preguntó por el vicerrectorado de Marta Argüelles y se dirigió allí, prefiriendo subir las escaleras. Tuvo tiempo de ver cómo el conserje al retirarse él se apresuraba a coger el teléfono. Apenas había alcanzado al primer piso, vio cómo el relaciones públicas de la universidad le miraba semioculto detrás de una puerta. Algo que se repitió para su sorpresa en el segundo y el tercero. Todavía preguntándose cómo había conseguido el personaje poder adelantarle y apostarse con esa rapidez en lugares tan oportunos para el espionaje, entró en el vicerrectorado, que ostentaba el título de "Acción Cultural y Participativa, Ayuda al Tercer Mundo, y Conexión Universidad-Sociedad".

Se encontró en primer lugar con una sala donde se sentaban unas veinte personas, en su mayor parte mujeres, casi todas arriba o abajo de la cuarentena, algunas de éstas con vestidos y escotes que mostraban una obsesión minuciosa en la exaltación de sus encantos; casi todos los ocupantes de la habitación le miraron y una parte de las mujeres, varias de las cuales pertenecían a este último grupo, se alisaron el cabello, alargaron sus mínimas faldas o irguieron levemente sus bustos. Al fondo el despacho de la Vicerrectora se anunciaba con un gran cartel; en la antesala una secretaria de edad indefinida y de un aspecto gris pero cuidado le miró al entrar con una cierta expresión de temor. No había duda de que alguien la había avisado de quién era él.

No sacó muchas cosas en claro: efectivamente no conocía a nadie que quisiese tan mal a la Vicerrectora como para asesinarla, claro que en un trabajo como éste siempre hay celos y resquemores, pero de ahí a matarla...; no, no era la Vicerrectora amiga de hacer confidencias, no tenía ni idea de su vida sentimental; no, la Vicerrectora no tenía ningún cuaderno de direcciones o agenda en su despacho, ella se encargaba de las llamadas, los teléfonos o los contactos, todos profesionales; sí, sí había tenido una cita el viernes por la tarde, a las dieciocho horas, precisamente con otro Vicerrector, el Dr. J. Mata ¿no lo conoce usted ?: el famoso catedrático de medicina y especialista en gerontología; sí, sí podía intentar localizárselo, aunque era un hombre con fama de ocupado... desgraciadamente, su secretaria me ha dicho que no está pero me ha dado el número de su teléfono móvil...

El inspector Quintana se quedó sorprendido por ese extraño "Jotapuntomata", pero se abstuvo de preguntar; desde la misma antesala le llamó.

La conversación telefónica de Quintana con J. Mata fue breve; ya sabía de la muerte de la vicerrectora y le concedió lo que él mismo llamó "un hueco en mi apretada agenda". Se citaron en el Centro de Investigaciones Gerontológicas y de Investigación + Desarrollo (I+D) J. Mata a última hora de la tarde.

El Centro se encontraba a media hora de la ciudad, en una comarca verde y bien cuidada cuyo terreno se repartían casas campesinas y viejas fincas de recreo, hoy reaprovechadas en su mayor parte como casas de fin de semana. Desde la explanada de piedras blancas en la que se aparcaban los coches se veía una fachada que debía corresponder a un viejo internado o a una gran casona familiar, una fachada que aportaba ahora a la institución que albergaba algo que cabría definir como mucho más que un tinte de respetabilidad. En la entrada una recepcionista vestida de uniforme blanco comprobó su identidad y le acompañó hasta el despacho de J. Mata. Pasaron para ello por un patio que, a la manera de claustro, constaba de un recinto central ajardinado y de una galería cuadrada y porticada alrededor. Ancianos y ancianas paseaban, jugaban a las cartas o, en las habitaciones anexas, miraban la televisión. El despacho de J. Mata se encontraba inmediatamente después.

