Fernando Wulff Alonso
Universidad de Málaga (España)
El caso del asesinato de la Vicerrectora
Copyright: 2000 Fernando Wulff Alonso

JUEVES

Amtich apareció con puntualidad; sus ojeras mostraban que no había dormido mucho esa noche, lo que advirtió Quintana con cierta satisfacción porque era exactamente lo que quería conseguir al citarle a esas horas. La inseguridad producida por una mentira que no se está seguro de que haya sido detectada, mezclada con el cansancio del insomnio, era siempre muy eficaz; y más si había más de una mentira, no digamos ya si uno es un asesino. Aun así, mantenía su imagen impoluta, con el estudiado vestuario que le caracterizaba, esta vez matizado por cambios estratégicos que parecían reforzar sus aspectos más juveniles, más, diríamos, sanamente juveniles y viva-la-gente. Desplegaba una de sus mejores sonrisas -de hecho uno se las podía imaginar en fila y en su armario y al mismo Amtich decidiendo antes de salir de casa cuál elegía para esa mañana o para cualquier evento - y se acercó a su mesa tendiéndole la mano.

El inspector inició una rutina que en gran parte le resultaba aburrida; primero le dio las gracias por venir, luego le informó con tono del todo distendido de que no estaba acusado de nada pero que, en todo caso, tenía derecho a un abogado, lo que el becario, en el mismo ánimo amable declinó. Después le pidió que le acompañara a otro lugar donde no serían molestados con continuas interrupciones y le llevó a la habitación reservada para los interrogatorios, una habitación sin ventanas que alguien había decorado -o desdecorado- para que se pareciera a las de las películas norteamericanas: una mesa, cuatro sillas, una lámpara; hacía calor allí con la calefacción al máximo que previamente había encargado que se encendiera. Amtich no dejó traslucir ninguna emoción. Cuando los dos se sentaron, uno a cada lado de la mesa, Quintana reforzó el previsible impacto del cambio de ambiente pasándose la mano con intensidad por la cara y los ojos antes de hablar:

- Ayer me decía usted que no sabía nada de la vida privada de la Vicerrectora, ni nada de lo que le pasó desde, digamos, el jueves a las veintiuna horas ¿no? y, por tanto, no me puede decir tampoco nada de lo que hizo el viernes y el sábado. También me dijo que se enteró de su muerte poco menos que por los periódicos...

- Así es, créame que siento no poderle ayudar, nos veíamos en la facultad y hablábamos de cosas profesionales tan sólo -dijo Amtich adoptando su expresión "comprendo su problema y lo comparto, pero...".

Quintana decidió jugar con un par de faroles antes de poner en funcionamiento datos reales y después de una pausa dijo:

- Verá, si me permite, le voy a ser sincero, gentes cercanas a usted en su Departamento y que tienen, en principio, buenas razones para saberlo me han dicho que le han visto con la Vicerrectora en más de una ocasión fuera de su Facultad...

Amtich acusó el golpe y endureció su expresión, aunque se recuperó pronto, para decir con una leve sonrisa:

- Lo que ocurre es que no todo el mundo, y en especial mis otros compañeros becarios, veía con buenos ojos que yo fuera el Coordinador de Becarios de la sección de dinámicas didáctico-conductuales del Proyecto I+D que codirigía la Dra. Argüelles. Alguna vez hemos gestionado juntos aspectos del Proyecto en algún lugar oficial fuera de aquí, pero eso era todo.

- Verá, me sorprende eso. Le seré franco: tengo datos de que usted se citó con ella una serie de veces y no sólo en sitios oficiales. Eso no es nada extraño, por qué no iban a hacerlo, se puede tomar un par de cervezas sin mayores implicaciones, por ejemplo después de sus encuentros los lunes, martes y jueves de veinte a veintiuna horas. A una hora tan tardía, por qué no una charla más relajada de cuando en cuando en otro sitio y un par de cervezas... Lo que extraña es lo que parece toda una negativa a aceptar un hecho tan normal y que no tiene por qué tener mayores implicaciones.

Quintana dijo todo esto mirándole a los ojos con fijeza, en un tono entre la simpatía y la sorpresa, reforzando la ambigüedad de la palabra "cita", del extraño horario de las "horas de tutoría de becarios"; a la vez, la precisión de su información sobre éstas volvía a apuntar a lo que podían haber contado sus potenciales enemigos, obviamente sus compañeros becarios, y que él no sabía hasta donde podía llegar.

- Tiene razón. Perdone la tontería que he hecho al negarlo pero mi posición como Coordinador de Becarios de la sección que coordinaba la Dra. Argüelles en el proyecto ha hecho que se disparen rumores infundados sobre mi relación con la Vicerrectora y me he defendido siempre negándolo y negando también cualquier encuentro con ella fuera de horas de trabajo. Alguna vez nos hemos visto en alguna cafetería o así para perfilar detalles, sin mayores implicaciones...

Amtich había decidido cambiar de registro; de repente, su tono y gestos dejaban ver a un joven brillante y prometedor que tenía que defenderse de acusaciones infundadas producto de la envidia, un joven que reconocía ahora la torpeza de no haber sido franco desde un primer momento con el inspector, un joven que, gesto a gesto, buscaba ahora la comprensión y el olvido de un error momentáneo y absurdo para volver a ser aceptado como un informante cargado de toda la buena voluntad de este mundo y de cualquier otro que pudiera haber existido en los espacios siderales después del Big-Bang.

Quintana reforzó su opinión sobre el flamante Coordinador de Becarios, tan evidentemente orgulloso de su papel de coordinar a otros dos tipos como él en un proyecto dedicado a las deyecciones de la tercera edad, dirigido por una científica no menos lamentable de una universidad más de un país no muy destacado en investigación precisamente; se preguntó si mataría por esa estupidez. Qué curioso, pensó, si esto es lo que puede hacer la universidad en la gente.

- Parece que, por fin, nos podemos entender. Entonces podemos acabar pronto ¿no? ya hemos acabado con nuestra pequeña contradicción, que le aseguro que quedará en secreto entre nosotros, escribe usted su declaración en la que nos dice que sólo alguna vez había visto fuera de la Facultad a la Vicerrectora y siempre en lugares públicos, que desde el jueves no la vio y que no conoce nada más de la cuestión y se va ¿de acuerdo?

Amtich se relajó visiblemente. En ese momento, después de que el inspector hubiera apretado una tecla sin que su interlocutor le viera, sonó el teléfono móvil y lo escuchó con atención, poniendo un semblante cada vez más preocupado y, finalmente, cercano a lo hostil. Cuando lo apagó, miró a Amtich y se levantó con cierta brusquedad diciendo:

- Voy a tener que dejarle por unos instantes, tenemos nuevas informaciones, me temo que algunas le atañen a usted. ¿Es consciente de que si no es cierto algo de lo que va a firmar no sólo habría firmado una declaración falsa sino que se convertiría en nuestro principal sospechoso del asesinato? Le veo luego... Por cierto ¿le gusta a usted la comida rusa?

La alusión a la comida rusa era sólo un farol pero, si acertaba, resultaría decisivo y, si no, introduciría más confusión en alguien que debería estar ya confuso. Amtich se quedó lívido mientras él salía. El Inspector lo dejó solo y se tomó un café con hielo en la máquina del pasillo, hizo varias flexiones en su despacho y después lo observó durante unos veinte minutos en el monitor de vídeo que grababa todo lo que ocurría en la habitación: sudaba copiosamente y andaba de un lado para otro. La cosa iba bien, pensó Quintana, había conseguido mucho sin mostrar ninguna de las cartas que verdaderamente tenía. Amtich sudaba mucho y ni siquiera se le había ocurrido quitarse la chaqueta.

Cuando entró en la habitación, vio que aunque Amtich intentaba esconder su estado, todo le traicionaba: una mano agarraba con tensión la mesa, no había ninguna sonrisa en su cara, apenas movió la cabeza para responder al saludo y la espalda estaba ligeramente curvada. El inspector se sentó aparentando excitación e impaciencia, echó su silla para atrás y dijo, forzando cada vez más el ritmo:

- Creo que ya es hora de dejar de jugar, pero eso está en su mano. Me siento profundamente decepcionado. Me ha dejado con el culo al aire. Acaba usted de asegurarme su sinceridad después de mentirme como a un tonto y yo me lo creo. ¿Y qué pasa luego? ¿Se acuerda de aquel detective de serie negra que decía algo así como "la dejé hablar y cuando conté tres mentiras la interrumpí..."? Usted puede firmar su declaración pero acaban de enseñarme pruebas definitivas de que en ella habrá más de tres mentiras; no voy a poder evitar que se le eche encima toda la Brigada en pleno. Y no hay mejor sospechoso que usted y todo el mundo está deseando resolver el caso porque hay muchas presiones y está cabreado con usted. A mí me van a quitar de en medio por haber creído en su inocencia y le aseguro que más le vale hablar conmigo que con ellos y, además, empezando desde el viernes y acabando, como mínimo, el lunes por la mañana. Y más le vale hablar de todas sus visitas a la casa de la Vicerrectora ¿comprende? todas, y de cocaína y de todo lo que haya... Insisto: está en su mano, o me lo cuenta todo y me convence con su sinceridad de su inocencia o entran ellos y se ponen a hablar con usted en serio y le cuelgan hasta el asesinato de Kennedy... Es mejor que no se imagine a sí mismo con cincuenta años saliendo de la cárcel ni la recepción que va a tener un jovencito como usted allí... Vamos, no sea gilipollas y dése una oportunidad, cuente las cuatro tonterías que tenga que contar y salga de esto pronto.

