ISSN: 1139-8736 |
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA INTERNACIONALIDAD DE LAS LENGUAS (A PROPÓSITO DEL ESPAÑOL)1
Mauro Fernández
Universidad de La Coruña (España)
Permítanme comenzar con una afirmación contundente: el español es una lengua internacional. Estoy seguro de que si pidiese a un auditorio cualquiera, a ustedes por ejemplo, que escribiesen durante un minuto los nombres de las lenguas internacionales que se les ocurran, muy pocos, tal vez ninguno, olvidaría incluir el español en su lista. También incluirían probablemente el francés; y nadie, absolutamente nadie, olvidaría el inglés. Tal vez la mayoría de las listas comenzasen por esta lengua. Ya no sería tan probable, en cambio, que en todas las listas figurasen el ruso, el chino, el alemán, el árabe o el malayo. Tal vez no faltaría entre ustedes quien estuviese dispuesto a negar que alguna de estas lenguas sea realmente internacional. Y probablemente nadie anotaría en su lista el quechua o el vascuence. Espero, pues, que estemos todos de acuerdo con mi declaración de partida acerca de la internacionalidad del español.
Resultaría más difícil, imagino, que nos pusiésemos de acuerdo en las razones por las que debemos considerar que una lengua es internacional. Como sucede con tantos otros conceptos que manejamos habitualmente, el concepto de lengua internacional es fácil de intuir, pero se vuelve escurridizo cuando queremos definirlo con precisión. Leo, por ejemplo, en un trabajo en el que se listan las características básicas de la lengua española como sistema lingüístico y como vehículo de comunicación de una amplia comunidad (Moreno y Otero 1998:69), la misma afirmación que acabo de hacer: "El español es una lengua internacional", fundamentada por los autores del siguiente modo: "tiene un carácter oficial y vehicular en 21 países del mundo". El argumento parece a primera vista bastante sólido: el hecho de que una lengua se hable en muchos países se corresponde con nuestra intuición básica acerca de qué es una lengua internacional; y puesto que el inglés es lengua oficial o cooficial en cincuenta y un países, podríamos decir que es mucho más internacional que el español, y lo será también, aunque en menor medida, el francés, lengua oficial o cooficial de veintiocho países. Pero si extremamos el argumento, enseguida empezarán a aparecernos problemas por ambos flancos. Por una parte, la lengua más hablada de todas, el chino, entraría muy forzadamente en el grupo de las lenguas internacionales, pues si bien es oficial en tres países, uno de ellos, Taiwan, no es universalmente reconocido, no forma parte de los organismos internacionales y podría ser absorbido en cualquier momento por la China continental; y el otro, Singapur, es un país muy peculiar que se asemeja más a una ciudad-estado que a otra cosa. Por otra parte, nos encontraríamos con lenguas con muy pocos hablantes a las que tendríamos que considerar como internacionales, puesto que son oficiales en más de un país; tal es lo que sucede con el quechua, lengua cooficial, junto con el español, en Perú y Bolivia. ¿Y qué sucedería si algún gobierno en Francia cambiase la política lingüística unificadora y centralista que ha caracterizado a ese país en los últimos siglos y decidiese, por ejemplo, otorgar cooficialidad a las lenguas regionales que todavía subsisten? ¿Se convertirían por ello el vascuence y el catalán en lenguas internacionales, al ser oficiales o cooficiales en más de un país?
El profesor Marcos Marín, en un artículo de título tan contundente como ni afirmación inicial, sostiene que
[l]a respuesta a la pregunta inicial, a saber, qué queremos decir con "lengua internacional", puede expresarse desde dos posiciones: la definición general se limitaría a decirnos que una lengua es internacional cuando se habla en dos o más naciones, de acuerdo con la definición del diccionario académico. El español cumple ese requisito, efectivamente. La definición demográfica precisa la anterior y viene a decirnos que un número de hablantes superior a un nivel (necesariamente arbitrario, convencional) confiere el carácter de internacionalidad a una lengua. El nivel trescientos millones funciona inmediatamente y nos permite volver a responder afirmativamente a la cuestión de si el español es lengua internacional. (1995:64)
Según esta distinción, el quechua sería una lengua internacional de acuerdo con la definición general, pero no lo sería de acuerdo con la definición demográfica. Lo mismo sucedería con el vascuence o con el catalán, incluso aunque no fuesen declaradas lenguas cooficiales en Francia y aunque no lo hubiesen sido en España (obsérvese que Marcos Marín se refiere solamente, en su definición general, a lenguas que se hablan en dos o más naciones, sin la exigencia del requisito de oficialidad). Pero ninguna de las tres sería lengua internacional de acuerdo con el criterio demográfico, o al menos eso nos parece, ya que el profesor Marcos no nos dice en qué cantidad de hablantes sitúa él ese nivel por encima del cual una lengua puede considerarse como internacional. Sí nos dice que ese límite sería forzosamente arbitrario, convencional, pero ¿dónde lo ponemos? Y sobre todo, ¿quién lo establece?
Imagino que todos preferiremos que ese límite arbitrario termine en cero. El escritor guatemalteco Augusto Monterroso ha publicado recientemente unas páginas deliciosas acerca de la fascinación un tanto supersticiosa que ejercen sobre nosotros, al menos en la cultura occidental, las cifras terminadas en cero, y especialmente las terminadas en más de un cero. Por ello convertimos en efemérides los centenarios (y a veces incluso los cincuentenarios: el Goethe Institut ha desplegado este año una intensa actividad cultural en torno al 350 aniversario del nacimiento de Goethe, pero es sumamente improbable que se repita ese esfuerzo antes de llegar cuarto centenario). Esta atracción por los ceros explica la alharaca que estamos viendo en torno al fin del milenio (¡con tres ceros!), por más que no acabe ninguno según el calendario árabe, el chino, o el japonés. Dejándonos llevar por esta atracción de los ceros, podríamos situar entonces el umbral entre las lenguas internacionales y las que no lo son, de acuerdo con la definición demográfica que propone Marcos Marín, en -por ejemplo- los cien millones de hablantes. Espero que estén de acuerdo conmigo en que es mejor situarlo en los cien millones que, por ejemplo, en 97,534,678, y en que si queremos descender de cien millones tendríamos que bajar hasta los cincuenta millones. Pero no creo que los franceses, y los francófonos en general, estuviesen de acuerdo. La Encyclopaedia Britannica de 1995 otorga al francés casi noventa y nueve millones de hablantes, es decir, los dejaría a un palmo de la internacionalidad, según el límite -arbitrario, naturalmente- que acabo de sugerir a modo de pasatiempo. Argumentarían los francófonos, que una lengua que es oficial en veintiocho países, repartidos por los cinco continentes, y que es oficial y de trabajo en aproximadamente la mitad de las organizaciones internacionales existentes (y, desde luego, en todas las de ámbito mundial y en las de ámbito europeo), bien merece ser llamada internacional, por lo que si alguna definición o algún umbral numérico la excluye, habrá que cambiar la definición o mover el límite.