La espera en la amplia antesala duró apenas cinco minutos. Quintana tuvo tiempo de dar retrospectivamente la razón a una frase que había escuchado con cierta sorpresa al comienzo de su carrera policial: hay pocas cosas que den más cultura que ser un policía de Homicidios. Su reciente participación en el caso del asesinato de un anticuario (o chamarilero en una versión menos piadosa) le permitía ahora distinguir, entre otros, un escritorio, una cómoda y un bargueño castellanos del siglo XVII, un gran buró catalán de dos cuerpos, un tocador andaluz del XVIII, y dos piezas modernistas catalanas de comienzos de siglo, sin hablar de lámparas, elementos decorativos diversos, ni de un retrato de Zuloaga en el que un hombre con una bata blanca, impresionante en su ademán, miraba desde lo alto a los humildes mortales que se ubicaban en la antesala, sin que, al parecer, afectara a su sereno semblante sostener en su mano derecha una urna de cristal en la que se podía ver claramente un cerebro humano; el representado se identificaba al pie del retrato como J. Mata. Quintana descartó tras un cálculo rápido que se tratase del mismo J. Mata que iba a conocer.

Cuando la recepcionista le hizo entrar por fin en el despacho, se encontró al J. Mata contemporáneo, sólo muy vagamente parecido al del retrato, detrás de un escritorio no menos impresionante, flanqueado por un ordenador y varias pantallas. Era un hombre maduro de edad indeterminada, de pelo oscuro peinado hacia atrás, con fijador probablemente, y un color de piel que lo mostraba claramente como practicante asiduo de deportes al aire libre; un palo de golf de oro que adornaba la pared a su espalda reforzaba esta impresión. Tras las presentaciones de rigor, el inspector inició las preguntas.

- Parece ser que usted tuvo una cita el viernes por la tarde con la Vicerrectora Argüelles, ¿puede usted decirme algo sobre ello?

- En primer lugar, permítame señalarle mi profundo dolor y desconcierto ante esta inesperada muerte. Si la apariencia de la muerte para nosotros, míseros mortales, siempre tiene algo de sorpresa ante los supremos designios del Todopoderoso, la de la Profesora Argüelles no deja de mostrar un aspecto aún más cargado de sorpresa, siendo como era una mujer aún joven, llena de vida, activa, ambiciosa... No le esconderé que a la Profesora Argüelles y a mí nos separaban muchas cosas; aunque yo me precio de ser una persona tolerante y abierta, comprenderá que yo no podía aprobar que una profesora de la universidad y más una Vicerrectora diera una imagen como diría yo..., en fin, con todo el respeto por la difunta, tan descocada; ni en su forma de vestir ni en el tipo de relaciones que se rumoreaba que mantenía, podía coincidir conmigo. Pero no es menos cierto que por encima de esas diferencias latían en nuestros corazones comunes anhelos universitarios, idéntico amor por la institución. Debo decir también que, sin desmerecer a los restantes compañeros de equipo rectoral, en nadie como en ella encontré más comprensión y apoyo para poder llevar adelante mis múltiples actividades profesionales, mi, si me lo permite, casi religiosa dedicación a la universidad en la que profeso; le aseguro que no es fácil combinar la docencia, el Hospital Clínico, mi consulta privada, el Vicerrectorado, la dirección de esta Casa, un proyecto de Investigación más Desarrollo financiado por la Unión Europea y los fondos de ayuda a la investigación de la OTAN, por no hablar de otras tareas de representación social como la Presidencia Honoraria de la Fundación de Padres del Colegio de mis hijos. Pues bien, incluso cuando estas tareas me impedían la asistencia a las reuniones del equipo rectoral, nunca faltó, me consta, su apoyo explícito, tal como me ha sido referido en más de una ocasión por otros compañeros del mismo equipo...

Mientras Quintana escuchaba el monólogo de J. Mata empezó a sentir una cierta incomodidad, que al principio achacó a la costumbre de éste de pronunciar con mayúsculas palabras que consideraba claves en su discurso (muerte, todopoderoso, institución...); pero pronto identificó su verdadero origen: desde una ventana situada a la izquierda de su interlocutor, y en un resquicio entre la pared y la espesa cortina, lo que parecía ser una de las lentes de un prismático observaba el interior de la habitación...