Amtich se iba poniendo cada vez más tenso conforme Quintana hablaba hasta que se quebró y empezó a llorar. Éste se acercó a él y le puso una mano en el hombro. De lo que contó, el inspector le hizo más tarde el siguiente resumen a Urruela:

- Comprenderá que ante la perspectiva del asesinato, que yo no creía que él hubiera cometido y que, efectivamente no había cometido, pero que él temía que le fueran a colocar, y sin saber qué sabíamos, lo contara todo. Marta Argüelles quedaba con él una o dos veces por semana -ya le he dicho que es un joven atlético y atractivo- y se lo beneficiaba. Se entiende que una mujer como ella prefiriera aliviar sus necesidades de una forma práctica, barata, efectiva, con poco tiempo que perder y sin compromisos. Nada especial pero sí de cierta constancia, por lo general él esperaba en sus "horarios de tutoría de Doctorandos" a que ella llamara o no, aunque normalmente se veían los jueves, en especial si no se habían visto ese mismo lunes o martes; el muchacho se dejaba hacer y sacaba sus ventajas profesionales, no sé si también algo de ropa y no tengo ni idea de si le gustaba la Vicerrectora o no o si le gustaba follar con ella o no; tengo la impresión de que no demasiado. Según lo que me contó, lo que no había por parte de él ni por parte de ella era afecto o ternura, no digamos amor. Se veían en la casa de ella y normalmente, pero no siempre, evitaban encuentros fuera, en especial a horas comprometedoras. Ni el lunes ni el martes se vieron y el jueves la Vicerrectora llamó para decir que ese día no se podían encontrar por alguna razón, él no sabe por qué. Pero el viernes, aunque no era la costumbre, ella había salido de la reunión con J. Mata con ganas de marcha -no me extraña- y se había metido una rayita en su casa. A eso de las diez decidió llamar a Amtich, y aunque él tenía una cita a las doce con su novia oficial, ella aseguró que había tiempo y lo recogió en su casa. Se lo llevó a la suya y tuvieron relaciones sexuales, no en la cama, lo que cuadra bien con lo que sabemos, sino de pie, con ella apoyada en la chimenea. Después, se tomaron una copa de ron -la marca también coincidía con la que había en la casa- pero no lavaron los vasos. Argüelles se duchó rápidamente y se cambió de ropa eligiendo un traje oscuro y ajustado -el que llevaba cuando murió- y le dejó cerca de casa de su novia. Por lo que sé es una chica de buena familia, esto es, rica, y sospecho que más o menos virgen, al menos eso cuadra con que él no sintiese necesidad de ducharse después de su polvo vicerrectoral, pero vamos... Ella le había dicho sin mucho interés si quería tomar una copa y algo de comer en el Mandragor, comentándole incidentalmente lo de la comida rusa; al menos una vez habían estado allí antes. En todo caso, era seguro que ella iba allí, y que habría llegado también a eso de las doce. Todo esto cuadra bien con lo que sabemos. Él estuvo con la novia hasta las cuatro de la mañana y luego, aunque a ella le había dicho que se retiraría inmediatamente, se pasó por varios bares de copas y se encontró con varias personas aunque con ninguna estuvo todo el tiempo, con lo que no tiene coartada. Llegó a su casa a las ocho de la mañana del sábado, aunque ni siquiera eso lo puede probar: sus padres no estaban despiertos. Comió con ellos a las tres y no supo nada de la Vicerrectora hasta el lunes por la mañana en que visitó su casa.

- ¿Así que tal como pensaba era el misterioso asaltante de la casa de Marta Argüelles? ¿Costó mucho sacárselo?

- No demasiado: había la posibilidad de presionarle a partir de esa falta de coartada: aún le podía caer el marrón del asesinato y se apresuró a decirlo todo. Lo que costó más fue que admitiera quién le había dado la noticia, y que se juntaron sus propios temores con los de la persona que le llamó debido a ciertas aficiones y prácticas de la vicerrectora. Esa persona a quien llamaremos X, y que obviamente pertenece a la universidad y que es importante, le llama temprano el lunes, le dice que Marta Argüelles está muerta, le dice también que él y otras personas claves de la universidad y de otros estamentos le agradecerían mucho que fuera a casa de la muerta y buscase una serie de documentos comprometedores y los destruyera; para ayudarle a decidirse con total libertad le apunta también cuatro cosas: primero, que sabe que él iba allí con cierta frecuencia, que está seguro de que no quiere verse envuelto en el lío de que se hiciesen públicas sus visitas y que, en especial, lo supiera la Señorita tal del tal, hija de Don tal del cual y de Doña cual del cual, con domicilio en aquí de allí; segundo, que sabe de ciertas iregularidades en los fondos del I+D que hablan de pagos que se le habían hecho por dietas y viajes para un par de estancias nunca realizadas en un Centro de Investigación, una práctica que no era sin duda excepcional pero que, también sin duda, en su caso adquiriría dimensiones inimaginables; en tercer lugar, la difícil vida que esperaba a un becario sin tesis, Directora de tesis, ni proyecto rentable ni perrito que le ladre, y con, de repente, miríadas de enemigos importantes; y, por último, las brillantes perspectivas de una plaza de Ayudante con un perfil hecho cual puro traje a medida para él.

En ese momento, además, él recuerda ciertas fotos en polaroid de su cuerpo membrudo y sensual que la Vicerrectora se había empeñado en hacerle y que él, como buen narcisista, había tomado como un mero apoyo para los momentos de placeres solitarios de ella. De repente piensa que no costaría mucho a la policía averiguar quién era él si registran la casa y las encuentran y se da cuenta de que podría ser sospechoso de su muerte e inmediatamente imagina qué pasa si eso se hace público y del peligro inminente, además, de que se entere la distinguida Señorita tal del tal, hija de Don tal del cual y de Doña cual del cual, con domicilio etc. También, y en medio del evidente chantaje al que se ve enfrentado, le huele lo que se le dice, con razón, a ciertas prácticas chantajistas de la Vicerrectora y se asusta de lo que ella hubiera podido atesorar sobre él, incluyendo las bonitas fotos de todos o de algunos de sus miembros preferidos. Se pone histérico, acepta el encargo y se viste de rey de las marcas deportivas, sin olvidar una mochila para llevarse lo que encuentre; recuérdeme que le debemos una visita al vecinito, verá que es un niño muy ocurrente, acertó con todas las marcas, perdón, menos con la de los guantes, lo que no deja de ser disculpable porque no se ve.

Con su moto, excelente, por cierto, llega cerca de la casa. Como la conoce bien, entra con facilidad, la descripción de cómo lo hace coincide a la perfección con lo que nos contaron los de la policía científica, así que no hay duda. Primero sube arriba del todo y pone la cadena de la puerta, recoge los dos vasos y los lava y seca, trata de limpiar otras huellas suyas frotando con un trapo donde imagina que están, luego va bajando a la vez que busca por todas partes hasta que llega al piso inferior, donde no le cuesta mucho encontrar las carpetas rojas en el cajón de la librería. Las saca y mira por encima los contenidos buscando sus fotos; no sólo las encuentra sino que encuentra otras muchas cosas que no son del caso. Inquieto, recuerda el encargo y va metiendo todos los contenidos de las veintiocho carpetas en su mochila. Cuando le pregunté por la dedicada a Camprubí, me dijo que se le habría deslizado debajo del sofá sin darse cuenta. Decide salir por la terraza de la misma habitación y, tal como suponíamos, no tiene problemas en descolgarse y saltar.

Cuando está en su casa abre la mochila y rompe sus fotos, asegura, aunque a mí no me extrañaría que se hubiese quedado con alguna para su currículum, y luego mira lo que hay dentro: algún documento de personajes importantes y de circulación de fondos del partido que gobernaba cuando la Vicerrectora hacía política activa, fotos de prohombres locales y de algún miembro del equipo rectoral en situaciones poco recomendables, varios papeles más cuya trascendencia no entiende -así dos o tres con fechas y pegatinas de Porky, el cerdito de los dibujos animados, encabezándolas, (ya sabe, aquél de "Porky, Porky, nuestro rey..." y que acababa con la canción más triste del mundo, ya sabe: "Lástima que terminó el festival de hoy..."), los datos de una cuenta anónima y millonaria en el extranjero, un conjunto de páginas con lo que parecían ser claves informáticas, y varias más con nombres figurados (tipo "Enanito saltarín") y fechas de viajes. Cuando está en ello recibe otra llamada de X, que escucha sus hazañas, le felicita, le dice, o mejor, ordena que lo guarde todo, que no se le ocurra mirarlo, que le convertirá en el rey del mambo si obedece pero que le arrojará al caos y a las tinieblas exteriores si no, que ahora él está más comprometido que nadie, que cuando las aguas estén más mansas se citarán para que le dé las carpetas y que sea prudente; se asusta, lo guarda en un cajón, dice, y se olvida de los papeles. Así hasta que el miércoles de madrugada se queda tan preocupado por la conversación conmigo que, en medio del insomnio, vuelve a perder los nervios, rompe en pedacitos los papeles y fotos y los tira a la papelera, pensando en la posibilidad de que se registre su casa, quede en evidencia lo que había hecho y se sospeche que había hecho lo que no había hecho. Y eso es todo lo que resulta de utilidad para el caso que le pude sacar. Mi esperanza seguía estando, como usted sabe, en su vigilancia del Mandragor, o sea, en que el asesino hubiera sido alguien relacionado de una manera u otra con el ambiente de la droga, aunque el conjunto de carpetas, más de una dedicada sin duda a alguna de las múltiples variedades del chantaje, abría aún más la lista de presuntos enemigos mortales de Argüelles... por no hablar de la posibilidad, más divertida pero quizás más difícil, de que la hubiera matado cualquier compañero o compañera por razones como heredar su despacho, su mesa o algún becario o becaria.