Por otra parte, saber cuántos hablantes tiene una lengua no es tarea fácil. Jaime Otero (1995) nos presenta una divertida tabla, bajo el título "los alegres guarismos de la demolingüística", tomado a su vez de un capítulo de un libro de Gregorio Salvador (1983). En ella nos presenta los datos sobre el número de hablantes de diez lenguas según seis fuentes distintas. Mientras que los datos para algunas lenguas, como el sueco y el italiano, presentan bastante consistencia, en los demás casos hay discrepancias muy llamativas. Las estimaciones de hablantes de inglés, por ejemplo, van desde los 288 millones, la más baja, hasta los 1.400 millones, la más alta (y francamente desorbitada).
Y sea cual fuere el umbral, todavía nos quedaría el problema de cómo considerar a lenguas como el hindi, que superaría cualquier listón convencional que estableciésemos, pero que no se ajustaría a la definición general que exige que se hablen al menos en dos naciones. Claro está que siempre podríamos acudir a un ardid de nuestro oficio: los lingüistas solemos decir que el hindi y el urdu son la misma lengua, diferenciándose sólo en el alfabeto con que se escriben y en las fuentes a las que acuden para enriquecer su léxico. Y puesto que el urdu es lengua nacional en Pakistán, ya tenemos juntos los dos criterios exigidos por las definiciones general y demográfica. ¿Estamos, pues, ante una lengua internacional? No creo que nuestra estratagema de lingüista dejase satisfechos ni a paquistaníes ni a hindúes (entre quienes hay también no pocos hablantes de urdu), que viven apasionadamente sus lenguas como diferentes. Por otra parte, decir que el urdu es internacional (puesto que se habla en dos países), y que no lo es el hindi, sólo empeoraría las cosas. Y ya no quiero entrar en las complicaciones que surgirían si cambiase la configuración actual de las entidades políticas, como seguramente sucederá.
Todos estos y otros problemas muestran que no es tan fácil definir el concepto de lengua internacional. Tal vez no se ha reparado suficientemente (o no se ha reparado en absoluto) en que se trata de un concepto bastante reciente. El mismo término "internacional" lo es, pues se forjó sólo a fines del siglo XVIII en el seno del inglés, extendiéndose desde esta lengua a las demás con relativa rapidez. Cuando Jeremías Bentham (1748-1832) lo usó por primera vez, en sus Introduction to the Principles and Morals of Legislation, publicados en 1780,creyó conveniente añadir la siguiente nota: "The word international, it must be acknowledged, is a new one; though, it is hoped, sufficiently analogous and intelligible. It is calculated to express, in a more significant way, the branch of law which goes commonly under the name of law of nations". Los primeros usos de esta palabra están, pues, vinculados al ámbito del discurso jurídico, y habrá que esperar hasta bien avanzado el siglo XIX para encontrarla aplicada a otro tipo de eventos, como "exposición internacional", "carrera internacional" o "guerra internacional". No he podido datar su primera aparición vinculada al término "lengua", pero me parece razonable sostener que la expresión "lengua internacional" sólo se generalizó en estos últimos años. En la base de datos LLBA, por poner sólo un ejemplo referido al inglés, la búsqueda de la expresión "English as an international language" nos da un total de 576 entradas, de las que solamente 19 corresponden al período que va desde 1973 (año inicial de la base) hasta 1979. Incluso en los años ochenta encontramos un uso relativamente limitado de la expresión: no más de 88 entradas en toda la década. Como se puede apreciar, la difusión de esa expresión es muy reciente, pues nada menos que 204 entradas corresponden a los años 1996 y 1997. La misma distribución cronológica aparece con las entradas referidas a otras lenguas: "French as an international language" aparece nada más que en 40 ocasiones, de las que sólo siete son anteriores a 1980. Esta rápida búsqueda nos permite sacar dos conclusiones provisionales. La primera es una confirmación de lo reciente de la acuñación terminológica, o si no de la acuñación, al menos de la generalización de su uso. La segunda es que la expresión se usa en los trabajos de lingüística ante todo para referirse al inglés, pues sus menciones en relación con esta lengua son 14 veces más que las referidas a la lengua que le sigue, el francés. A partir de estos datos podría decirse que lengua internacional hay propiamente una, y que a mucha distancia vienen el francés, el español, el alemán y el ruso. Pero ya les he anunciado que estas conclusiones apresuradas son sólo provisionales: el caso es que en algunos trabajos referidos a estas cuatro últimas lenguas se defiende activamente su condición de lenguas internacionales (por ejemplo, Ammon 1990, 1991; Barón Castro 1975; Marcos Marín 1995, Tamarón 1982, 1995; o mi afirmación contundente al principio de esta conferencia). De modo que, por otra vía, llegamos de nuevo a la conclusión de que la terminología que empleamos nos está creando problemas.
El Marqués de Tamarón, hasta hace poco Director del Instituto Cervantes, intentó solucionarlos postulando una distinción entre "lengua internacional" y "lingua franca". Según él, el español sería lo primero, pero no sería lo segundo:
Cuando un peruano habla en español en la Asamblea General de la ONU está usando su propia lengua, que es además la de otras naciones; cuando un congoleño habla en francés o un birmano en inglés, por muy bien que lo hagan, están usando algo en esencia ajeno pero de propiedad poco definida, una especie de res nullius que llamamos lingua franca. [...] Cuando digo que el español es una lengua internacional mas no una lingua franca estoy usando este último término en el sentido restrictivo de habla empleada por interlocutores que no la tienen, ninguno de ellos, como lengua materna. Un argentino hablará naturalmente español con un uruguayo, y es probable que con un brasileño. Pero es casi seguro que hablará en inglés con un japonés en Helsinki, igual que un checo y un húngaro hablarán en ruso o en alemán, que también son linguas francas, aunque regionales y no mundiales. (1995:52)
La distinción no carece de interés, pero crea también sus propios problemas, entre ellos el nada desdeñable de tener que sostener que la misma lengua, en los mismos usos, es dos cosas distintas. Si tomamos al pie de la letra la distinción propuesta por Tamarón, tendríamos que sostener que el inglés sería una lingua franca cuando lo use el representante birmano en la Asamblea General de la ONU, pero habría que considerarlo como lengua internacional (por la misma razón que el español) cuando le toque el turno de intervenir al representante del Reino Unido, o al de los Estados Unidos, o al de Australia, o al de Nueva Zelanda, ya que todos éstos estarían usando su lengua materna, que sería también la de otras naciones. Y si el representante congoleño perteneciese a la minoría de ese país que ha sido socializada ya desde la infancia en francés, no cabría sostener que está usando una lengua que no es la suya y que ésta, por consiguiente, es una lingua franca y no una internacional.