- Es cierto -continuaba J. Mata- también que a veces sus expresiones en este sentido no se correspondían plenamente con el modelo al que yo puedo considerar óptimo, por ponerle un ejemplo que me fue transmitido por un estimado compañero, "Dejemos al bueno de J. Mata que bastante tiene con su rollo", pero sin duda esta misma espontaneidad no dejaba de resultar, por un lado, efectiva y, por otro, de estar cargada de una profunda comprensión hacia mis múltiples tareas. Valga, pues, este prólogo, del que usted sabrá disculpar los componentes sentimentales, ligados necesariamente a esta hora fatal para mi estimada colega, para desearle e incluso encarecerle el más rápido de los esclarecimientos de su penosa muerte... Me temo, sin embargo, que mi aporte en este sentido no pueda resultar más modesto. Nos vimos en el mismo Rectorado y estuvimos hablando unos tres cuartos de hora; después nos despedimos y yo me fui a mi casa. Es todo lo que, muy a mi pesar, puedo decirle...

Aunque J. Mata no parecía pertenecer al grupo de quienes requieren de una atención excesiva de sus oyentes para seguir desgranando su casi inacabable discurso, Quintana no había podido evitar sentirse algo inquieto de que su mirada se desplazara, mientras éste hablaba, de cuando en cuando a la ventana, donde la reducida franja desde la que se podía atisbar al interior se había ido poblando de más extraños visores, que la ocupaban ya en toda su altura.

- Desgraciadamente -continuaba incansable J. Mata- no me comunicó ni sus planes posteriores ni ninguna otra cosa, nuestra conversación se limitó como siempre a aspectos puramente profesionales, proyectos conjuntos que, lamentablemente, ya no verán la luz, acuerdos puntuales sobre asuntos universitarios, nada del más mínimo interés para su investigación. Le puedo asegurar que desde que conocí la triste noticia no he pensado en otra cosa que en encontrar alguna clave en nuestra conversación para aclarar su funesto destino, siempre que, claro está, no se trate de un desgraciado accidente...

En el momento de acabar de hablar elevó J. Mata su mirada al techo, mirada que, atraída después por el espectáculo de los visores, se desvió hacia ellos y se congeló para, inmediatamente después, volver a los ojos de Quintana. De un salto, en el que se hizo visible su prestancia atlética, se levantó de la silla, y se dirigió corriendo a la ventana, que aparecía ahora del todo despoblada, abriendo las cortinas en un gesto rápido. Delante, Quintana pudo ver otro patio como el anterior pero habitado ahora por ancianos y ancianas que llevaban puestos unos artilugios en los ojos de los que sobresalían visores de extraña apariencia...

J. Mata se dirigió corriendo hacia la puerta, llegó a la antesala y abrió una puerta a la derecha, seguido, a mucha menor velocidad, por Quintana. El patio estaba lleno de ancianos con visores, que, silenciosos, estaban desperdigados por todo el recinto en una actitud que el inspector no tuvo ningún problema en catalogar como de claro disimulo, como niños que hubieran sido cogidos en falta y tuvieran unos segundos para volver a adoptar la más inocente de las posturas. Lo que resultaba extraño era, aparte del visor, la posición estática de los viejos y lo lejos que estaban muchos de ellos, dado el poco tiempo que habían tenido para poner distancia entre ellos y la ventana a la que apenas unos segundos antes se habían asomado.

J. Mata, con una expresión claramente desolada y pálida, los observaba desde la puerta abierta. A los pocos segundos pareció darse cuenta de la presencia del inspector, miró hacia atrás y pareció aceptar la necesidad de alguna explicación. Con un gesto le invitó a seguirle. En medio del patio había un pequeño templete con un banco circular y una mesa de mármol. Cuando tomaron asiento, J. Mata extrajo un intercomunicador y pidió enérgica pero cortésmente que se presentara la supervisora de la unidad P-2. A los pocos segundos apareció una mujer de unos treinta años, delgada, morena, con un aire de gran eficiencia.