Quintana se abstuvo en esta conversación de darle a Urruela el nombre real del interlocutor e incitador de Amtich; al fin y al cabo, se trataba de Matías Cenobio, el hombre de confianza del Rector, y ya había aprendido de lo delicado de todos los temas que rodeaban el caso. Y tampoco le dijo que uno de los aspectos más difíciles del interrogatorio de aquél había sido extraerle esa información. En todo caso, la impresión que tenía Quintana es que Cenobio no era tampoco el asesino: todo apuntaba a que se había enterado el mismo lunes y que entonces había manejado los hilos de Amtich; es cierto que también había la posibilidad de que, enfrentado a la necesidad de entrar en la casa de la Vicerrectora, hubiera pensado en éste y esperado a ponerle en marcha cuando fuera más o menos oficial su muerte, pero no cabe duda de que era una apuesta muy arriesgada y que resultaba más fácil pensar que si la había asesinado el sábado de madrugada debía haber intentado un asalto de la casa él o encargarlo a alguien entre el sábado por la mañana y el lunes. En todo caso, había que interrogarlo por el asesinato y para indagar en sus preocupaciones por las carpetas comprometedoras, que muy bien podían referirse a cuestiones ilegales. La información de Amtich no era muy precisa pero ofrecía toda una tipología con visos de ser útil; en especial, además, cabría explotar que nadie sabía que estaban destruidas.

El inspector era consciente de que no había grandes acusaciones contra Amtich -apenas un allanamiento de morada que, por otra parte, cualquier juez podía considerar con la eximente de que se debía a razones poco menos que de honor- pero le convenía dejarlo incomunicado, en especial en relación con Cenobio que ahora podía ser acusado de incitación a un delito, aunque con todos los límites de que la única prueba real fuera la palabra de Amtich; si se corría la voz de su detención, Cenobio no dejaría de ponerse más tenso y, quizás, de hacer alguna tontería que resultase útil para la investigación. Mandó a un policía para localizarlo y seguirlo. Relajándose un poco, se dio cuenta de que aún le quedaba tiempo sobrado para asistir al entierro de la Vicerrectora en su pueblo e incluso para, por pura e insana curiosidad, indagar por las circunstancias del accidente de J. Mata, aprovechando que llegarse hasta su Centro le suponía tan sólo una mínima desviación de su ruta.

Media hora después entraba por su puerta y pronto, tras aclarar que se trataba de una visita de mero cumplido y breve que de ninguna manera le fatigaría, era conducido por una enfermera hasta la habitación del médico devenido paciente. Se encontraba en una pequeña casa invisible desde la explanada de aparcamiento, detrás de la mansión. Para llegar a ella atravesó, acompañado por una silenciosa y envarada enfermera, los dos patios que ya conocía; al pasar le sorprendió ver que ya no estaban separados y que en ninguno de ellos los ancianos portaban los extraños adminículos que había visto que distinguían a los del segundo. La casita debía haber sido siempre el lugar donde los J. Mata se quedaban en caso de necesidad y reproducía la suntuosidad y la riqueza de mobiliario de la antesala y del despacho del edificio principal que también conocía. En un gran dormitorio con altas ventanas semicerradas con cuarterones y bajo una cama con baldaquino -que a Quintana le pareció de jacarandá y portuguesa del siglo XVIII- yacía el J. Mata contemporáneo, con una pierna y su brazo contrario enyesados y en alto. Quintana se sorprendió a sí mismo extrañándose de que no llevara gorro de dormir y pensó que de alguna manera el antepasado del cuadro, el protocatedrático Jotapuntomata, se había abierto paso en aquel maduro pero deportista y atlético personaje que él había conocido unos días antes, adueñándose, como en ciertas películas de terror, de su cuerpo; no se trataba tanto del parecido como de algo que les unía a través de los decenios. Incluso su lenguaje parecía haberse arcaizado y alambicado más aún, según pudo comprobar inmediatamente; resultaba inquietante su mirada fija, aunque no tanto como una especie de tic que le llevaba a mirar cada pocos segundos a la ventana a su izquierda.

- Me es imposible expresarle, estimado Inspector, hasta qué punto me alegra su amable visita. Temo haber sido la causa de haber sumergido con mi ejemplo a mi mujer y a mis queridos vástagos en tan gran barahúnda de actividades que aún no han hallado oportuna ocasión para visitarme y créame que digo esto más allá de toda veleidad que pudiere siquiera rozar el reproche. No haré, no, indiscretas preguntas al respecto del caso de mi finada colega de Vicerrectorado: fuera abuso grande aprovechar su preciada venida para sonsacarle informaciones que, sin duda alguna, habrá ya extraído con la perspicacia que se capta en su mirada y hasta en la perdida virtud que tanto usted asesora: saber escuchar. ¿Cuándo tuve la oportunidad de verle por primera y única vez? Ah sí, ya recuerdo, el lunes. Desde el dia siguiente me encuentro reducido a este estado, si penoso físicamente, capaz de ofrecerme sin embargo ocasión para el descanso y la reflexión, tan inencontrables en medio del tráfago cuotidiano. Lamentable el accidente, un mal cálculo respecto al lugar exacto del pretil del pozo que, si bien ya en desuso, no deja de adornar con un tono bucólico y en cierta forma agreste el segundo patio. Imposible la reconstrucción de los hechos, si me permite el abusivo préstamo del lenguaje forense. Dificultosa hasta la misma precisión de mi deambular dado que, a decir verdad, hubiera jurado que me hallaba en el momento de mi fatídica caída bien lejos del mismo. Inefable en el sentido literal mi despertar rodeado de las miradas de mis queridos pacientes/clientes/invitados formando a mi alrededor, si mi recuerdo no me engaña, una precisa y curiosa forma octogonal, mirándome desde sus vanguardistas adminículos visuales. Extraño, sin paliativos el recuerdo, sin duda fruto del desusado impacto, de uno de ellos hablando a mi oído, lo que en sí dista mucho de resultar chocante, pero que sí lo es si se considera que mientras su cabeza se aproximaba a la mía y su boca a mi oreja, el resto del cuerpo se irguiera en posición exquisitamente vertical, con los pies en el aire. Mas, dejando todo ello a un lado, ¿podrá reprochárseme acaso que interprete este acontecimiento desde mis acendradas creencias religiosas? ¿Que, volviendo atrás de mis frenéticas actividades cuotidianas, reflexione sobre todo ello y lo considere poco menos que un divino aviso? ¿ Se me podrá reprochar, igualmente, que este aviso lo refuerce mucho más el fúnebre e inesperado destino de la Dra. Argüelles, que Dios Tenga en su Gloria? Tiempo es de recuperar, pues, seso y cordura. Adiós a tantos desvelos. Aquí mismo, sin ir más lejos, hemos renunciado a la obligatoriedad del visor para los queridos amigos-pacientes-clientes del segundo patio y con ello al proyecto, ambicioso pero agotador, que llevábamos adelante con la finada ¿a qué cargarnos nosotros con tantas tareas, a qué perturbarles a ellos sus últimos años? Es cosa de ver con qué placer los utilizan en actividades voluntarias y recreativas de diversa índole, tanto que da ganas de reinterpretar el proyecto I+D en esa lúdica dirección. De cuando en cuando vienen a esa pequeña explanada que separa ambos edificios -J. Mata apuntó con su brazo indemne a la ventana y al lugar al que dirigía periodicamente su mirada con una expresión difícil de interpretar- y cerciorándose con el mayor de los cuidados de que puedo deleitarme con su contemplación, evolucionan con sus visores puestos alrededor. Ora lo hacen como un corro de niños, ora remedan diversos bailes regionales tales como sardanas o sevillanas, con ciertas variantes de su invención. Si no fuera por la firme promesa hecha ante mí mismo de no volver a complicarme con actividades innecesarias, qué gran futuro para ellos, ancianos que interpretan bailes regionales con variantes cibernéticas: modernidad y tradición, lo viejo y lo nuevo, conexión directa con lo vernáculo y sin duda interés por financiarlo de las autoridades autonómicas encargadas del mantenimiento y promoción de las acendradas maneras heredadas. Pero mi renuncia -y la suya, todo hay que decirlo- es firme. Bien, querido inspector, le reitero mi agradecimiento por su visita, por cierto, la única que he recibido hasta el momento, mas mi estado de salud, como sin duda le habrán informado en Recepción, no me permite muchas alegrías. Reitero también que quedo a su disposición para todo aquello que pueda requerir de mí.

Quintana se despidió con las frases de cortesía de rigor y aún le pareció ver vagamente, al salir por la puerta, que Jerineldo Mata cogía con rapidez un visor negro de debajo de la almohada y se lo acercaba a la cara.

Al salir del Asilo y subirse al coche observó que había un objeto extraño en el retrovisor. Se trataba de lo que parecía ser un envoltorio, una funda, de lana multicolor hecha a ganchillo que tapaba algo de una forma circular, muy estrecho, de unos doce centímetros y delgado. Se salió del coche y lo observó con precaución. Volvió a mirarlo desde el interior y, después, lo tocó con cuidado con su navaja en diferentes lugares. Parecía un disco compacto y, al sacarlo, pudo comprobar que lo era. No tenía ninguna marca externa y estaba exhaustivamente limpio. Quintana puso en marcha el motor y salió de la explanada de entrada; después introdujo el C.D. en su reproductor y se dispuso a escuchar mientras conducía en dirección al pueblo de Argüelles.