La intención del Marqués de Tamarón es muy meritoria: su intento es que asumamos el papel que le corresponde al español en el mundo, y que no intentemos asumir uno distinto. Intenta especialmente contrarrestar la frustración que podría derivarse del hecho de que otra lengua haya alcanzado una mayor difusión. Si aceptamos "con orgullo y realismo el papel que le corresponde al español en el mundo", nos dice,
[se] nos quitará por fin la frustración histórica ("deberíamos ser los primeros"), la manía de persecución ("hay una conjura internacional para impedirnos ser los primeros") y la esporádica jactancia infantil ("somos los segundos pero pronto seremos los primeros"). No hay primeros, segundos ni últimos, hay buenos y malos actores. (1995:51)
Si bien comparto plenamente la intención y admiro el talante que dejan traslucir las palabras anteriores, creo también que la distinción que propone el autor crea más problemas de los que resuelve. Y no se trata de que sea irrelevante la lengua materna de los interlocutores, que no lo es. Al contrario: lo esencial es, precisamente, que en los contactos internacionales (ya veremos más adelante qué entendemos por "contacto internacional") algunos participantes pueden mantener su lengua materna, mientras que otros no pueden y tienen que acudir a la de sus interlocutores o a una tercera lengua. Ello, en principio y desde una perspectiva teórica, no tiene una relación lógica necesaria con el hecho de que una lengua sea oficial (o hablada, como se prefiera) en varios países. Si los contactos internacionales se estableciesen en una lengua hablada tan sólo en un país minúsculo, esa lengua sería internacional, pues no tendría sentido negarle tal carácter por ser de un solo país, y menos sentido tendría todavía caracterizarla, sucesivamente, como lengua internacional unas veces, como lingua franca otras, dependiendo de quien la use. Independientemente del lado del campo en que se encuentre la pelota, en un contacto internacional el partido es uno y el mismo hasta que se termina. Más aún: en teoría, una lengua internacional ni siquiera tendría por qué ser lengua materna de nadie, ni tendría por qué ser lengua nacional (o hablada mayoritariamente) en algún país; es lo que sucedería si prosperase el esperanto u otra propuesta similar. Pero ni el esperanto ha triunfado, ni existe ninguna lengua internacional que se hable tan sólo en un país minúsculo. De hecho, las pocas lenguas en las que se establecen los contactos internacionales son habladas por muchos millones de personas, y entre todas ellas suman la mitad de los hablantes del planeta, aproximadamente. También casi todas ellas son habladas en más de un país, pero ya hemos visto que esto no es una condición necesaria. El chino no dejaría de ser una lengua internacional por el hecho de que prosperase la postura que defiende la anexión de Taiwan. Es lengua internacional porque hay contactos y relaciones internacionales que se hacen en esa lengua.
Creo que ha llegado ya el momento de precisar qué entiendo por contacto internacional. No entiendo por tal simplemente el hecho de que se encuentren dos personas de naciones y lenguas distintas. El argentino y el japonés que se encuentran en Helsinki, en el ejemplo anterior de Tamarón, no están estableciendo un contacto internacional. Ni siquiera necesitan una lengua común; se pueden ignorar mutuamente y no sucede nada. Otra cosa sería si ese japonés y ese argentino fuesen los ministros de Asuntos Exteriores de sus respectivos países, reunidos en Helsinki en misión oficial. En este caso sí estaríamos ante un contacto internacional. También lo estaríamos, por extensión del término, si quienes se reúnen son, por ejemplo, los presidentes de dos corporaciones bancarias que van a firmar un acuerdo de fusión, aún cuando cada una de las corporaciones pueda representar intereses mucho más amplios que los de su propia nación.
Hay, naturalmente, otros muchos tipos de contactos internacionales, además de los que he puesto como ejemplo. Pero en todos ellos debe haber una cierta oficialidad o institucionalización de los mismos; estoy apuntando, pues, a relaciones en las que lo que se representa son intereses colectivos, y no intereses exclusivamente individuales. Por consiguiente, cuando un chico japonés enamora a una chica venezolana (o a la inversa) en inglés, no está usando una lengua internacional, ni tampoco una lingua franca del amor. Está simplemente sacando partido de la parcela común de los repertorios lingüísticos de ambos para lograr la felicidad mutua, poniendo en juego una función comunicativa antiquísima, pero que no es la función de internacionalidad. En cambio, el hecho de que el inglés figure en ambos repertorios sí tiene que ver con la condición de internacional de esta lengua. Es decir, las lenguas son internacionales (las que lo son) solamente en ciertos usos dirigidos a ciertas funciones. Por consiguiente, un argentino y un uruguayo comunicándose en español podrán estar haciendo (o no) uso de una lengua internacional, dependiendo del rol que desempeñen en ese momento y de los propósitos que su comunicación persiga.
No coincido, pues, -al menos aparentemente- con la posición sostenida por Ulrich Ammon (1990), para quien es lengua internacional toda aquella que haya sido usada al menos una vez (y que vaya a ser usada al menos otra vez) en cualquier evento comunicativo en el que participen personas de distintos países, bien con lenguas diferentes ("international communication in a stricter sense"), bien con la misma lengua ("international communication in a wider sense"). Mi discrepancia se refiere a que no sirve cualquier evento comunicativo para dotar a una lengua con la dimensión de internacionalidad, sino sólo una serie limitada de eventos comunicativos (por lo demás, cada vez más frecuentes y abarcadores de parcelas cada vez mayores de nuestra actividad habitual). Ciertamente, a la hora de ejemplificar, Ammon destaca la ciencia, los negocios o la política, áreas de actividad cuya organización internacional resulta evidente; pero también es cierto que selecciona estos ejemplos "since it is impossible to observe all communicative events which make a language more or less international" (1990:138). Comparto, en cambio, con este autor su concepto de la internacionalidad de las lenguas como una escala, y no como un atributo que se posee o del que se carece de modo absoluto (internacional vs. no internacional), al modo de Giorgio Braga (1979). Unas lenguas son más internacionales que otras. Pero no me atrevería yo a decir que el pangasinan (lengua hablada al norte de la isla de Luzón, en Filipinas) sea una "lengua internacional en grado mínimo y en sentido estricto" por el simple hecho de que un lingüista como Lawrence Reid la haya estudiado y haya participado en eventos comunicativos en esta lengua (ejemplo, obviamente, puesto por mí y no por Ammon).
También comparto con Ammon la idea de que las lenguas internacionales no lo son de una vez para siempre. La condición de lengua internacional se puede perder. Añadiré, por mi parte, que no es inconcebible un universo comunicativo futuro en el que las lenguas internacionales no existan, o en el que desempeñen un papel considerablemente menor que el que les corresponde en nuestros tiempos. Frente a lo que suele afirmarse, la globalización del mundo no tiene como única alternativa posible la difusión de una o unas pocas lenguas. Es cierto que éste es un desenlace sumamente probable, pero no es el único posible: hay otros, a los que me referiré brevemente al final de esta charla. Antes quisiera destacar algo en lo que creo que tampoco se ha reparado suficientemente: no siempre ha habido lenguas internacionales.