- Me va a perdonar, Isabel, pero no tengo más remedio que recordarle mis repetidas instrucciones de que bajo ningún concepto se deje a los ancianos del Proyecto sin una vigilancia personal o, como mínimo, monitorizada. Como es evidente que el caso primero no se ha dado, confío en que me pueda usted ofrecer explicaciones sobre cómo se ha podido dejar de detectar por la vía de las cámaras un comportamiento tan marcadamente anómalo como el que se ha desarrollado aquí en los últimos minutos.

- Si me permite, iré ahora mismo a averiguarlo, Doctor -dijo la Supervisora, azorada.

- Le rogaría también me hiciera llegar lo antes posible un Glennfiddich... ¿Desea usted también un whisky, inspector?... Dos entonces, gracias.

Cuando se retiró la enfermera, Quintana se aprestó a escuchar las confidencias de J. Mata. Éste, tras su despliegue de autoridad, iba recuperando poco a poco el color y el control de sí mismo. La llegada del whisky y un trago rápido le permitió recobrar de nuevo su perdida locuacidad.

- Se preguntará usted, estimado Sr. Inspector, por las razones de todo este espectáculo del que, involuntariamente, se le ha hecho espectador. Quizás también por mi enérgica reacción ante un incidente cuyo alcance, a la espera de mayores aclaraciones, le debe resultar una incógnita. Permítame, en primer lugar, señalarle que en este lugar donde nos hallamos tres generaciones de mi familia han dedicado sus mayores esfuerzos al estudio y mejora de la situación de los ancianos, acogidos aquí como huéspedes, casi como familia propia. Sobre mí pesa, créame, una responsabilidad enorme, responsabilidad enorme que me lleva a buscar estar en la vanguardia de las búsquedas de nuevas soluciones, enfoques y perspectivas que permitan un mejor tratamiento de aquéllos que, habiendo dado lo mejor de sí mismos a la continuidad de sociedades e instituciones, se encuentran ahora en situaciones delicadas, a veces, incluso, de grave postración. A usted, obligado por su benemérita profesión a tomar nota de todo lo que escucha, no se le habrá ocultado mi previa alusión a mi Proyecto de Investigación más Desarrollo financiado por la Unión Europea y los fondos de ayuda a la investigación de la OTAN. Varios compañeros, con mi modesto pero, permítame decirlo, experimentado aporte, hace tiempo que diseñamos un proyecto de cierta envergadura que podía revolucionar el mundo de la gerontología. No ignorará que la difunta vicerrectora era una conocida especialista en el campo de la didáctica y la pedagogía, con el notable conocimiento de las claves educativas y de transformación y guía del pensamiento/comportamiento que corresponde a su disciplina y que la perspicaz Doctora Argüelles había desarrollado, aunque, ciertamente, sus importantes facetas públicas no hubieran repercutido en un conjunto de publicaciones que se correspondiera con el caudal y la profundidad real de sus conocimientos. La palabra clave es, como no se le habrá escondido a usted, la palabra "informática", realidad virtual, nuevas tecnologías, en definitiva. Es aquí donde se conecta todo nuestro tema con los aportes de otros colegas especializados en este complejo y apasionante campo especialmente de mi colega, el Catedrático Dr. Frejeiro Antúnez, Director de la Oficina de Transferencias Tecnológicas de la Universidad, girando todo alrededor de las posibilidades de su aplicación a los desarrollos de proyectos asistenciales referidos a ancianos. No ignorará usted lo costoso de un tratamiento individualizado de los problemas de la vejez, especialmente cuando la senilidad se muestra en comportamientos anómalos o impropios, incontinencias urinarias, fecales o similares. En síntesis: nuestra pretensión es ser pioneros en el campo de la aplicación de esa realidad virtual que representan los adminículos que portan esta sección de los distinguidos pacientes/clientes/invitados de mi establecimiento, y que, a partir de la proyección de imágenes y modelos de cierta complejidad, incluidos procesos lingüísticos para los cuales contamos también con especialistas de reconocido prestigio, permitan el re-desarrollo del proceso de control y normalización. En síntesis, hemos conseguido importantes fondos comunitarios y de la misma OTAN, esa organización tan injustamente menospreciada, para desarrollar un proyecto piloto, de vanguardia, en este campo.