Durante unos segundos no se oyó nada. Después sonó con cierta intensidad el prolongado aullido de un lobo; Quintana se quedó en suspenso esperando la continuación. Después, tras una segunda pausa dramática, empezó a escucharse la voz algo temblequeante de una anciana que leía un texto. La anciana se trabucaba en alguna ocasión con ciertas palabras que presentaban dificultades y, aparentemente, añadía de cuando en cuando cosas de su propia cosecha; su tono era el de alguien que hablara con un niño aconsejándole o contándole un cuento:

- Estimado Inspector Quintana: es de buena educación presentarse antes de hablar. Esto es un comunicado para usted de la rama Lobo Estepario del partido internacional clandestino "Lobos Grises", formado, como usted sabe, por viejos y viejas que buscamos defender los derechos de las personas de nuestra edad. Nuestra involucración -la lectora lo pronunció poco más o menos "involucaración"- en el tema de la muerte de Marta Argüelles es meramente casual. A raíz de los tratos relacionados con el legado Johannsen, éste consideró conveniente hacer investigar la vida de los miembros del equipo rectoral, para asegurarse de su fiabilidad. Y descubrió varias cosas de interés. La primera es que el Doctor J. Mata llevaba adelante con la pobrecilla Marta Argüelles -que, de pobre nada, pero a los muertos, el respeto se les debe- y otras personas el proyecto que usted conoce. Desde el círculo de relaciones del señor Johannsen se contactó con nuestra rama de los Lobos Grises para poner en nuestro conocimiento un proyecto que resultaba muy negativo para la dignidad de los ancianos. Ya nos han acostumbrado a encerrarnos en lugares segregados y mucho peores que la clínica de los J. Mata, ahora querían convertirnos poco menos que en máquinas aisladas, alienados -la lectora rectificó después de decir alineados- sólo para conseguir un ahorro a la hora de cuidarnos. Y, además, era un proyecto piloto, no una experiencia aislada y estéril. Esto nos puso en alerta e investigamos un poco más, contactándose con el foco, todavía poco organizado entonces, de resistencia dentro del Centro. Con la combinación de los sectores externos e internos, descubrimos ciertas, digamos, posibilidades de los visores usados de una manera del todo distinta a lo que se pretendía, o sea, todos juntos, en determinadas formas y con determinados objetivos; usted ha sido testigo de alguno y no le vamos a aburrir contándole más. Además, créame -dijo la anciana con un tono más personal- más de uno no deja de darme cierto pudor, je je. Ahora el proyecto piloto es nuestro proyecto piloto y el Dr. J. Mata forma ya, involuntariamente, parte de él. Cómo es la vida. Bueno, hijo, a lo que íbamos. Creemos que ya no hay peligro en esta dirección. Ni siquiera resulta fácil encontrar los resultados del trabajo en los archivos de papel o electrónicos en los que estaba, no nos pregunte por qué. Por eso ahora, habiendo conseguido nuestro objetivo fundamental, ya podemos hablar con usted y contarle todo esto y que no se nos distraiga. De las investigaciones de Johannsen y nuestras se dedujo también la conexión de la señorita Argüelles con el tráfico de cocaína y el Mandragor. Al iniciar usted sus pesquisas le mandamos el mensaje informático con el león -una alusión a Johannsen-, el lobo -una coqueta alusión a nosotros mismos que usted disculpará- y el nombre del bar. Con sinceridad, Inspector Quintana, a mí los globos me hubieran gustado rosas y amarillos, con un encajito mono como una cenefa ¿me entiende? y lo del rugido, una horterada, qué quiere que le diga. Bueno, volviendo a lo nuestro, se trataba de ayudar a la justicia pero también de desviar la atención de usted de Camprubí, no porque fuera el asesino, que no lo es, sino por agradecimiento a nuestro benefactor Johannsen, que lo apreciaba mucho, y al mismo Camprubí que fue muy considerado con él. Esperamos que le haya servido. Hemos hecho algunas averiguaciones colaterales sobre los asuntos de droga y sexo que andan alrededor de estos temas pero no se las vamos a contar, usted perdone, porque nosotros somos partidarios de la libertad de ambas cosas; sobre el rock and roll estamos más divididos. Estamos seguros de que usted se olvidará de nosotros. Aun así, nos hemos permitido ponerle al CD un novedoso dispositivo de autoborrado que funcionará dentro de pocos segundos. A propósito, todas aquí pensamos que hace una pareja estupenda con María Lezcano, ande y no sea tonto, picarón...

Quintana no pudo menos que acordarse de la frase de alguien que había dicho que su vida adulta se podía resumir en el paso de montar en cólera, su caballo favorito durante tanto tiempo, a no salir de su asombro, su morada favorita desde que había dejado la equitación por la vida sedentaria. Con todo, esto aclaraba muchas cosas. Se prometió a sí mismo localizar a Roentgen, el albacea de Johannsen, en cuanto volviera, para tener una conversación tranquila con él. Ni siquiera hizo el intento de volver a poner el C.D. y agradeció en su interior que no le hubieran puesto un dispositivo de autodestrucción; estaba seguro de que lo hubieran podido hacer.

Quintana no conocía el pueblo de la Vicerrectora; con el coche se recorría en poco tiempo. El frío de la montaña hacía que no hubiese apenas gente en las calles. En el pueblo había dos iglesias; localizó, en la plaza principal, aquélla en la que, una media hora más tarde, se iba a celebrar la misa de difuntos por Marta Argüelles. Durante un rato condujo por las calles y callejuelas hasta tener la sensación de que lo había visto entero. Después, sin nada mejor que hacer, se llegó hasta la colina que lo presidía y que debía haber albergado siglos antes alguna fortaleza. Desde allí advirtió algo que no había visto antes: un camino que salía de una esquina de la plaza entre dos muros recubiertos de hiedra y que llevaba a un grupo de dos casas grandes, separadas entre sí por amplios jardines, ambas, según se veía, en un estado dudoso. Su aspecto, desde lo alto más adivinado que visto, le incitó a dirigirse a ellas. Dejó el vehículo en la plaza y se llegó andando. La segunda era la casa que aparecía en la foto de la Vicerrectora; la sacó de su cartera para comprobarlo. La verja central estaba cerrada con un candado y había otra puerta más pequeña a un lado también cerrada. El camino interior llegaba hasta la puerta y rodeaba la casa para acabar detrás en lo que parecía ser una cochera a la que tampoco el tiempo había respetado mucho. Se veía la clara decadencia del edificio, aún no ruinoso pero sí muy afectado por el tiempo. En una de sus alas, en lo que parecía ser el lugar en peores condiciones, el tejado había cedido. Estaba protegido en todo su perímetro con un muro que se desmoronaba en algunos lugares en su parte superior pero sin llegar a caer del todo. Después de dar la vuelta por el exterior sin encontrar señales de que estuviera habitado, volvió sobre sus pasos a la plaza. Acababan de abrir el único bar que había allí y un hombre de unos sesenta años preparaba la máquina de café. Quintana lo saludó y pidió un café y un aguardiente. El camarero respondió al saludo y se dispuso a servirle.

- Disculpe, he venido al entierro de Marta Argüelles y me ha sorprendido ver que no hay nadie en su casa ¿la están velando en otro sitio?

El hombre respondió sin volverse, no mostrando mayor interés pero tampoco hostilidad:

- ¿Qué casa dice que ha visto usted? Claro que la están velando en su casa su madre y sus tías.

- Me refiero a la casa grande que hay más arriba, ya sabe, la segunda en el camino que sale entre los muros de hiedra.

- Esa casa no es la de la familia de la difunta, qué más hubiera querido ella. Ellos viven a las afueras y en una casita que cabe en una habitación de la casa de los marqueses.

- Quizás me pueda usted ayudar con esta foto ¿me dice quiénes son las dos personas que aparecen aquí?

El hombre se dio la vuelta, se secó las manos en el mandil y con la misma aparente indiferencia se puso unas gafas que había detrás de la barra y se acercó la foto a la nariz.

- ¡No han pasado años! Ésta es la casa de los marqueses, claro que sí. Y ésta es ella, bien espabilada que era, y el hombre era D. Enrique, el dueño de la finca, pero no eran familia. La sobrina de verdad se llamaba Eugenia y debió venir aquí por esa época o poco después. Gracias a D. Enrique, Marta Argüelles tuvo estudios, sí señor, pero nada más.

El hombre, que parecía con esto haber agotado su capacidad de conversación, se volvió, dejó las gafas de leer y siguió con los preparativos, que incluían ahora el despliegue de platos y tazas por la barra. Quintana se quedó en silencio tratando de articular la información antes de seguir preguntando. Pero al momento sonaron unas campanas que tocaban a muerto. Pagó y se dirigió a la iglesia. La ceremonia iba a comenzar cuando llegó. Había una buena cantidad de gente dentro, gentes del pueblo, en su mayoría mujeres enlutadas. No había nadie de la universidad ni de ninguna otra instancia oficial; sorprendía esto y llevaba a pensar que quizás su posible papel en las cuestiones de la cocaína podía tener que ver con ello. Le resultó extraño pensar que el cuerpo de la mujer cuya vida había estado investigando estaba allí, en aquel ataúd, y que aquel personaje cuyos amantes, planes y juegos de poder había conseguido entrever, aquélla que tanto había hecho por llegar tan lejos, acabaría finalmente siendo enterrada en el mismo cementerio y con las mismas ceremonias que durante siglos habían despedido a todos sus antepasados. Se quedó detrás, al fondo de la nave, mientras se celebraba la misa.

Casi en su misma fila de bancos y a su izquierda, separada claramente del conjunto de la gente, había una mujer de unos cuarenta y pocos años, muy delgada, con un vestido largo de un azul muy oscuro, con gafas negras grandes y un chaquetón de ante largo muy usado. Se recogía el pelo en una especie de moño con un broche de cuero. Como él, no contestaba a las oraciones del sacerdote y, como él, se mantuvo todo el rato de pie sin seguir los movimientos rituales de la congregación. Todo le hizo pensar que su distancia con el conjunto de la gente era mucho más que una distancia física. A Quintana le pareció observar un cierto rictus cuando el celebrante intentaba convencerlos de cómo la muerte era una fortuna para quienes fueran a gozar de la gracia de la contemplación eterna de Dios. Solo éste, aseguraba después, conocía las razones por las que había llamado a su seno a la "ilustre hija de este pueblo" en lo mejor de su edad y cuando tanto y tan bueno podía haber ido dando a una humanidad tan ávida del verdadero conocimiento.

En la puerta de la iglesia todos dieron el pésame a la madre, que iba acompañada de otras dos mujeres enlutadas como ella. La desconocida se acercó también al final; cojeaba levemente y era visible una larga cicatriz en un lado de la cara; el hecho de que se peinara con un moño demostraba su falta absoluta de interés por ocultarlo. No daba señales de haberse siquiera percatado de su existencia. El propio Quintana decidió dar más sentido a su visita y se unió en ese momento a los demás; su pésame fue contestado con una expresión también formal de agradecimiento. Prefirió no decir quién era él pensando que quizás así la madre se confortaría considerando que alguien de la universidad se había molestado en llegarse hasta allí para acompañarla a ella y a su hija en su despedida final. Pensó que llevar chaqueta y corbata sirve a veces para algo. Después durante un rato se detuvo el tiempo en las conversaciones calladas de las mujeres, pero pronto los hombres, tras pasar brevemente por el bar, iniciaron la marcha hacia el cementerio con el sacerdote, un monaguillo y el ataúd llevado por seis viejos al frente.