Trataré de argumentar esta última afirmación. Ya me referí anteriormente a lo reciente del término internacional. Una aparición tan tardía no es ninguna casualidad: antes tenía que haberse forjado el término "nacional", y por consiguiente, tenían que haberse formado las "naciones" en el sentido que toma el término a partir de la Modernidad, es decir, a partir del siglo XVIII. Antes no había naciones: había imperios, reinos dinásticos, y otros tipos de organizaciones políticas, pero no naciones, y por consiguiente, tampoco había relaciones internacionales. La comunicación internacional presupone que los intereses de los Estados se han desgajado de los de los Príncipes, o de los Reyes, o de los Emperadores, lo que da lugar a una nueva función comunicativa, que aparece con la Edad Moderna, y que es cualitativamente distinta de las funciones comunicativas preexistentes. ¿Quién podría entender hoy el papel de los diplomáticos del modo en que todavía lo entendía Talleyrand (1754-1838) a fines del siglo XVIII, quien decía que los agentes diplomáticos eran "personas muy respetables que se mandan a mentir al extranjero"?
De modo que cuando se afirma, por ejemplo, que el latín poseía la función de la comunicación internacional durante la Edad Media - lo hemos leído incontables veces- se está cometiendo un tipo especial de anacronismo (que los historiadores serios deberían evitar); estamos trasladando al pasado las categorías de nuestro presente. En la Edad Media no existía comunicación internacional; existían lenguas francas, lenguas religiosas, lenguas vehiculares de ciertos géneros literarios, poliglotismo, y multitud de soluciones al problema de la diversidad de lenguas; pero no había lenguas internacionales. Tampoco existían, naturalmente, las lenguas nacionales.
Veamos algunas muestras de este tipo de anacronismo referidas al español. En un artículo en el que se nos da una visión global de la historia de nuestra lengua, se afirma que el español de los siglos XV y XVI
se convierte en idioma internacional, gracias a la hegemonía que la Corona española pasa a tener en Europa, sobre todo tras la vinculación dinástica al Imperio germánico. En Italia y en Flandes se convierte en la lengua de los dominadores, que los naturales han de conocer; en Francia, Alemania o Inglaterra se aprende por necesidades prácticas o de otra índole. (Cano Aguilar 1995:30)
En otro artículo leemos que
La política de los Habsburgo en el siglo XVI y en el primer tercio del siglo XVII otorgó al español una posición clara de lengua internacional en Europa; aunque el latín era, oficialmente, la lengua de intercambio de los documentos oficiales internacionales, la conveniencia de conocer y usar el español quedaba clara (Marcos Marín 1995:65)
Y el mismo autor, en apoyo de su tesis, nos recuerda la anécdota, frecuentemente citada, protagonizada por Carlos V con motivo de su coronación en la Corte Pontificia, en 1530. Habiendo pronunciado el Emperador Carlos un discurso el español, el obispo de Mâcon, Embajador de Francia, protestó porque no le entendía, y el Emperador replicó: "señor obispo, entiéndame si quiere, y no espere de mí otras palabras que de mi lengua española, la cual es tan noble que merece ser sabida y entendida por toda la gente cristiana".
Tienen razón los autores de las dos citas anteriores en su afirmación de que era muy conveniente aprender español en nuestro Siglo de Oro, y así lo testifican los muchos manuales para la enseñanza de esta lengua que se escribieron en Alemania, en los Países Bajos y en Italia durante ese período. Pero no por ello podemos decir que el español era una lengua internacional. La negativa de Carlos V a hablar en latín apunta más, tal vez, a una nueva función, todavía en ciernes, del español como "lengua protonacional" que a dotar a esta lengua de una dimensión internacional, que resulta inconcebible en sí misma desde las expectativas de la época. Lo que sí es el español en esta época es lengua imperial, lo que quiere decir simplemente que es la lengua en la que se administra el Imperio, y nada más, ni siquiera "lengua nacional", ya que este concepto tampoco tiene sentido antes de la emergencia de esa forma del Estado moderno que los historiadores denominan "Estado-Nación". Antes de la emergencia de esa modalidad política, había diversas formas de estado: monarquías territoriales; redes elásticas de relaciones personales entre el príncipe, el señor y el vasallo; Estados de Conquista; Ciudades-Estado; Ciudades-Estado eclesiásticas; ligas de ciudades; comunas, etc. (Mann 1997:944)
Hacia 1500, por ejemplo, hay en Europa unos doscientos Estados de muy diversos tipos, mientras que hacia 1900 hay solamente unos veinte Estados nacionales. ¿Llamaríamos "internacionales" a las relaciones entre los Príncipes de Venecia y Florencia durante la Baja Edad Media o durante el Renacimiento? Supongo que no.
La comunicación internacional, tal como hoy la entendemos, se va forjando, pues, paralelamente a la formación de los Estados nacionales. Con ello no quiero decir que sólo sea comunicación internacional la que se establece entre interlocutores que representan al Estado, sino toda la que se establece entre los diferentes actores de poder (político, económico, cultural y militar) después de que estos actores se hayan convertido en "nacionales". Y ello sólo sucede tras la emergencia de un ámbito público de comunicación cualitativamente distinto del que existía antes del siglo XVIII, y que se va fraguando poco a poco, mediante la creación de instrumentos como el periódico, las tertulias de café, el paso de la lectura intensiva (la lectura repetida de unos pocos textos, siempre los mismos) a la lectura extensiva, y la conversión en "nacionales" de los diversos intereses contrapuestos que se vehiculan mediante estas nuevas técnicas comunicativas. Soy consciente de que mi punto de vista acerca de la emergencia de lo "internacional" como un ámbito comunicativo nuevo que surge con la Modernidad necesitaría una investigación mucho más detallada, en la que tendrían que intervenir especialistas procedentes de muy diversos ámbitos. Se trata, pues, de un punto de vista forzosamente provisional, de una hipótesis que trataré de investigar con más detalle si encuentro el tiempo y los medios necesarios para hacerlo. Y por consiguiente, esta hipótesis está abierta a cuantas rectificaciones sean necesarias. Pero no tengo ninguna duda sobre lo tardío de la aparición del término "internacional", a fines del siglo XVIII.