J. Mata hizo una pausa para beberse un largo trago del Glynfiddich, la misma pausa que aprovechó el inspector para observar cómo todos los viejos se habían ido desplazando hacia detrás de él y le miraban, de nuevo, fijamente con sus visores. En ese mismo instante se oyó el ruido del intercomunicador y el Doctor, respondió a la llamada. Tras un breve intercambio de palabras con una mujer, éste dejó el aparato con gesto cansino sobre la mesa y se dirigió en un tono más apagado a Quintana:

- Parece ser que se desconectaron las cámaras hace diez minutos y que no se han arreglado aún...

El inspector, viendo la expresión de vulnerabilidad que se abrió por un momento en la estampa paradigmáticamente perfecta de su interlocutor pensó en la posibilidad de que en el fondo de tanta vacuidad se escondiera algo parecido a un ser humano.

- Pero, sigamos, estimado Sr. Inspector, me temo que ha sido testigo aquí de una manifestación de uno de los aspectos todavía fuera de control del proceso: la alteración de mecanismos electrónicos como las cámaras de vídeo por el dispositivo que soporta los visores. Mas esto no es sino una parte del problema, el núcleo fundamental de éstos lo constituye la exigencia en nuestro proyecto de una cierta desconexión de los ancianos con la más inmediata realidad y, muy en especial, de cualquier actuación colectiva; no le aburriré pormenorizándole las razones para ello. Usted ha sido testigo -la mirada de J. Mata mostraba sin querer a Quintana cuánto sentía haber dado lugar con su reacción a que se viera incluido en la categoría y condición de "testigo" y entendió el por qué del paso de la frialdad formal del comienzo a la distante cordialidad de que disfrutaba ahora, con whisky incluido -de una de éstas, digamos, disfunciones. No tengo ni qué decirle cuánto ponderaría -el intencionado énfasis del Doctor intentó proyectar la posibilidad de un tratamiento de favor en la consecución de un halagüeño futuro virtual y privado de incontinencias urinarias para los posibles ascendientes del inspector Quintana e incluso para él mismo- su discreción sobre nuestros procedimientos y sus lamentables y, por supuesto, momentáneas, dificultades.

Mientras el inspector trataba de dilucidar si la pausa en la continua emisión sonora de su interlocutor significaba que esperaba de él un asentimiento o si se trataba de una tregua unilateral y de corto alcance, observó la conexión de tres grupos de movimientos: por un lado el vaso de whisky de J. Mata parecía suicidarse cayendo con estrépito del borde de la mesa, por otro, los ancianos, hasta ese momento quietos y mirando con atención y en silencio al Doctor, se ponían a andar y se desperdigaban por el patio, siempre sin decir una palabra, y, por último, éste último se levantaba de nuevo de un salto, miraba a los viejos y agarraba hasta hacer palidecer sus nudillos el borde del banco de piedra.

De nuevo haciendo un esfuerzo por aparentar calma, J. Mata pareció sentir otra vez la necesidad de recuperar el monopolio de la palabra, no sin que resultase evidente a Quintana, a juzgar por su expresión y por lo sucedido hasta el momento, que los auténticos problemas del proyecto no estaban únicamente en las eventuales interferencias electrónicas. Esta vez, sin embargo, se limitó a mascullar una disculpa y a despedirse con su característica cortesía, acompañándole a la puerta del patio, donde se hizo cargo de él la atildada recepcionista.

Conduciendo de vuelta a la ciudad y a su casa, el inspector decidió comenzar la jornada venidera con un encuentro en la comisaría con sus subordinados y con una visita a su único sospechoso.