La desconocida, que no hablaba con nadie, se quedó un rato mirando cómo desaparecía la comitiva. Cuando de repente se puso a llover, esperó unos segundos como si no se hubiera dado cuenta de ello o no le importara, mientras las demás mujeres se dispersaban por todas partes, luego se dio la vuelta y se dirigió hacia el camino entre los dos muros llenos de hiedra. La curiosidad que le había llevado hasta allí se unía ahora en Quintana a una vaga sensación de compartir idéntica soledad en aquel lugar. La siguió; ella pasó por delante de la primera casa y continuó a lo largo del camino hasta la segunda. Empujó con fuerza la puerta pequeña al lado de la gran cancela y, sin tomarse la molestia de cerrarla, siguió caminando. Él llegó hasta ese lugar y, mientras la desconocida se dirigía hacia la puerta principal de la casa, la llamó. Ella volvió la vista atrás sin manifestar ninguna sorpresa o emoción, encogió los hombros muy levemente y siguió adelante. La única señal que parecía apuntar a que se había dado cuenta de su existencia fue que tampoco cerró la puerta de la casa. La lluvia cada vez más torrencial le animó a tomar esto como una invitación.

El interior que vio al entrar no podía ser más desolado: no había muebles ni bombillas que iluminaran en medio de la repentina oscuridad de la tormenta. Por las escaleras caía agua en cantidad creciente; se iba abriendo paso por el amplio recibidor hasta salir por la puerta y por las habitaciones laterales. Pero todavía no lo había inundado todo y pudo seguir las pisadas de la mujer. Llevaban a una habitación pequeña, al fondo. Ella, que había dejado en el suelo su chaquetón mojado, estaba sentada con las piernas en alto sobre un sillón de orejas desvencijado mirando una chimenea encendida; ahora se la veía inverosímilmente delgada y, sin gafas, mostraba a las claras su cicatriz y varias más. A un lado, en un camastro pegado a la pared destacaban unas sábanas blanquísimas de hilo con bordados cubiertas por dos sacos de dormir superpuestos; al otro, cuadernos y libros sobre un estante caído de la pared y montado ahora sobre dos ladrillos. A Quintana le sobrevino una timidez antigua y no supo qué decir. Chorreando y temblando de frío se acercó a la chimenea a calentarse y cuando, por fin, al poco rato se volvió a mirarla, ella le observó con intensidad. Él pensó que hay miradas que habita el dolor y que hay otras que están más allá del dolor, más allá del cansancio. Quintana, sin saber muy bien por qué, no habló siquiera y se limitó a meterse la mano en el bolsillo y enseñarle la fotografía.

Ella empezó a hablar:

- Puede quitarse la chaqueta, no me voy a asustar por verle la pistola. Detrás de la puerta hay una toalla, séquese con ella.

Ella esperó a que él siguiese sus instrucciones y luego continuó hablando sin dejar en adelante de mirar a la chimenea, con una voz tenue, a veces difícil de oír; en ningún momento en todo su largo parlamento hizo siquiera ademán de sonreír:

- Mi nombre es Eugenia y mi familia, la propietaria de esta casa, pero quizás eso ya lo sabe, si no, no estaría aquí. En todo caso da igual. Usted es policía e investiga la muerte de Marta Argüelles ¿verdad? En cierta forma el que usted esté aquí es ya indiferente. ¿Puedo saber su nombre? Quintana, Inspector Quintana. Bien. ¿Se ve usted capaz de hacer un trato, Inspector Quintana? Pues le ofrezco un trato: yo le descubro a la persona que mató a Marta Argüelles y le cuento todo lo que sé, incluyendo esa fotografía que tiene usted en las manos y usted me hace un único favor: media hora de su tiempo. ¿Cree que el trato es justo? ¿Sí? Bien. Pues, seguiremos adelante con él. Démela. En la foto está mi tío Enrique, ésta es, como ya habrá visto, la casa, y la niña es Marta. A ver, sí, año sesenta y uno, yo llegué al año siguiente. Por mi abuela entró ella aquí. Al cumplir los cuarenta años decidió también que su enfermedad -nunca supimos cuál de las que decía tener- le impedía salir de la casa y de su habitación. Había sido una mujer muy hermosa y yo creo que por eso decidió encerrarse. Debía llevar ya más de veinte años en cama cuando se hartó de los seriales radiofónicos, por inmorales creo. Mi tío Enrique intentaba entretenerla para que le dejara en paz y lo consiguió hablando con la maestra del pueblo y pidiéndole que viniera la niña más espabilada que tuviera, la que leyera mejor, y que además fuera pobre y no le importara por eso estar tantas horas como ella quisiera. Todo un privilegio para Marta, que se tomó su tarea con toda la seriedad de que era capaz, que era mucha, y que se quedó impresionada de que hubiera mundos como ése, como éste -señaló alrededor con un toque de ironía en la voz-. Me dijeron que mi abuela era algo reticente al principio porque Marta no le parecía un nombre apropiado para una pobre. Mi tío Enrique hizo que le compraran este vestido y otro más para que no desentonara en la casa y se ocupó, como él hacía todo, con calma y con una blandura benevolente, de que las cosas siguieran bien. Y ya pudo seguir con lo que hacía siempre: ocuparse de su correspondencia con un círculo de amigos, solterones como él, echar una mirada a los asuntos de sus campos y darse paseos en una yegua que se llamaba Eterna y que casi le sobrevivió. En la foto se ve como era él, tan correctamente elegante, tan tío Enrique. Imagino que Marta se quedó fascinada con todo y siempre creí que mi tío Enrique era lo que más le había fascinado y que ella había confundido sus atenciones con verdadero interés. Al año siguiente vine yo. Mi madre murió y mi padre me mandó aquí; tío Enrique y mi madre eran los únicos hijos de mi abuela y no tuvieron opción. Entonces conocí a Marta; años después comprendí que ella sintió que yo le había robado a mí tío y había contribuido a que se acabaran una parte de sus fantasías. Pero entonces ella decidió hacerse mi mejor amiga y lo consiguió, a base de muchas confidencias, más mías que suyas, y de muchas visitas. A mí me mandaron interna y venía en las vacaciones; mientras tanto ella siguió leyéndole a mi abuela algún año más hasta que se convirtió en otra víctima más de la televisión: mi abuela la despidió y no se despegó de la pantalla hasta que se murió allá por el año sesenta y ocho. Gracias a nuestra amistad Marta nunca dejó de frecuentar la casa. Para cuando ella dejó de venir a leerle a mi abuela, tío Enrique había movido influencias y le había conseguido una beca para el Instituto y las dos nos vimos en la universidad en el mismo año. Las dos nos movíamos casi en los mismos ambientes y ninguna de las dos fuimos buenas estudiantes. Con los años también me di cuenta de que ella tenía una terrible urgencia por salir del ambiente del que venía y que primero lo consiguió haciéndose progre para romper uno a uno los lazos con su educación y su mundo -la virginidad, la resignación, el servilismo...- y, después, aprovechando su condición de representante estudiantil, para moverse en los consejos de departamento y con los profesores, hacerse un sitio para el futuro y huir de la peor de sus cargas, la pobreza. Yo no sé si huía de algo, lo que sé es que me lancé a ser roja, como me lancé a la maría, al ácido, a los hombres o a ser hippie en los veranos engañando a mi tío con supuestos cursos en el extranjero que eran siempre viajes con colegas más faltos de dinero que yo. Ella se mantenía en la sombra, en los comités clandestinos de la facultad, yo hablaba en todas las asambleas y apostaba todo todos los días. Supongo que ya sabe que ella aceptó la transición y la aprovechó para remontarse y ganarse la vida en la política primero, volviendo a la universidad después. Yo no remonté nada; a mí ni siquiera me escoró la transición -tan decepcionante-: fui hippie en comunas en los montes, pacifista, ecologista radical, he estado con todos los movimientos alternativos, vendí ropa que traía de la India, ocupé casas en Berlín y muchas cosas más. Cuando mi tío se murió a finales de los ochenta nada cambió: él había arruinado la herencia familiar de la manera calma y discreta con la que lo había hecho todo en la vida. Me quedó sólo esta casa y algunos fondos para mantenerla que, como la casa misma, me dejó con todas las condiciones del mundo para que no pudiera venderla ni alquilarla siquiera; era un hombre sabio en el fondo. Ahora es lo único que tengo. Quizás él sabía que iba a ser así. Puede que no fuera verdad que nada cambiara a la muerte de mi tío: por entonces empecé a habituarme a la heroína, como todos mis colegas, con todos mis colegas. Los vi morir uno a uno, una a una. Un día, no importa ahora por qué, decidí parar. Una amiga me acogió en su finca en el campo y pasé el mono con ella; hay gente y gente. Cuando al final Marta y yo nos volvimos a encontrar en esta ciudad ella había quemado algunas de sus naves en la política por el momento y renovó su carrera en la universidad, como siempre buscando ascender, controlar, dominar; yo había dejado la heroína pero me quedé con algo peor: un heroinómano. La semana antes de salir de casa de mi amiga apareció él. Yo me he acostado por placer con hombres de todas las razas y me he enamorado de todos ellos, aunque fuera por unas horas, yo me he visto tratando de entender en idiomas que desconocía si me gritaban obscenidades o ternuras al correrse, pero nunca me enamoré de nadie como de este hombre, quizás el que menos lo merecía de todos. Daba igual que yo acabara sabiendo que no tenía corazón y que era amargo y egoísta, un músico mediocre, mono, que desde su adolescencia había jugado a genio. Cuando me fui, él vino conmigo. Por primera y única vez traje un hombre a esta casa deshabitada. No estuvimos mucho tiempo aquí. Mi vida ha sido desde entonces buscar dinero para mantenerlo y, sobre todo, para fianzas y para pagarle tratamientos de desintoxicación, saber de su huida de los centros, seguirle, salvarle, y hacerlo, además, viendo cómo él lo vivía todo y me lo hacía vivir a mí como si fuera un privilegio que él me concedía. Cada vez era más difícil. Hace cuatro años volvimos aquí, malvendí los últimos muebles, a la semana nos fuimos a la ciudad y me metí en una pensión con el dinero que sacamos; me puse a buscar trabajo. Volví a ver a Marta; llevábamos varios años sin vernos aunque yo le mandaba postales de cuando en cuando y ella me respondía alguna vez cuando yo tenía una dirección que dejarle. La llamé por teléfono y le conté mi situación para que me buscara algo. Nos vimos, por indicación de ella, en su casa. Me extrañó su interés en que la viera habitación por habitación y sus preguntas por esta otra casa en la que estamos; hacía años que no venía al pueblo. Ella había roto casi cualquier conexión con su madre. Ahora sé que se avergonzaba de ella y que había ocultado a todos sus orígenes. No me contó casi nada de su vida, supe más después por otras vías. Escuchó con atención todo lo que le conté. Me despidió con buenas palabras asegurándose de que seguiríamos manteniendo el contacto, pero la verdad es que no me ayudó en absoluto. Estaba sin dinero y necesitaba mucho para una más de las crisis de Raúl. A los pocos días me encontré con un anuncio en la prensa en el que se pedían mujeres para una barra americana de cierto nivel que aseguraba buenos ingresos. Estaba ya un poco fuera de edad pero yo sabía lo que podía vender. Me vine al pueblo y recogí mi vieja ropa de señorita y la de mi madre y me presenté de punta en blanco, haciendo ostentación de mi educación de colegio de monjas y buena familia. Les gustó y me pusieron a prueba. En esa barra no era imprescindible la prostitución: se trataba, como en cualquier negocio, de conseguir atraer clientes que se gastaran dinero, en este caso en copas; la miseria sexual es amarga pero hay otras peores y yo escuchaba bien, las escuchaba todas y, cuando se me pedía, aconsejaba: sobre cuernos propios y ajenos, hijos díscolos, mujeres que culpabilizaban a sus maridos por no ser millonarios o por correrse enseguida en la única ocasión en que ellas les permiten acercarse en un mes, peleas con los jefes... Otras veces eran bordes sin matices que querían hacer ostentación de su dureza. Y venía todo tipo de gente: abogados, camioneros, profesores, albañiles, políticos, mafiosos... incluso algunos compañeros de Marta Argüelles que me hablaron de ella sin que yo, claro, dijera ni una palabra sobre nuestra vieja amistad. No le diré que no me acosté con alguno de ellos, y no le diré que no lo hice por dinero, entre otras cosas por dinero, pero a veces por dinero y por pena o por dinero y por un brote de deseo y nunca con ninguno que no tuviera algo que dar, aunque fuera pena, además del dinero. Le diré también una cosa: he sido más libre con mi trabajo a horas fijas y en el que yo ponía los límites que buena parte de mis clientes, y no excluyo a varios de los pobres profesores de universidad que venían, siempre pendientes de las miserias de quienes les mandaban. El jefe estaba contento conmigo. Así fue la cosa durante varios meses; pude alquilar un pequeño apartamento y cuidar a Raúl que fue bien durante un tiempo. Pero recayó. Mi jefe debió notarme algo; después supe que él sabía mucho más de mí de lo que yo pensaba, no mi historia personal pero sí, por lo menos, el papel de Raúl en mi vida. Da igual. Entonces me propuso ganar dinero de otra manera y me llevó a otro local, el Ecopolvo lo llaman, donde hablé por primera y única vez con un hombre. Éste me contó el negocio de los "monovolúmenes" ¿sabe usted lo que es? ¿No? ¿De verdad? Eso es señal de que ha funcionado bien hasta ahora. ¿Sería tentador hasta para usted? Imagine que se encuentra en dificultades económicas, usted que ha hecho negocios o ha vivido de un sueldo toda la vida, va y se arruina ¿cómo encarar el futuro, la pobreza suya y de los suyos? La solución: un monovolumen. Se le ofrece un negocio simple, un viaje, a ser posible en su propio coche, si es un buen coche en el que quepa mucha mercancía. Lo deja un día en un aparcamiento, al día siguiente sale con él en dirección a Bruselas, Berlín o París, con él bien lleno de heroína o de cocaína. Allí lo deja en otro aparcamiento, se hospeda en un hotel de lujo, lo recoge a los dos días, vacío, y vuelve. Sus problemas económicos desaparecen por mucho tiempo y tiene, además, la garantía de que no le volverán a llamar: es parte del contrato y, en la medida en que yo lo sé, se cumple. Yo señalaba al cliente y ni siquiera él sabía que yo había dado su nombre cuando alguien le hacía la propuesta. Tampoco a mí me contaron toda la historia, claro, por razones de seguridad que yo entendía de mis tiempos de roja. Sólo me dijeron al principio que necesitaban a gente en dificultades económicas y con determinadas características que yo tenía que valorar y sólo después fui atando cabos; finalmente se dio por hecho que lo sabía y hablaba con mi jefe de ello con cierta normalidad. Debí elegir bien porque no pillaron a ninguno. También mis problemas desaparecieron durante un tiempo y tenía un dinero guardado que me servía cada vez que Raúl volvía a jugármela. Entretanto, en más de una ocasión vi a Marta. En su casa, nunca fuera, nunca donde nos pudieran ver. Ella me contaba sólo vaguedades, pero yo sabía más de ella por mis clientes de lo que podía suponer. Yo, en cambio, le contaba mi vida. Yo creí que me escuchaba con interés y es verdad pero, recordándolo ahora, no era el interés que yo hubiera deseado. Yo no me daba cuenta de nada; ella exploraba cada humillación, cada aspecto sórdido de lo que le decía, cada recaída de Raúl. Aunque nunca le dije nada de los monovolúmenes, supuso con razón que yo le podía buscar contactos para encontrar cocaína y un día me pidió que le consiguiese un proveedor de fiar. Desde que había venido de la capital, donde la había tomado alguna vez, me dijo, no había encontrado un buen camello y de vez en cuando, en medio de sus tareas que me definió como agotadoras, le venía bien. Yo me preocupé por ella, le hablé de casos que conocía pero ella me tranquilizó y me pidió el favor. No supe decirle que no. Se lo pregunté a mi jefe y él, sin darle demasiada importancia, me dijo que le diera la dirección y que alguien se pondría en