De acuerdo con lo anterior, no me parece adecuado hablar de lenguas internacionales antes del siglo XIX. Y ¿era el español en el siglo XIX una lengua internacional? En mi opinión, no lo era con la misma claridad con la que lo eran el francés y el alemán, ni con la misma claridad con que lo es hoy. Se trata, naturalmente, de otro punto de vista arriesgado, y también abierto a toda clase de rectificaciones. Ciertamente, entre los nuevos Estados-nación iberoamericanos, procedentes de la descomposición del Imperio español a lo largo del siglo XIX, se crean una serie de lazos comunicativos que bien merecen el nombre de "relaciones internacionales" De hecho, según nos recuerda Ybáñez Bueno (1997), la actual OEA (Organización de Estados Americanos) podría ser considerada como
el organismo regional más antiguo del mundo, pues su origen se remonta a la primera Conferencia Internacional Americana, celebrada en Washington D.C. entre octubre de 1889 y abril de 1890. En esa reunión se aprobó, el 14 de abril de 1890, la creación de la Unión Internacional de las Repúblicas Americanas. (Ybáñez Bueno 1997:196)
El mismo autor nos informa de que en esa Conferencia Internacional Americana, se aprobó
después de movidas deliberaciones, un Reglamento que serviría de pautas a las Conferencias posteriores y en el que se regulaba con criterio liberal la cuestión de los idiomas. Los delegados podían intervenir en sus lenguas respectivas, con ello se estableció un principio de generalidad pero no de igualdad absoluta. Estaba prevista la traducción oral sucesiva, en forma resumida, por el propio orador o por intérprete; estaba estipulada la traducción al castellano de las intervenciones en inglés y la traducción al inglés de las intervenciones en los otros tres idiomas reconocidos. La Delegación de los Estados Unidos no necesitaba así entender ningún idioma extranjero y se suponía que las delegaciones de habla latina podían entenderse entre sí sin necesidad de interpretación. Las actas se redactaban en inglés y español y al principio de cada sesión se leía en estos dos idiomas el acta de la sesión anterior. (Ybáñez Bueno 1997:196-197)
En la actualidad el español predomina claramente en la OEA. Además de ser la lengua más utilizada, tanto en las reuniones formales como en los pasillos, el orden de los países para establecer el turno rotatorio de Presidencia y Vicepresidencia de su Consejo, así como el orden de las votaciones es el de los nombres de los países en español. Pero en sus inicios predominaba el inglés. Los representantes hispanófonos tenían que entender inglés (o bien portugués y francés), para comprender la totalidad de las intervenciones de los representantes de Brasil y de Haití, y estos últimos tenían que entender inglés o español.
Pero salvo esta excepción, explicable por la índole misma de la organización, el español no era percibido claramente como lengua con potencial internacional. En apoyo de esta afirmación, que puede parecer un tanto atrevida, aduciré el testimonio de un testigo privilegiado. En 1901, a principios del siglo que ahora termina, Herbert George Wells (1866-1946) publicó una serie de artículos titulada Anticipations, recopilados posteriormente en forma de libro, en los que imaginaba cómo serían las comunidades humanas en el año 2000. Imaginó cómo serían las vías de comunicación, el tipo de viviendas, las formas de organización social. Especuló también sobre la condición estética y moral de los hombres del siglo XXI, leyó sus periódicos, criticó la falta de universalidad de su literatura, y trató de imaginar cómo serían las guerras. La lectura actual de esos artículos nos depara un Wells bastante lúcido, también irónico y escéptico, optimista a veces (muy especialmente en lo que se refiere al nivel cultural de los pueblos del futuro), en el que los aciertos superan a las profecías fallidas. Uno de estos artículos está dedicado a imaginar cómo será la situación lingüística del mundo en el año 2000. También en este tema se entremezclan en Wells los aciertos y los desaciertos. Wells vaticinó correctamente un nuevo orden lingüístico mundial, en el que los pueblos que dominasen solamente su propia lengua y en los que ésta no fuese una de las de gran difusión estarían en desventaja en comparación con los pueblos que dominasen, por ejemplo, el francés. Y si bien eran grandes las presiones para que los hablantes nativos de inglés o de francés se hiciesen bilingües, en el caso del hablante de una lengua de escasa difusión esta presión estaba llegando a ser compulsiva:
He must do it in self-defense. To be an educated man in his own vernacular has become an impossibility. He must either become a mental subject of one of the greater languages, or sink to the intellectual status of a peasant. But if our analysis of social development was correct, the peasant of today will be represented to-morrow by the people of no account whatever, the classes of extinction, the people of Abyss. If that analysis was correct, the essential nation will be all of educated men, that is to say, the essential nation will speak some dominant language or cease to exist, whatever its primordial tongue may have been. It will pass out of being and become a mere local area of the lower social stratum (1901:561)
En lo esencial, el tiempo le ha dado la razón: todos los sistemas educativos del mundo realizan hoy un gran esfuerzo para acrecentar el repertorio lingüístico de sus ciudadanos. En todos ellos, que yo sepa, es obligatorio el estudio de al menos una de las grandes lenguas internacionales. Antes de proseguir, quisiera llamar la atención sobre el hecho de que Wells no emplea en su artículo la expresión "lengua internacional". Nos habla de "grandes lenguas", de "lenguas dominantes", de "lenguas de agregación" e incluso de "lengua universal", pero no de "lenguas internacionales". Ello confirma de modo indirecto lo que vengo diciendo sobre lo reciente de esa expresión. Pero lo que ahora me interesa resaltar más es que entre los candidatos a desempeñar ese papel de "grandes lenguas" no figura para nada el español. En el orden lingüístico mundial del año 2000, tal como lo veía Wells, el español no aparece; esta lengua no es mencionada ni tan siquiera una vez en su "profecía". Los tres candidatos que merecen su consideración son, por orden de probabilidades, el francés, el alemán y el inglés. ¿Es esto un simple despiste de Wells? Yo no le veo así. Me inclino más bien a pensar que el interés de Wells por la ciencia-ficción era compatible con la observación minuciosa de su tiempo: además de novelista, era periodista, historiador y sociólogo. Creo, por consiguiente, que si el español está ausente de su vaticinio es porque nada permitía vislumbrar su importancia en el nuevo orden lingüístico mundial. Ello puede parecer extraño, puesto que las condiciones de "oficialidad" eran básicamente las mismas que en la actualidad: era la "lengua oficial" de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, y aunque, estrictamente, no lo era todavía en España -pues la "oficialidad" no se incluye en el cuerpo legislativo español hasta la Constitución de 1931, como nos recuerda el profesor González Ollé (1995)-, sí lo era de facto, al menos desde el comienzo del siglo XVIII. Aunque en algunos de estos nuevos países, como en Argentina y Uruguay, hubo una importante inmigración de origen italiano, la asimilación lingüística de estos inmigrantes fue rápida, de modo que, en líneas generales, en el momento de la profecía de Wells el español presentaba ya dos de las características que solemos atribuirle hoy cuando queremos destacar su peculiaridad en relación con otras lenguas internacionales: era ya una lengua "geográficamente compacta" (Moreno Fernández y Otero 1997:69, para éste y los demás entrecomillados de este párrafo), por ocupar territorios geográficamente contiguos, y que formaba una de las "áreas lingüísticas más extensas del mundo"; también presentaba ya un "índice de comunicatividad muy alto" y "un índice de diversidad bajo o mínimo". Tenía, pues, a principios del siglo XX un elevado número de hablantes repartidos en diversos países del mundo. Incluso estaba más difundida por Europa de lo que está actualmente, pues todavía lo mantenían con vigor las comunidades sefardíes establecidas en diversos países europeos, especialmente en Turquía, pero también en otros países de lo que fue el imperio otomano. Era mayor, asimismo, su presencia en el Norte de África: también aquí había importantes asentamientos sefardíes, a lo que hay que añadir su extensión por el Norte de Marruecos, a través de ese sistema de dominación colonial que eufemísticamente se denominó Protectorado.
Pese a todo ello, su importancia mundial era escasa, tal vez debido a una combinación de, al menos dos factores: el escaso poderío de las naciones de lengua española y su irrelevancia en el ámbito científico decimonónico. En mi opinión, no era una lengua internacional, porque el serlo -ya va siendo hora de que aclare definitivamente mi modo de pensar sobre este asunto- no tiene relación directa con el número de países que la tienen como oficial, ni con el número total de sus hablantes, ni con la extensión geográfica que abarca. Sí hay, por supuesto, una relación indirecta, pero ninguna de estas condiciones es suficiente por sí misma para que una lengua sea internacional. Tal vez convenga adoptar, para resolver este tema y otros de índole similar, una perspectiva hermenéutica y fenomenológica. Son lenguas internacionales las que se perciben como tales, y son percibidas como tales aquellas en torno a las cuales ha habido un esfuerzo de construcción social (en el que participan numerosos agentes, y no sólo hablantes de esas lenguas) que apunta en esa dirección. A fines del siglo XIX, ese trabajo de construcción social del potencial de internacionalidad se centraba en las tres lenguas cuya preponderancia analiza Wells en su artículo: el francés, el alemán y el inglés, en ese orden. Las demás lenguas estaban llamadas bien a desaparecer, bien a complementarse mediante la superposición de una de las tres grandes lenguas. La predicción se refería no sólo a lenguas como el bretón, el flamenco, el galés o el vascuence, sino también a lenguas como el noruego e incluso el italiano. Sólo el chino y el japonés quedarían a buen resguardo de la difusión de las tres lenguas mundiales. Imagino que desean ustedes saber por qué Wells dejaba al japonés a salvo. Ustedes captarán mejor que yo si les hace o no justicia, pero la razón que da para el mantenimiento del japonés junto a las grandes lenguas de difusión mundial es que los japoneses son "a people abnormal and incalculable, with a touch of romance, a conception of honour, a quality of imagination and a clearness of intelligence that renders possible for them things inconceivable of any other existing people" (1901:566).
El tiempo no le dio la razón en todo. No se la dio en lo que se refiere al español. Tampoco se la dio en lo que se refiere al inglés. Pero es que la construcción del inglés como lengua mundial se apoyaba más en el poderío y la extensión del Imperio Británico que en su papel como instrumento de la cultura y de la ciencia. Ya he dicho que Wells era un optimista en lo que se refiere al futuro nivel cultural de los habitantes del siglo XXI. Y en este aspecto cultural, la situación del inglés era en aquel entonces bastante precaria, lo que lo convertía en una lengua con poco atractivo para los pueblos no sujetos al Imperio:
Among peoples not actually subject to British or American rule, and who are neither waiters nor commercial travellers, the inducements to learn English rather than French or German do not increase. If our initial assumptions are right, the decisive factor in this matter is the amount of science and thought the acquisition of a language will afford the man who learns it. It becomes therefore a fact of very great significance that the actual number of books published in English is less than that in French or German, and that the proportion of serious books is very greatly less. A large proportion of English books are novels adapted to the minds of women [vemos que Wells no pudo escapar a uno de los más sólidos prejuicios de su época acerca de las mujeres, M.F.], or of boys and superannuated business men, stories designed rather to allay than stimulate thought. They are the only books indeed that are profitable to publishers and author alike. In this connection they do not count, however; no foreigner is likely to learn English for the pleasure of reading Miss Marie Corelli in the original or of drinking subtle elements from The Helmet of Navarre. (1901:563-564)
No todo el mundo veía de esta manera el potencial del inglés, y ahí están los versos de Rubén Darío (1867-1916) para demostrarlo. En el poema inicial de "Los Cisnes" (la segunda parte de Cantos de vida y esperanza, publicado en 1905), el poeta nicaragüense nos alerta sobre la expansión del inglés, aunque coincide con Wells en lo que se refiere al escaso potencial cultural de la lengua, a cuyos hablantes llama, con poca caridad, "bárbaros fieros":
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
Para Rubén Darío, el poderío económico y militar del coloso del Norte, Estados Unidos, era más importante para la difusión del inglés que la mediocridad de su producción científica y cultural.
Para no ser injusto con Wells, debo decir que le daba una oportunidad al inglés:
If in the coming years a deliberate attempt were made to provide sound instruction in English to all who sought it, and if the present sordid trade of publishing were so lifted as to bring the whole literature, the whole science and all the contemporary thought of the world within the reach, need and desire of every man who had the franchise of the tongue, then by the year 2000 I would prophesy that the whole functional body of the human society would read and perhaps even write and speak our language. And in a fair way to be the universal language of the mankind. (1901:564)
Pero Wells veía tal esfuerzo muy improbable, pues "such an enterprise demands a resolution and an intelligence beyond all the immediate signs of the times" (1901:564). Y no sólo eso: sin un verdadero renacimiento de la vida intelectual, también se acabaría el predominio naval y militar de Gran Bretaña y de los Estados Unidos.
Sin embargo, en contra de las expectativas de Wells, el inglés sí ha terminado por dar cabida, en mayor medida que cualquier otra lengua, a la ciencia y a la totalidad del pensamiento humano. Wells se maravillaba ante las librerías francesas, por la cantidad, calidad y belleza de los libros que vendían. En una de ellas, nos cuenta asombrado, llegó a encontrar hasta "three copies of a translation of that most wonderful book, the Text Book of Psychology of Professor William James, [...] three copies of a book that I have never seen anywhere in England outside my own house" (1901:565). En contraste, las librerías británicas le parecían horrorosas,
with its gaudy reach-me-downs of gilded and embossed cover, its horrible printed novels still more horribly "illustrated", the exasperating pointless variety in the size and thickness of its books. The general effect of the English book is that it is something sold by a dealer in bric-a-brac, honestly sorry the thing is a book, but who has anyhow done his best to remedy it! And all the English shopful is brand new fiction or illustrated travel (of "Buns with the Grand Lama" type), or gilded versions of the classics of past times done up to give away. While the French bookshop reeks of contemporary life. (1901:565)
Tal tipo de librerías, por supuesto, no ha desaparecido. Y no son (tampoco lo eran en tiempos de Wells) una peculiaridad exclusiva del Reino Unido. Pero en este país y en los Estados Unidos encontramos hoy librerías que no tienen nada que envidiar a las francesas que tanto admiraba Wells, y, además, las francesas y las del mundo entero se han llenado de excelentes libros escritos en inglés. Y los que no están escritos en esta lengua con frecuencia están traducidos de la misma, pues el inglés es también la lengua de la que más se traduce. Si Wells viviera para verlo, no sólo se sorprendería por esto, sino tal vez más todavía por constatar que la segunda lengua fuente de traducción es el español.