contacto con ella de mi parte. No volví a saber del tema. El siguiente paso sigue una línea más estúpida aún por mi parte. Raúl se enteró de mi verdadero trabajo -él fingía creer que yo trabajaba como profesora ejerciendo mi antigua carrera, como si una profesora ganara tanto como para los gastos que él me ocasionaba- y me montó un número horrible reprochándomelo: que quien creía que era él, que yo podía ser una puta pero él no era un mantenido, un chulo de putas, sino un artista, que parecía mentira que yo hubiera hecho eso después de tantos años, que si le había vendido durante tanto tiempo la mentira de mi esfuerzo y dedicación, los valores de estar limpio del mono y de la droga para echarle otra vez a lo mismo por pura vergüenza y para acabar siendo lo que yo era... Yo llegué a pedirle perdón y le supliqué que no me lo tuviera en cuenta, que ahorraría hasta que saliéramos de todo y nos retiráramos al campo donde él pudiera llevar adelante su obra. Su obra. De nuevo mi jefe me ofreció ingresos adicionales. Seguro que usted ha oído hablar de La Macanita; durante unos meses serví para preparar su presentación. Mi aspecto jugaba otra vez a mi favor, o eso creía yo. De nuevo gané dinero y, además, Raúl había encontrado una buena razón para no recaer: reprocharme día a día que era una puta. Un cliente mío decía que la gente perdona las ofensas pero nunca los favores; me devolvió gramo a gramo cada uno de los que le hice, se lo puedo asegurar. Yo guardaba buena parte del dinero que me daban y me preparaba para marcharme con él, tal como le había dicho. Cuando conseguí bastante como para montar un pequeño negocio en un lugar del extranjero que había conocido en mis viajes, fijé un día para largarnos. No le dije nada a él, ni mucho menos a nadie de mi trabajo; de él no me fiaba, y lo que yo sabía era demasiado peligroso como para que mi jefe me dejara marchar; yo nunca hubiera dicho nada, pero era absurdo intentar convencerles. Sólo hablé con Marta. La necesitaba para que me consiguiese dos billetes de avión a nombre de la universidad pensando que era la manera de que no me pudieran rastrear nunca si me buscaban. Lo recuerdo perfectamente: nos vimos en su casa otra vez y ella me aseguró que contaba del todo con su ayuda y que estaba feliz con mi cambio y con el futuro que me esperaba. Me prometió visitarme e incluso me dijo que ella me regalaría los billetes. Me dijo también que los dejaría en el aeropuerto, que no me preocupase. Yo me fui feliz, segura de contar con una amiga que me entendía. El día fijado yo no cabía en mí: salí de madrugada de mi trabajo y cogí un taxi con el corazón rebosándome: al fin la oportunidad deseada. El taxi nunca me llevó a mi apartamento. El supuesto taxista y otro hombre me llevaron a un descampado y me golpearon sin piedad, brutalmente; recuerdo el dolor hasta que ya no era dolor y fragmentos deslabazados: cómo le rompí el bolsillo de la americana a uno de ellos en una de las muchas veces que caí y me encontré entre las manos engarfiadas una bolsa que luego me sacaron rompiéndome los dedos; una tercera persona que llegó y se limitó a darme patadas con unos zapatos aguzados, sin descanso, sin pausa, con odio reconcentrado y, por fin, yo viéndome decir, como si no fuera yo, como si estuviera viendo una película: qué mala suerte, qué mala suerte. Me dejaron cuando pensaron que estaba muerta, reventada por dentro. Era verdad, casi del todo verdad. Cristina, la de la Estufita Loca se murió, yo misma me morí. Unas horas después me encontró alguien. Contra todas las expectativas, varios meses de médicos y de enfermeras me dejaron lista para sobrevivir, ya no para vivir. Y eso sí que no merece la pena. Físicamente soy una desgracia pero no es nada: no es mas que dolor en el cuerpo. La vigilancia de la policía no me engañaba. Aunque estaba muerta no quería que me mataran ellos. Había aprendido la lección: no hablé con nadie, ni con la misma policía ni con el juez, de lo que había vivido en La Estufita. Tampoco conté a nadie que me iba a escapar. De nuevo mi vieja amiga me acogió en el campo; por suerte yo tampoco había contado a nadie quién era y dónde estaba. No supe más de Raúl. Mi amiga, hace poco tiempo, llamó a la dueña de la casa diciendo que le habían contado que quería alquilarla y ella le comentó que sí; que los anteriores inquilinos, una pareja un poco rara, se habían marchado y que se alquilaba; que la chica había tenido un accidente y luego había desaparecido y que nadie había vuelto a ver al chico desde entonces; que si era raro que se había largado del piso saltando por un patio el mismo día del accidente de ella; que por fin lo había podido poner en alquiler al pasar el tiempo reglamentario; que lo había hecho desinfectar muy bien y que, contra lo que decían muchas envidiosas, ni eran "drogaditos" ni tenían el "sidra", que podía alquilar la casa con toda tranquilidad. Al principio no pensaba en nada, después empecé a querer saber, de manera obsesiva y enfermiza, qué había pasado verdaderamente. Todavía no me preguntaba qué me había llevado a todo lo que había vivido, sino quién había impedido mi última esperanza de salir de todo eso para siempre, quién había llevado a la muerte a Raúl o, más seguramente, a esa desaparición cobarde que culminaba todas sus traiciones. Me decidí por fin a ir a la ciudad a pesar de los consejos de mi amiga; jugaba a mi favor mi cambio de aspecto. Llegué allí el viernes, saqué todo el dinero de una cuenta -una cuenta que había dejado con un poco de dinero, de la que Raúl no sabía nada- y alquilé un coche. Pensé ir a ver a Marta, pero, antes, para asegurarme, me atreví a hacer lo que más temía: llamé al aeropuerto diciendo que era una profesora de la universidad y que necesitaba saber de aquellos billetes que Marta dijo haberme reservado, conté que era para Hacienda; me dijeron que nunca había habido una reserva a nombre de la universidad para ese vuelo y ese día. Me quedé más destrozada aún. Sin saber muy bien qué iba a buscar me fui a su casa y esperé en mi coche, dándole vueltas a todo, la vi llegar en su Golf rojo por la tarde y luego salir a eso de las diez muy disparada. Dejó las luces de la casa encendidas así que supuse que volvería pronto, pero, aun así, la seguí. Recogió a un tío de unos veintipocos años. Había algo en su forma de dirigirse a él que me sorprendió: ella parecía uno de mis clientes antes de que yo le pasara a alguna otra compañera con más tragaderas y él, la compañera jugando a ser sumisa frente al cabrón. Regresaron a la casa y volvieron a salir después de, quizás, una hora. Ella estaba todavía más disparada y yo no tuve duda de que habían follado y de que ella iba bien puesta de coca. La seguí otra vez. Dejó al muchacho en un lugar distinto de donde lo había recogido; su último gesto en el coche fue, creo, evaluarle los cojones con la mano. Después aparcó cerca de un bar que yo conocía bien: el Mandragor, uno de los lugares que yo había visitado con mis encargos. Todo iba encajando más. Se metió allí y tomó varias copas y varias tapas, hablando con algunas personas que conocía; había muchísima gente dentro y era difícil, desde dentro del coche y en la acera de enfrente ver lo que había. A eso de la una vi que se encontraba con un hombre alto y moreno que me resultó conocido. Salieron separados. Yo le pude ver la cara: era el hombre que me había encontrado en el Ecopolvo. Ella se subió en la esquina y mirando a los lados en el coche de él, más grande y más descapotable que el suyo y se marcharon. Yo no me atreví a seguirlos: temblaba. Sin saber qué hacer me fui otra vez a su casa y aparqué a unos centenares de metros de allí. Volví a recordar lo que era llorar. Supe que ella me había traicionado. Estaba claro que ella era quien había contado que me largaba, y era clara también su relación con los negocios del hombre desconocido, los negocios que peligraban si yo hablaba alguna vez, y con un peligro que la hubiera salpicado también a ella. No es difícil entender por qué Marta había entrado en el juego de la venta de la coca: dinero, información, poder. Ni por qué ella era tan útil como para que se le hiciese jugar un papel importante ahí. Si hay algo que yo había aprendido con mis clientes es que esta universidad no es precisamente el centro del saber y de la crítica que soñamos hace tantos años, sino la mejor conexión posible de lo que aquel cliente mío que le decía llamaba "los Juanitos", aquéllos que no necesitan dar los apellidos de "Juanito": "me encontré a Juanito" y, ya sabe, Juanito es el Director General de la Caja de Ahorros, el Director del periódico local o el Rector mismo o el Presidente de algún colegio profesional de renombre. Una universidad así era el lugar ideal desde donde montar la red de distribución de la coca, esa droga culta, fina y de buena fama, y ella la persona ideal para hacerlo. Y estoy segura de que lo hizo. Tuve varias horas para recordar nuestro pasado y, de repente, todo encontró su sitio: su envidia y su odio de niña por mi familia y su situación, por mi llegada para quitarle, según ella pensaba, a tío Enrique, y cómo los escondió durante años y años, sin poder evitar que surgiera en momentos que yo nunca me había atrevido a interpretar. Su envidia de que fuera más guapa y no le diera importancia. Su satisfacción cuando fui a pedirle trabajo y su silencio; su morboso interés por esta casa en ruinas, por mi miseria, por mi profesión, por mi humillación continua por Raúl. Y el final anunciado de su traición. Imaginé, pero no puedo asegurarlo, que mi asesino de los zapatos aguzados, tan cargada de saña, era ella. Esperé delante de su casa hasta que casi de madrugada volvió. Decidí presentarme ante ella y hacer como que le pedía ayuda otra vez, no sé si porque quería descubrirla, insultarla o encontrar por fin una ocasión para matarla. Dado el estado en el que estaba respondió muy bien: después del susto inicial aseguró varias veces que se alegraba infinitamente de verme y entramos. Le conté un resumen falso de mis últimos meses y le pedí ayuda. Yo no la dejaba ni un minuto sola, no quería que aprovechase para telefonear. Entonces me propuso algo: me aseguró que tenía más de medio millón de pesetas en una nave donde había una biblioteca de la universidad, me dijo que la esperara allí mientras ella lo buscaba pero yo, como comprenderá, insistí en acompañarla. Nos dirigimos hacia allí en su coche; ella sabía cuándo pasaban las rondas de los vigilantes y escogió bien el momento. Entramos en la nave y ella desconectó la alarma pero lo hizo muy despacio por el colocón que traía, lo suficientemente despacio como para que yo, totalmente sobria, pudiera memorizarla. Abrió una habitación interior al fondo y sacó de un armario cerrado una caja metálica que me aseguró tenía el dinero. Entonces salimos al depósito y a los pocos metros ella me dijo que se había olvidado algo dentro, que volvía enseguida. Yo sabía que iba a telefonear y a quién y que había elegido el sitio porque era fácil quedar cerca y en un lugar solitario con sus cómplices y hacer que acabasen la tarea que no habían sabido hacer bien, un lugar más tranquilo que su casa. La dejé ir, pensando que Marta siempre había estado segura de que yo era tonta porque no era rastrera ni intrigante. Entonces todo ocurrió de repente y yo me moví como un muñeco de lata, de cuerda, de los de antes. Sé de dónde saqué las fuerzas: de mi ira. La seguí y la empujé con todas mis fuerzas; su falda, sus zapatos y su estado ayudaron a que cayera al suelo con fuerza. La mezcla de dolor y de sorpresa la paralizaron por un momento -ella jamás se hubiera esperado de mí un acto violento ni mucho menos a traición. Yo vi entonces que la caja que tenía en la mano había caído al suelo y que dentro no había ni rastro de dinero: sólo ocho o nueve sobres de La Macanita. Toda mi ira explotó. Insultándola le eché encima la librería, que la dejó aplastada pero aún viva, y cuando la tenía allí, sin poder moverse, cogí un libro grande con aplique de metal y la golpeé dos veces en la cabeza. Viéndola así me sobrevino una calma glacial de la que yo no creía ser capaz. Comprobé su pulso hasta asegurarme de que estaba muerta. Volví a abrir la puerta del fondo y el armario metálico y dejé la caja dentro después de limpiarla bien de huellas. Después limpié el libro. Dejé también las llaves bien limpias dentro del bolso y cogí una de las dos copias que tenía de las de su coche. Al salir, volví a conectar la alarma. Yo creo que hice todo eso no para esconder las posibles pistas que llevaran a mí sino para demostrarle a Marta Argüelles lo fácil, lo ridículo que es tener esa astucia barata que distingue a gente como ella y que se creen tan superiores por practicarla. Me monté en su coche y me fuí. Hubiera sido mejor devolverlo a su casa y coger mi coche alquilado pero no me apetecía. Sin más. Me vine aquí y lo dejé en la cochera de atrás. Desde el sábado por la mañana estoy aquí. No estoy menos rota que antes. Y ésta es toda la historia y ahí la tiene usted en esos cuadernillos escritos con mi letra y firmados, para que no haya duda, en todas las hojas. Y ahora ya no me queda ni el deseo de vengarme, mi último deseo.