Esta ascensión del inglés no es mérito exclusivo de los anglófonos: lo hemos ascendido entre todos, porque todos hemos contribuido a construir socialmente el inglés como la lengua internacional por antonomasia. Hoy el inglés es la lengua más importante en la comunicación científica, comercial y política; es también la lengua que domina la informática y las autopistas de la información. Pero no es la única, y ello tampoco es un mérito exclusivo de los hablantes de español, francés, alemán y algunas otras lenguas. La dimensión de internacionalidad de las lenguas se construye internacionalmente, y no desde la nación. Si no fuese por ese trabajo colectivo, el español sería una lengua de amplia difusión, sin ser por ello una lengua internacional. Si es internacional, se debe a que naciones que tienen otras lenguas la han aceptado como una de las grandes de que dispone la humanidad; porque ha sido aceptada por multitud de organismos internacionales como lengua oficial y de trabajo, y entre ellos, por el más importante de todos: por la Organización de las Naciones Unidas, donde comparte este rango con otras cinco, y por su Consejo Económico y Social, donde además de oficial, comparte la condición de lengua de trabajo con el francés y el inglés. Y sobre todo, es internacional porque hay en todo el mundo millones de personas que desean aprenderla, ya que les resulta rentable para su desarrollo cultural, social y económico, para su participación en los asuntos internacionales, los cuales acaparan una parte cada vez más mayor de la vida de numerosos habitantes del planeta. Si todo se limitase a los 350 millones que lo tienen como lengua materna, podría estar el español en la situación del hindi, que cuenta tal vez con más millones, pero que tiene una proyección internacional prácticamente nula.
De modo que, aunque parezca paradójico, la internacionalidad nos la dan en buena medida los demás. Quienes están contribuyendo hoy de forma más decisiva a la construcción social del español como lengua internacional son los países en los que su enseñanza y aprendizaje aumentan a un ritmo espectacular: Japón, Australia, Nueva Zelanda, y sobre todo, Brasil y los Estados Unidos, los dos gigantes de América, por su extensión, población y potencial económico.
Brasil tiene como lengua oficial el portugués, pero está rodeado de países hispanohablantes, de modo que el español les resulta de suma utilidad a sus habitantes para atender a la dimensión de internacionalidad que el nuevo orden económico y político ha incorporado a sus tareas laborales cotidianas. Son muchos ya los brasileños que pueden entenderlo, especialmente en los Estados del Sur, y bastantes los que pueden hablarlo. La integración económica regional propiciada por MERCOSUR ha llevado a las autoridades de los Estados más poblados de Brasil a declarar el español como lengua obligatoria en la enseñanza secundaria, lo que ha dado lugar a una fuerte demanda de formación de profesores, en la que el Instituto Cervantes colabora desde su centro itinerante de formación de profesorado, con sede en São Paulo. El número de estudiantes que, en su examen de ingreso en la Universidad, elige el español casi alcanza al de los que eligen el inglés (Moreno Fernández 1995:219-223). Y con las nuevas disposiciones educativas, el español podría pronto convertirse en la lengua extranjera más estudiada en Brasil.
En cuanto a los Estados Unidos, hay que diferenciar entre la comunidad que tiene el español como primera lengua y quienes lo adquieren como lengua segunda. En el primero de estos dos aspectos, la presencia del español es tan intensa que algunos sectores sociales han comenzado a inquietarse ante lo que perciben como una amenaza para la identidad de los estadounidenses. Prueba de esta desazón es el hecho de que varios Estados de la Unión hayan promulgado leyes mediante las que se declara al inglés como única lengua oficial. Y ello no es porque teman la penetración del camboyano o del coreano, sino porque temen que la elevada concentración de hispanohablantes en algunos Estados pueda alentar intentos de declarar el español como lengua cooficial y fomentar tendencias separatistas: lo que sucede con Quebec en el vecino Canadá atemoriza a muchos estadounidenses.
La población hispana en los Estados Unidos crece a un ritmo muy rápido, mientras que la población anglosajona decrece. Según el informe más reciente que conozco (Morales 1999), los hispanos son ya casi treinta millones, el 11% de la población. Y las proyecciones para dentro de veinte años apuntan a más de cincuenta millones, y a casi cien millones para mediados del siglo XXI, momento en que representarían la cuarta parte de la población total. En Nuevo México ya representaban en 1990 más un tercio de la población, por lo que a mediados del próximo siglo serán probablemente la población mayoritaria, y tal vez también en California y Tejas (donde actualmente son la cuarta parte), así como en Arizona, Florida y Nueva York.
Naturalmente, no toda esta población habla español. En general, las pautas de mantenimiento de la lengua entre la población hispana se ajustan bastante bien al conocido esquema según el cual los inmigrantes de segunda generación (es decir, los nacidos en los Estados Unidos de padres inmigrantes) serían bilingües, y entre los de tercera generación predominaría el monolingüismo en inglés. Pero la intensidad del flujo migratorio, con cientos de miles de nuevos inmigrantes cada año (entre legales e ilegales), junto con el tamaño total de la población hispana, su concentración en ciertos Estados, y la mejora de su nivel socioeconómico, han creado un circuito económico y cultural paralelo que funciona en español. Hay empresas en las que se puede trabajar sin conocimiento del inglés. El número de periódicos, revistas, programas de radio y televisión en español crece continuamente, así como su presencia en la cultura juvenil, especialmente en la música. Jennifer López, Enrique Iglesias o Ricky Martin, por mencionar sólo unos pocos, tienen el éxito garantizado en los Estados Unidos. Recientemente, en California, se ha comenzado a otorgar la nacionalidad estadounidense a inmigrantes hispanos que no saben hablar inglés. Si la necesidad de saber inglés disminuye, las pautas de mantenimiento del español podrían cambiar. Según el censo de 1990, unos diecisiete millones de hispanos hablaban español, la mitad de ellos como única lengua.
¿Qué relación tiene todo ello con la internacionalidad del español? Pues mucha, y creciente a medida que el español va aumentando su capacidad para vehicular intereses "nacionales" de Estados Unidos (y, por consiguiente, internacionales, pues la relación entre lo nacional y lo internacional es actualmente tan estrecha que no siempre resulta fácil -o productivo- delimitar estos dos ámbitos). Esto ha sido comprendido desde hace tiempo en el ámbito de los negocios y en el de la cultura, pero también en el de la política, a juzgar por el papel creciente que el español desempeña en las elecciones presidenciales (y más todavía en las de gobernador de algunos Estados de la Unión). Y siendo sin duda este país la mayor potencia mundial, el ascenso en ella del español lo convierte en más atractivo para los no hispanófonos, comenzando, claro está, por los del mismo país, pero también para los de otros países, como está sucediendo con Japón.
En Estados Unidos, la enseñanza del español es objeto de una intensa y creciente demanda. La situación geográfica del país, su frontera con México, el pasado histórico de varios de los Estados de la Unión, junto con las estrechas relaciones comerciales y políticas con Hispanoamérica, hacen del español la primera entre las lenguas extranjeras. Según datos recientes, dos de cada tres estudiantes de lenguas extranjeras eligen el español. Desde comienzos del siglo XX, Estados Unidos es uno de los focos más importantes del hispanismo. Recordemos que la Hispanic Society se fundó en 1907. Pocos años más tarde, en 1917, se fundó la American Society of Teachers of Spanish, que publica desde 1918 la conocida revista Hispania. Según los datos que nos ofrece el profesor Lodares en una panorámica de la enseñanza del español en el extranjero, más de la mitad de los centros estadounidenses de enseñanza secundaria tienen el español como opción mayoritaria, y lo mismo sucede en la enseñanza superior. Incluso dejando a un lado los estudiantes inscritos en los departamentos de lenguas románicas o en los que son exclusivamente de español, el número actual de estudiantes de nuestra lengua supera los tres millones de estadounidenses. En el mismo artículo se nos informa de que, según las cifras oficiales,
en los años ochenta, ejercían 21,000 profesores de español, pero las cifras oficiosas son mucho más altas, y suben el listón hoy a casi el doble; para el año 1988, por citar una fecha, la revista Hispania recoge 334 tesis doctorales sobre lengua y literatura españolas leídas en las numerosas universidades norteamericanas donde existen departamentos de español; son más de dos mil los centros de enseñanza superior donde se enseña y son muchas, y muy importantes, las instituciones y asociaciones culturales que fomentan la enseñanza de nuestra lengua. (1995:204)
A finales del mes pasado, tras la reunión anual del Patronato del Instituto Cervantes, en la que el nuevo Director expuso sus planes, el diario El Mundo informó ampliamente de ellos, a página completa, bajo los titulares siguientes: "El Instituto Cervantes a la conquista de América". Se pretendía destacar así el hecho de que el Instituto Cervantes vaya a realizar un importante esfuerzo en los Estados Unidos, añadiendo a los dos centros que ahora tiene, en Nueva York y en Chicago, tres más: en Washington, en San Francisco y en Albuquerque. Pero lo cierto es que la América no-hispanófona no necesita ser conquistada para la causa del español, y que es precisamente por estar ya conquistada por lo que se le exige al Instituto Cervantes, desde diversos sectores sociales, una mayor presencia.
La demanda de enseñanza del español en Europa, si bien es importante y va en aumento, es inferior a la del francés y a la del alemán. Pero ello queda sobradamente compensado por el importante papel que nuestra lengua desempeña en toda América, especialmente en la que no habla español. Desde ella se está contribuyendo de modo decisivo a forjar la internacionalidad de nuestra lengua. Wells no podía preverlo, como tampoco pudo prever que a fines de este siglo alguien podría referirse al inglés como el "tyrannosaurus rex" (Swales 1997). Pero, pese a su poderío, o tal vez debido a él, los dinosaurios desaparecieron de la faz de la tierra. Todavía está por ver si el futuro de la humanidad conduce a una única lengua universal, o a unas pocas, o al desarrollo y mantenimiento de un gran número de ellas, y por consiguiente, a una disminución del papel de las lenguas internacionales.
Decía antes que la globalización no tiene como única alternativa posible la difusión de una o unas pocas lenguas. Wells creía que la tecnología trabajaba únicamente en esa dirección unificadora; su argumento principal era la previsible generalización del uso del teléfono. Sin embargo, el teléfono es hoy portador de miles de lenguas. Y las tecnologías lingüísticas anteriores, como la escritura o la gramática, por citar dos de las más antiguas, ayudaron al mantenimiento de no pocas lenguas. Lo mismo sucedió con la aparición del libro impreso. Es cierto que sólo sobrevivieron como lenguas aptas para el mundo moderno las que incorporaron estas tecnologías, pero también es cierto que ninguna lengua es en sí misma incompatible con ellas. Lo mismo sucede con las nuevas tecnologías. ¿Qué diría Wells si se enterase de que hoy es posible hablar por teléfono en japonés y que nuestro interlocutor nos escuche en inglés? ¿No apunta este avance tecnológico en la dirección contraria a la difusión del inglés? Y ¿estamos seguros de que a los intereses económicos de las empresas multinacionales que dominan el mundo de la informática les conviene la difusión de una única lengua? Tal vez sea para ellas más rentable desarrollar en muchas lenguas aplicaciones informáticas como correctores ortográficos, diccionarios, correctores de estilo (y otras que acaso ni siquiera podemos concebir desde nuestra limitada atalaya temporal). ¿No son acaso los japoneses los productores de una buena cantidad de software para otras lenguas, además de para la suya propia? Si Bill Gates acaba de firmar un acuerdo con la Real Academia Española, es porque la venta de sus productos en español es mejor negocio que vendérnoslos en inglés. Y ¿qué pasará con la traducción automática, cuando esta tecnología se perfeccione? Parece una obviedad decir que un buen traductor automático del inglés al árabe, por ejemplo, será más útil a quien no sabe inglés que a quien lo sabe; éste no lo necesita y no lo comprará. La tecnología de la traducción automática en cuanto negocio competirá contra la tecnología de la enseñanza de lenguas. Y no podemos, a priori, negar que en el futuro existan traductores a y desde cualquier lengua, incluso las de pocos hablantes. Una vez que esa tecnología se abarate, ¿qué impide aplicarla al tagalo de Filipinas, o al tok pisin de Nueva Guinea? ¿Por qué no podrían los hablantes de tok pisin desarrollar sus propias herramientas que traduzcan sus producciones al español o al inglés? ¿Por qué se trabaja tan intensamente en tecnología lingüística aplicada a lenguas como el catalán, el vascuence o el gallego? Reconozco que este panorama en el que bastantes de las lenguas actuales se desarrollen y se mantengan es improbable, pero no es imposible. El Marqués de Tamarón podría tener razón cuando afirma lo siguiente:
Supongamos que de aquí a veinticinco años, en el lapso de una generación, la hegemonía económica mundial se traslada del Atlántico Norte al Pacífico Asiático. Los nuevos amos, como es natural, mandarán. Sí, pero ¿en qué lengua negociarán, convencerán, darán las órdenes? En inglés, por supuesto. Los pueblos asiáticos, al igual que han adoptado y adaptado el capitalismo para sus fines de poder, adoptarán y adaptarán la lengua inglesa para atender a sus necesidades de comunicación internacional. (Tamarón 1995:28)
Podría tener razón, repito, pero no es completamente seguro que vaya a suceder eso.Yo no quisiera negarles a los hablantes de ninguna lengua las cualidades que Wells atribuía a los japoneses. Todos ellos pueden ser capaces de cosas inconcebibles. Como decía en "El Dios ibero" nuestro gran poeta Antonio Machado (1875-1939), "[...] ni el pasado ha muerto / ni está el mañana -ni el ayer- escrito". Muchas gracias por su atención.
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Notas
1 Esta conferencia fue impartida en la University of Foreign Studies de Kyoto, el 11 de noviembre de 1999 y publicada por el mismo órgano en el año 2000, por amabilísima invitación del Director de su Departamento de Estudios Hispánicos, Prof. Shoji Bando. Cada vez soy menos partidario de la reelaboración erudita de las conferencias y de la proliferación de notas. Por ello, he preferido mantener el texto casi idéntico a su forma original, con la esperanza -tal vez vana- de que su lectura resulte algo menos tediosa. Por consiguiente, he mantenido también los rasgos que delatan su origen oral, incluyendo las referencias al público japonés presente y algunas expresiones de función deíctica temporal (como "el mes pasado" y otras similares), que deben interpretarse, obviamente, en relación con el día en que la conferencia fue impartida.
ISSN: 1139-8736 |