Eugenia-Cristina se calló y se quedó mirando el fuego. Sólo entonces Quintana se percató de cómo había aumentado el ruido del agua que caía por las escaleras, ahora ya un estrépito, y de que la habitación se había ido inundando también. El agua llegaba ya cerca del límite de los ladrillos que sujetaban la tabla donde estaban los cuadernos. Los cogió con cuidado y les echó una mirada rápida: era una confesión en regla y bien detallada que describía todas sus crudezas en una fina letra de colegio de monjas. Supo que Eugenia esperaba que cumpliese su parte del acuerdo y que era la única esperanza que le quedaba para gastar. Ella le miró y le dijo:

- Usted sabe que no tiene que temer que me escape.

Él se metió los cuadernos en el bolsillo y salió por la puerta. Al salir se volvió y dijo la única frase que después recordaría haber pronunciado en su presencia:

- Yo a usted la hubiera querido como no he querido a nadie.

Ella inclinó un poco la cabeza y frunció los ojos.

Quintana se dirigió a la plaza y se metió en su coche. Esperó escuchando música mientras arreciaba la lluvia. Al parecer no habían vuelto los hombres del entierro. Preparó una coartada para lo que había hecho. A la media hora oyó un disparo que no confundió con los truenos de la tormenta y empezó a oler el fuego. Condujo el coche al portón de entrada. A pesar del agua ardía la casa en medio de un fuerte tufo a gasolina; Quintana dio la vuelta a la casa y vio por la ventana a Eugenia rodeada de llamas, echada en el camastro con el cuerpo desmadejado, mientras la sangre fluía de su corazón; la escopeta, a la que había recortado los cañones, estaba delante, medio sumergida en el agua. Había fuego por todos lados y en los tres pisos, además de en el coche de la vicerrectora, que servía como una antorcha para que ardiera toda la parte de atrás de la casa. No tenía sentido hacer nada pero aun así rompió el cristal sabiendo que la llama iba a salir con intensidad por el agujero. La habitación quedó del todo calcinada. Alguna gente del pueblo que iban llegando protegidos por paraguas fueron testigos de esto. Cuando se acercó a ellos, le miraron entre la sorpresa y la sospecha retrocediendo; él enseñó la placa y mandó que se llamase a la Guardia Civil. Cada vez venía más gente y Quintana se alejó despacio por el camino. Aceleró los trámites allí asegurando que perseguía a un sospechoso en la ciudad. Y en cierta forma era cierto: aunque el asesinato se había resuelto quedaban muchas cosas en el aire.

Cuando llegó a Comisaría tenía la sensación de haber recibido una paliza; para complicar sus sentimientos, nada más llegar se le comunicó la orden del Comisario Jefe de presentarse en su despacho. En ese momento salían tres personas de allí, todas trajeadas, manteniendo un riguroso orden jerárquico en sus pasos y disposición. Del primero de ellos sorprendían las enormes orejas y una mirada agresiva. Le pidió un informe completo y él habló del conjunto de sus averiguaciones, dejando a un lado algunas cosas -el papel de los lobos grises, por ejemplo- y desarrollando su coartada para la media hora de Eugenia, ese tiempo del que ya nunca podría hablar con sinceridad. El Comisario Jefe le felicitó por haber encontrado a la asesina de Marta Argüelles y le preguntó por su opinión por los cabos sueltos de la investigación.

- Verá -dijo Quintana- parece claro que hay dos vias de trabajo ahora; la primera es la que se refiere a la Estufita, el Ecopolvo y demás. En los cuadernos hay datos suficientes como para buscar enchironar a unos cuantos y cerrar como mínimo la Estufita Loca; por otra parte, la vigilancia al Mandragor carece de sentido ya desde la perspectiva del asesinato de la Vicerrectora pero adquiere nuevas dimensiones desde Estupefacientes. Hay también datos como para tirar de la manta en el intento de asesinato de Cristina-Eugenia. Además, a lo mejor hay suerte y las huellas que no localizábamos en casa de Argüelles nos llevan a algún lado: quizás la Interpol pueda ayudarnos. No sabemos qué relación tiene todo esto con la universidad. La segunda vía es Amtich y quien le mandó hacer el allanamiento, Matías Cenobio, un buen candidato para haber actuado de Monovolumen, en todo caso inductor de un delito; quizás mandó a Amtich para precaverse de posibles informaciones que tuviera la Vicerrectora sobre eso o sobre la presentación de La Macanita. No lo sé pero habría que tirar del hilo.

El Comisario Jefe le miró con atención. Y empezó a hablar en su tono habitual:

- Ha hecho usted un buen trabajo, Quintana, se lo aseguro. Yo no suelo extenderme en elogios pero es así. Las informaciones de estupefacientes deben pasar a esa Brigada. El tema de la paliza de su Cristina es mejor que lo siga ahora, con los nuevos datos, quien lo hubiera investigado antes; de todos modos no hay, según lo que usted me cuenta, ningún dato identificatorio claro, sólo conjeturas. La prudencia de entonces ha de seguir ahora. La universidad es otro tema, un tema abrasador, tal como están las cosas. Objetivamente no tiene nada contra Cenobio y lo del becario se queda en agua de borrajas: antes de que llegue al juez hará desaparecer cualquier referencia a nombres con un par de amenazas y un par de promesas. Acaba de ver salir al rector de la universidad, al asesor jurídico y al decano de la Facultad de Derecho. Le acusan de sacar las cosas de quicio, de perseguir a miembros de la institución, de posibles registros ilegales en la institución universitaria y de una posible detención ilegal, entre otras cosas. He recibido algunas presiones colaterales: al parecer algún sindicato policial con relaciones fraternales con el sindicato dominante en la universidad está dispuesto a denunciarle por dejar que un niño golpee a un policía en el ejercicio de sus funciones y al policía en cuestión se le está sugiriendo que presente una baja para presionar más todavía; el mismo tema va a llevar a que, en base a un informe de un profesor de psicología, se solicite que la fiscalía del menor tome medidas por haber sometido a preguntas a un niño sin que sus padres estuvieran delante, con el trauma que eso supone, y un importante catedrático de la universidad prepara otro sobre el efecto que tendrá en el futuro esa agresión potenciada por un adulto representante de la autoridad en su frágil psiquis. La Junta de Gobierno de la universidad prepara una declaración institucional contra la criminalización del profesorado universitario por acontecimientos que no le afectan en absoluto y una asociación de alumnos prepara una mesa redonda sobre cómo la represión policial asume formas sutiles para ir siempre a lo mismo: matar la libertad de expresión en la universidad. Y hay algunas llamadas más, entre otras de mis jefes directos, pero también de personajes notables de asociaciones de jueces y abogados, por citar algunas... Se me olvidaba que el periódico local prepara una artículo editorial sobre la amenaza que pesa sobre el progreso de la ciudad, la provincia y la Comunidad Autónoma si el necesario ambiente de estudio e investigación de su universidad, tan clave para el avance tecnológico se ven afectados por una actuación policial indiscriminada y torpe de miras. Otra de las cosas que se preparan no la he entendido bien pero es un escrito de un conocido arquitecto. Se va a publicar en la sección de colaboraciones de prestigio del mismo periódico y versará sobre el valor simbólico de las rutas o itinerarios seguidos por alumnos y profesores en su deambular cotidiano por los espacios diseñados en las facultades; al parecer, resulta tremenda la perturbación que supone en todas ellas, por el efecto mariposa entendido en no sé que términos, que un policía haga preguntas aunque sea sobre su cuñada. En síntesis, que lo que haya que encontrar, si es que hay, debe ser buscado por otra persona y en un ambiente más calmo. De la muerta, de las dos muertas, se librarán forzando una nota de prensa en la que vendrá a decirse que la Vicerrectora fue asesinada por una amiga de la infancia exprostituta y drogadicta en circunstancias no aclaradas o cuando, llevada por su buen corazón, buscaba un dinero que tenía guardado para ayudarla. O sea: ha culminado con éxito la investigación y seguro que hay o habrá pronto otro caso a su altura. No me queda sino volver a felicitarle. Vaya a su casa y descanse, seguro que el día ha sido agotador. Adiós, Inspector Quintana.

Entre el "O sea" y el "Quintana" el Comisario Jefe le había acompañado hasta la puerta, le había dado un par de golpecitos en el hombro y se la había cerrado con toda corrección pero con firmeza obvia delante de las narices. Quintana supo que tenía razón por su prudencia pero se encontraba enfadado con todo y sentía cierta irritación al pensar que las cosas acabaran así, que no se tirara del hilo en estos temas cuando nadie dudaba en presionar al penúltimo chorizo hasta que denunciara al último chorizo. Tampoco le gustaba nada el papel que se hacía jugar a Eugenia que, por mucho que fuera la asesina real, no dejaba de ser menos criminal que muchos otros de los personajes que habían aparecido en el drama y que no iban a salir a la luz, protegidos por una sarta enfadosa pero efectiva de amenazas. Se marchó, a pesar de haber resuelto el caso, con amargura.

Unas horas después un barrendero se acercaba con un carrito de basura a un contenedor situado en una calle de la ciudad. Era tarde y hacía frio por lo que había pocos testigos para sorprenderse de su extraño comportamiento: iba abriendo las bolsas una a una, inspeccionándolas y arrojándolas al carrito que llevaba. Cuando éste se llenó del todo, lo vació en un contenedor cercano y volvió a seguir explorando en las que quedaban. Finalmente pareció encontrar lo que buscaba: un conjunto de papeles y de fotografías rotos que guardó, sucios como estaban, en una bolsa que extrajo de un bolsillo. A continuación depositó la basura que había acumulado en el carrito y, después, mirando a los lados, el carrito mismo en el contenedor. Un par de esquinas más allá se quitó el disfraz de basurero y los guantes y los tiró en una papelera. Otra esquina más allá le esperaba en un coche una mujer que cogió con avidez los papeles; después de apartar un par de sobres vacíos dirigidos a J. Amtich, fue encontrando fragmentos que prometían tener sentido. El hombre le enseñó, además, una foto que sacó de su cartera donde un grupo de unos seis tipos con camisa oscura y con el brazo en alto gritaban a la cámara, y los dos coincidieron en que el de las orejas grandes era sin duda el Rector. María Lezcano y el Inspector Quintana tenían bastante trabajo por delante y una sonrisa por dentro y por fuera.